IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Se acaban los momentos de Barack Obama en la Casa Blanca, y con ello la etapa más oscura en las relaciones entre Israel y los Estados Unidos.
La política de Obama fue claramente anti-israelí, aunque siempre sujeta a cierta corrección política. En parte porque Obama siempre quiso guardar las formas, en parte porque siempre encontró en el Congreso un fuerte contrapeso que no le permitió hacer todo lo que hubiese querido. De todos modos, sus acciones fueron perniciosas. No tanto por lo que hizo directamente, sino por lo que dejó que se hiciera en el mundo diplomático.
La estrategia palestina es de sobra conocida: rehusarse a la negociación directa, dilatar hasta lo infinito la creación de su propio estado para no adquirir compromisos reales, y generar un hostigamiento permanente contra Israel a nivel diplomático. Todo ello, para cobijar la política interna de incitación a la violencia y terrorismo.
En todo momento, los palestinos confiaron en que esta vez los Estados Unidos no iban a interferir. No tardaron en darse cuenta que contaban con la abierta simpatía de Obama. El colmo fue en el marco de la guerra entre Israel y Hamas en 2014, cuando Kerry se apersonó en Jerusalén literalmente para pedir la rendición de Israel.
Pero –dice la sabiduría popular mexicana– no hay mal que dure cien años. De hecho, sólo duró ocho. Obama abandona la Casa Blanca, y aunque se dio el gusto de dar un último golpe contra Israel al no vetar una resolución grotesca tomada por el Consejo de Seguridad de la ONU, sabe que la llegada de Trump traerá un rumbo completamente diferente a la política exterior estadounidense.
No sabemos qué tan hábil o eficiente vaya a ser Trump. Es un empresario, no un político. Es, por lo tanto, impredecible.
Lo que sí está fuera de dudas es que su afinidad política es completamente opuesta a la de Obama, y que –por lo menos– los siguientes cuatro años van a ser la situación inversa, y es que la gente de la que se está rodeando Trump (además de los que ya están en el Congreso, cuyas dos cámaras contarán con mayoría republicana) es abiertamente anti-palestina y anti-iraní.
Eso no representa, obligatoriamente, garantías para Israel. No tanto porque Trump pudiera cambiar su línea de acción, sino por lo contraproducente que puede resultar tener buenos pero imprudentes amigos (como ya se demostró con George W. Bush).
Lo cierto es que todo eso que incomodó, molestó o incluso presionó a Israel durante los años de Obama, será lo que incomode, moleste o presione a los palestinos durante los años de Trump. Claro, con dos diferencias notables.
La primera es que los palestinos no están capacitados para enfrentarse a eso, a diferencia de Israel, que pudo sortear los embates de Obama de un modo que incluso puede considerarse exitoso. La segunda es que Trump no entiende lo que es la corrección política; y si lo entiende, no le importa.
Trump sabe que a partir del 20 de enero será el hombre más poderoso del planeta. Ya le mandó un mensaje puntual a Putin, que en todo momento ha reaccionado amigablemente, porque es evidente que entendió todo lo que implicaba ese twuit de Trump en el que se anunciaba que Estados Unidos pondrá a punto toda su maquinaria militar, incluyendo las armas nucleares.
No era una amenaza de bombardeo, por supuesto. A fin de cuentas, se podría decir que Trump y Putin se tienen aprecio. Pero sí una advertencia de algo que Putin conoce muy bien: a mediados de los años 80’s, Reagan empezó a invertir muchísimo dinero en proyectos y programas bélicos. El más estrafalario fue el célebre escudo militar espacial llamado Guerra de las Galaxias. Sabía que la ex-URSS tendría que hacer lo mismo para no arriesgarse a quedar en desventaja militar, con una salvedad: su economía no lo soportaría. El cálculo fue correcto: Reagan provocó una crisis económica en los Estados Unidos, pero la ex-Unión Soviética se hundió. Justo en el momento en que Putin estaba al frente de la KGB.
Por eso, cuando Trump anunció que iba por la misma ruta que Reagan, Putin reaccionó amablemente. Sabe que no podrá competir con eso.
El mensaje es bastante claro: Trump está dispuesto a tomar las iniciativas y los riesgos para posicionar otra vez a Estados Unidos como la nación más poderosa del mundo. Para ello, se ha rodeado del mayor número de militares en la historia de los gabinetes presidenciales. Y todos ellos son reconocidos anti-iraníes y anti-palestinos.
Los palestinos no tienen la capacidad diplomática –ni la experiencia, y me atrevo a decir que ni siquiera la vocación– para enfrentar esto. Justo porque su estrategia siempre ha sido la no negociación, sino aprovechar las simpatías internacionales (que, además, han ido perdiendo paulatinamente) para intentar presionar a Israel.
