Juntos venceremos
domingo 22 de diciembre de 2024

La única vez que el nazi Klaus Altmann-Barbie le confesó a un periodista sus atroces torturas

ALFREDO SERRA

Ni antes ni después volvió a hablar con la prensa internacional, que esperaba ávida y en enjambre que le abrieran las puertas de la prisión boliviana en la que estaba detenido. La historia en primera persona, contada por Alfredo Serra, quien lo entrevistó en 1973

En estos días, el nazismo ha vuelto a ser noticia. Una edición de lujo de “Mein Kampf”, el libro-libelo de Hitler, se agota en Alemania. Un especial de tevé reflotó la historia del criminal Erich Priebke, que vivió a sus anchas, y protegido, en Bariloche. En la entrega de los Golden Globe, algunas estrellas aludieron al presunto nazismo de Donald Trump, y el presidente electo respondió de modo singular: “¿Qué es esto? ¿Volvió Hitler?”.

Ante estos episodios, Infobae reprodujo una primicia mundial: la entrevista que Alfredo Serra logró en 1973, en una prisión de Bolivia, con el criminal de guerra SS Klaus Altmann, alias Klaus Barbie, comandante de la ocupación en Lyon, Francia, y responsable de más de veinte mil fusilamientos, además de torturas, deportaciones y saqueos. El condenado a muerte jamás habló con otro periodista. Según Serra, “porque sabía que la Argentina fue un refugio seguro de criminales nazis, y creyó que ese cara a cara sería una charla amable. Muy triste…”.

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Bolivia, 1973, prisión de San Pedro.

Es martes. Hay pesadas nubes de lluvia sobre La Paz. Quince grados, pero muchos ponchos de colores, sacos gruesos y algunos sobretodos suben y bajan por empinadas calles de piedra que se llaman Potosí, Yanacocha, Loayza.

A tres mil setecientos metros de altura sobre el nivel del mar el tiempo fluye despacio: hace -creo- un siglo que espero este mediodía.

Un taxi verde y quejumbroso me deja en el portón del Panóptico de San Pedro, la mayor prisión de la capital. Ochenta años de paredones grises y rejas coloradas, un hueco para ver la cara de los visitantes.

Silencio. Y apoyadas en esos paredones, coyas de cuarenta polleras y los ojos fijos en la comida picante que se cocina despacio.

A las doce en punto, ya en la alcaldía, un vigilante me palpa de armas y otro revisa, con más curiosidad que precaución, las cámaras de Ricardo Alfieri (h), mi compañero.

El alcalde asiente con la cabeza y avanzamos hacia un gran patio no menos gris. En la puerta de madera oscura de una de las celdas del segundo piso hay un hombre. Se llama Klaus Altmann. Tiene 57 años. Sus documentos dicen que es boliviano naturalizado, de profesión comerciante. Pero la otra cara del espejo –el pasado– revela que es alemán, fue jefe del comando SS en Lyon, Francia, durante la Segunda Guerra Mundial, y que ese apacible comerciante boliviano ordenó torturas, matanzas y saqueos. Que mandó fusilar a más de veinte mil maquís. Que torturó en persona, hasta la muerte, a Jean Moulin, líder y héroe de la Resistencia. Criminal de guerra, dos tribunales militares lo condenaron a morir ahorcado.

Pero aquí está. Espera que yo suba los escalones y me detenga frente a él. Recién entonces borra el gesto indiferente y me alarga la mano. Su cara sin afeitar está bronceada por el sol. Lleva una gruesa tricota amarilla de cuello alto, pantalones marrones muy bien cortados, y flamantes zapatos de gamuza. En voz baja, con fuerte acento alemán, me invita:

-Usted dirá…

-Debo preguntarle si acepta usted esta entrevista. Así me lo advirtió el gobernador de la cárcel.

-La acepto. Pero no responderé ninguna pregunta sobre mi situación judicial. Para eso tengo abogados.

-Usted está condenado a muerte por dos tribunales franceses. Es posible que lo lleven a Francia y lo ejecuten. ¿Está preparado para eso?

