GABRIEL ALBIAC
Aquella elegía por los linchados del sur no fue obra de un letrista ni de un compositor negro. Lo fue de un profesor judío de origen ruso.
En la toma de posesión de Donald Trump, Rebecca Ferguson aceptaría cantar una canción –y sólo una– de Billie Holiday. Y llama la atención que esa canción de la más grande intérprete de blues –y también la más trágica– no hubiera sido incluida por Ferguson en su disco de homenaje a Billie, Lady sings the blues, hace dos años. Está bien que corrija aquel olvido ahora. Fue la canción que destruyó a Holiday. En 1939. Y la que construyó su mito. Así sucede siempre: transfigurarse en leyenda se paga con la vida. No existen mitos felices.
Se cuenta que, en sus conciertos, una Billie Holiday cada vez más herida por alcohol, droga y desdichas dejaba esa canción siempre para el último bis. Tras el cual, invariablemente, las luces se apagaban y ella desaparecía. Ni siquiera volvía un momento para agradecer las ovaciones de un público íntimo y fervoroso, porque nunca pudo sobreponerse a la tensión emocional de interpretarla. Se encerraba en su camerino. Descompuesta, enferma. Y es verdad que las grabaciones en directo que se conservan de esos tres minutos son sobrecogedoras. Todas. Como lo son sus palabras:
“De los árboles del sur cuelga una fruta extraña, /sangre en las hojas y sangre en la raíz: / cuerpos negros balanceándose en la brisa del sur, / extraña fruta que cuelga de los álamos. / Escena pastoral del galante sur: / los ojos desorbitados y la boca torcida, / aroma de magnolias, dulce y fresco, / y súbito olor a carne quemada. / Aquí está la fruta para que la picoteen los cuervos, / para que la lluvia la empape, para que el viento la avente, /para que el sol la pudra, para que los árboles la escupan. / Es ésta una extraña y amarga cosecha”.
Hasta ese 1939, Billie Holiday era una amable cantante de swing bien acogida en los circuitos blancos. Cantar aquello en el Café Society –y aún más empeñarse en grabarlo– le costó su jugoso contrato con la Columbia Records. E inició su trastabillar vertiginoso hacia el abismo. Y la convirtió en una cantante de dimensiones colosales, en una cantante de hondura sin precedentes en ese universo de hondísimos desgarros que es el de los músicos de blues.
Pero, por extraño que resulte, aquella elegía por los linchados del sur no fue obra de un letrista ni de un compositor negro. Lo fue de un profesor judío de origen ruso nacido en el Bronx, miembro del Partido Comunista Americano, Abel Meeropol, que firmaba sus obras (cantadas, entre otros, por Sinatra) como Lewis Allan y que, en 1953, adoptaría a los huérfanos de Ethel y Julius Rosenberg tras su ejecución. Hay algo de suprema epítome de la sincrética grandeza norteamericana en esa maraña de personajes, de tragedias y de historia que en “Strange Fruit” se cruzan.
Yo no sé, nadie puede saberlo, si Rebecca Ferguson es sincera en su oferta. Yo no sé, ni nadie sabe, si el círculo de Trump será lo bastante inteligente para apropiarse de la ocasión que esa oferta pone imprevistamente a su alcance. Sí sé que hoy, ciento dos años después del nacimiento de aquella pobre criatura de la calle que se llamó Eleanora Fagan antes de ser Billie Holiday, que hoy, pasados los ocho años de mandato de su primer presidente negro, los Estados Unidos pueden asomarse al mirador de todos sus fantasmas. Y saber que aun de su horror hubo quienes tuvieron el talento y la fuerza necesarios para extraer belleza. Y que todos hubieron de pagar un precio, sin el cual nada del tan hondo orgullo estadounidense hubiera sido posible. Recordar a Billie Holiday es recordar a América.
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