Lo estrafalario del asunto es que dicha estrategia, en realidad, nunca les funcionó. Las presiones internacionales contra Israel se dieron por canales institucionales (como la ONU o la UNESCO) que, en la vida real, no tienen mucha capacidad de interferir sobre el terreno. Sin embargo y pese a la ineficacia de esa estrategia, los palestinos se obstinaron en esa ruta y terminaron por convertirse en una diplomacia sin creatividad ni capacidad de adaptación a nuevas situaciones.
Y Trump, en muchos sentidos, es una nueva situación.
Si este político anti-palestino al que no le importan las correcciones, traslada la embajada estadounidense a Jerusalén, y los palestinos reaccionan diciendo que eso asesina al proceso de paz, Trump es el tipo de persona que puede contestarles “¿y qué? De todos modos, ustedes nunca han estado involucrados con un proceso de paz”. Y es cierto. Los palestinos, los israelíes y Trump saben que, en términos objetivos, no tiene ningún valor amenazar con detener algo que no existe.
Los palestinos se han dedicado a sabotear cualquier esfuerzo en pro de la paz. ¿Qué van a hacer si se topan con una nueva política estadounidense que haga justamente eso: acorralarlos por medio de decisiones y medidas unilaterales y arbitrarias?
El miedo ya se percibe, se huele en Ramallah. Empezando por Mahmoud Abbas y continuando por otros políticos palestinos de alto rango, las frases estilo “no hay que hacer nada que afecte el proceso de paz” (que no existe), “estamos dispuestos a sentarnos a negociar” (que nunca lo han estado) o “Estados Unidos debería abrir un canal de comunicación con Palestina” (que jamás les interesó), son cada vez más frecuentes.
Saben que es cosa de quince días para que la Rueda de la Fortuna se coloque en la otra posición. Todas las ventajas que tuvieron con Obama están a punto de esfumarse. Para colmo, durante esos ocho años no obtuvieron absolutamente nada, salvo la complacencia mundial mientras desde Ramalla y Gaza se seguía promoviendo la violencia anti-judía y anti-israelí.
¿Va a interferir Estados Unidos en el terreno?
Personalmente, no creo que demasiado. Si acaso sucede algo extremo, sería que Trump hiciese efectiva su promesa de trasladar la embajada norteamericana a Jerusalén. Eso, por lo que representa simbólicamente, sería un golpe mortal contra las aspiraciones palestinas. Aparte, es probable que los apoyos financieros estadounidenses se reduzcan o incluso hasta desparezcan. Pero más allá de eso no es factible que Estados Unidos intervenga con más medidas concretas. A fin de cuentas, el palestino no es su problema directamente.
Donde se van a resentir los cambios es que Israel va a sentirse más cómodo para implementar sus políticas de seguridad.
Y es que todo se mueve a su favor: Trump llega a la presidencia de los Estados Unidos justo cuando la ONU está en uno de sus momentos de mayor desprestigio, y con un nuevo Secretario General que trae una nueva línea más razonable que la de Ban Ki Moon, tan incompetente como mustio en su evidente postura anti-israelí. Además, Europa tiene sus propios problemas, y el principal es el auge de las derechas que, aunque no necesariamente pudieran tomar una postura pro-Israel (salvo en el caso de algunos políticos, como Wilders en Holanda) sí es claro que van a seguir una línea anti-islámica, y eso afecta los intereses de los palestinos. Hay más: los propios países árabes han llegado a un franco hartazgo contra los políticos de Ramallah y Gaza, tan incompetentes como corruptos; por su parte, Irán está profundamente desgastado por más de cinco años financiando la guerra civil en Siria, y con la llegada de Trump es seguro que vendrán nuevas sanciones económicas. Por si fuera poco –y en una situación paralela a la de los palestinos–, está claro que Trump va a estar a favor de los peores enemigos de Irán, que son los Saudíes.
Durante varios años, los Estados Unidos solaparon la violencia palestina, Europa mantuvo su incondicional política anti-israelí, y los países árabes sintieron más simpatía por Abbas que por Netanyahu. Pese a ello, Israel se logró mantener más que firme. Obama incluso fracasó en su intento por imponer como Primer Ministro a un blandengue y gris político, carente de liderazgo, como Isaac Herzog. Es obvio que con todo el panorama a favor, Israel podrá respirar más tranquilo. Los judíos sabemos ser pacientes, y los de Israel –además de todo– saben mucho, demasiado, de estrategia para defenderse.
La vuelta viene, la dirección del viento cambia de rumbo y, como de costumbre, los israelíes están preparados.
Los palestinos no.
Espero que algún día se establezca una cátedra universitaria para estudiar el caso palestino, el mejor ejemplo de cómo hacerlo todo mal y garantizar que siempre, pase lo que pase, se acabará perdiendo. Y espero que los primeros que se inscriban al curso sean los políticos palestinos, para ver si con eso por fin se deciden a aplicar la máxima tradicional de que si quieres resultados diferentes, tienes que hacer cosas diferentes.
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