-La imaginación de la gente vuela muy alto. Nadie puede sacarme de Bolivia. Soy ciudadano de este país y me asisten los mismos derechos que a cualquiera en la misma situación. No hay convenio de extradición entre Bolivia y Francia, le recuerdo…


-¿Quién lo descubrió en Bolivia treinta años después del fin de la guerra?

-Beate Karsfeld, la que ustedes llaman “famosa cazadora de nazis”. Ese título me causa gracia. Ella, como Simon Wiesenthal y otros tantos “cazadores”, viven de ese negocio. No lo hacen por venganza ni por patriotismo: lo hacen por dinero. La caza de nazis no es otra cosa que un juego de intereses.

-Sin embargo, tienen razones más que poderosas para…

-¡Por favor! No me salga con la novelita de los seis millones de judíos muertos…

-¿Niega la matanza de judíos, el Holocausto?

-No la niego. Pero le aseguro que no fueron seis millones. La historia la escriben los que ganan la guerra.

-¿A cuántos judíos ordenó matar usted?

-A ninguno. Yo no tuve nada que ver con los campos de concentración ni con las cámaras de gas. Yo fui jefe de un cuerpo especial entrenado para reprimir guerrillas. No debo ser comparado con Bormann, con Mengele, con ninguno de ellos.

-Pero está acusado de ordenar el fusilamiento de más de veinte mil hombres de la Resistencia. ¿Cómo se siente ante un crimen semejante?

-Soy un soldado. Estudié y me entrené para eso. Soy un SS. ¿Sabe qué es un SS? Es algo así como un superhombre. Un profesional elegido por Hitler. Un combatiente al que se le analizaron cuatro generaciones de sangre antes de conferirle ese honor. ¿O usted cree que cualquier idiota puede ser un SS? Yo tengo estudios de Derecho, de Filosofía…

-¿Por qué eligió Bolivia para refugiarse y seguir su vida?

-Soy un viejo nacionalsocialista. En 1951, cuando llegué, presencié un espectáculo muy reconfortante: un desfile de la Falange Socialista Boliviana. Marchaban con sus uniformes fascistas…¡y cantaban! Verlos me hizo mucho bien. Además, sabía que en Bolivia había una comunidad alemana muy fuerte. Eso me decidió.

-¿Por qué sus hijos no están aquí?

-Por propia decisión. Klaus Georg vive en Barcelona, estudia Derecho y está casado. Ute, mi hija, es profesora en Austria.

-¿Usted era un teórico, un comandante de escritorio, o un hombre de acción?

-Si hubiera sido un comandante de escritorio no estaría aquí, en esta cárcel. Fui ¡absolutamente! un hombre de acción.

-Ahora esta pregunta me parece tonta… ¿Está arrepentido?

-¿Por qué? ¿De qué? En la guerra todos matan. No hay buenos ni malos. Soy un nazi convencido. Admiro la disciplina nazi. Estoy orgulloso de haber sido comandante del mejor cuerpo del Tercer Reich. Y si volviera a nacer mil veces, mil veces sería lo que fui.

-¿Conoció a Hitler?

-Sí. Lo conocí antes de la guerra, en 1936. Era un genio…

-¿Por qué?

-Casi el ciento por cien de los alemanes estaba con él. ¿Cree que los alemanes son tontos? Esa cifra me parece la mejor definición de Hitler.

-¿Estuvo alguna vez en la Argentina?

-Sí, en 1951, de paso para Bolivia. Viajé desde Génova en el buque Corrientes, de la empresa Dodero, y viví diez días en un hotel de la calle Maipú, el Dorá. Comía todas las noches en un restaurante húngaro, frente al hotel. ¿Existe todavía?

-Creo que sí. ¿Estuvo también en Europa?

-Dos veces. En 1966, aunque no lo crea, estuve en Francia. ¿Sabe qué hice? Llevé flores a la tumba de Jean Moulin.

-¿Por arrepentimiento o por sarcasmo?

-No. Porque fue mi mejor enemigo. El más difícil. El más digno.

-¿Conoció a Martin Bormann? ¿Está vivo o muerto?

-Lo conocí un poco. Es inútil que lo busquen. Murió en Egipto hace más de veinte años.

-¿Cómo sobrevivió después de la derrota de Alemania?

-Fue muy duro. Hitler se mató el 30 de abril de 1945. El 8 o 9 de mayo se rindió Alemania. De miembro de la SS pasé a ser un mendigo, un animal acorralado. El 8 de agosto escapé de Lyon herido en una pierna por una explosión de mortero. Alguien me hizo un torniquete, y no me cortaron la pierna por pura cortesía. Después me metieron en un tren que iba a Baden-Baden, pero me escapé en la mitad del camino. Me custodiaba únicamente un oficial: creo que facilitaron mi fuga. En Kassel, otro oficial me dijo: “En el patio del cuartel hay muchas bicicletas. Tome una y váyase”. Tenía amputada la mitad del pie izquierdo, pero no perdí la oportunidad y volví a fugarme. Vagué sin rumbo muchos días y conseguí refugio en una aldea, Giassohuette, donde trabajé como un burro: araba, hachaba leña, limpiaba los establos… Seis meses después conocí a un joven llamado Schenider, y juntos montamos una organización clandestina para proteger a los SS fugitivos. Llegué a falsificar unos trescientos documentos… ¿Quiere oír más?

-Sí, por supuesto…

-En enero del 46 empecé a ser Klaus Martens, estudiante de Derecho. Vivía refugiado en el altillo de una mansión, el mismo altillo que fue la habitación de Grimm, el de los cuentos infantiles. Cada vez que olía agentes secretos, me escapaba… Llegué a Múnich, donde trabajé como vendedor de libros, y gané algo de plata con el mercado negro del café y los cigarrillos americanos. En noviembre del 46 fui detenido por los agentes de la Field Secret Service, una organización inglesa, y enviado a un campo de concentración en Hamburgo. Pero un día de fiesta, cuando todos estaban distraídos, volví a escaparme. El soldado que me custodiaba estaba sentado cerca de la celda… ¡y tocaba la flauta! No fue necesario matarlo…

-¿Y luego?

-Un alemán, un ex camarada, me escondió en su casa. En diciembre del 46 nació mi hijo Klaus Georg. Mi mujer dio a luz bajo vigilancia armada y pasó meses encerrada en un cuartito con su hijo recién nacido. Tuvo que alimentarlo a mamadera. Por entonces usé el que sería mi penúltimo nombre: Ernst, porque después mi identidad fue “M.75”. Así fui caratulado en diciembre del 47 por el Counter Intelligence Corps, el servicio secreto americano en Alemania. Me metieron en un uniforme azul con grandes letras: WCP, War Criminal Prisoner. Pero a pesar de la vigilancia me escapé en agosto del 48, llegué a Génova, pedí documentos en la Cruz Roja, y con esos papeles salí de Europa y llegué a Bolivia. Recién entonces empezó la paz…

-Usted es un hombre de fortuna. ¿Cómo la consiguió?

-Trabajé dos años como administrador de un aserradero. Después me fui de la empresa, pero seguí en la industria maderera por mi cuenta. Más tarde exporté quina salvaje a Alemania, donde la transformaban en quinina. Gané mucho dinero y formé una gran empresa propia: la Transmarítima Boliviana, punto de partida para que este país tenga una flota mercante.

-Su padre fue guerrillero en Alemania durante la Primera Guerra Mundial. ¿No es paradójico que usted se haya dedicado a masacrar guerrilleros?

-Nada paradójico. Mi padre luchó en la resistencia alemana contra la ocupación de los franceses. Era un oscuro profesor, pero no vaciló en defender a su patria. Se convirtió en el líder de un grupo de campesinos en el valle del Ruhr: repartían panfletos y saboteaban al ferrocarril.

-Algo muy parecido a los maquís que usted combatió…

-No. Muy diferente. Mi padre y los campesinos luchaban contra franceses invasores que querían apoderarse de nuestras riquezas. En cambio, yo y mis SS combatíamos guerrilleros que luchaban dentro de un país que sufrió una derrota militar y firmó un armisticio mucho antes de mi presencia en Lyon.

-No veo la diferencia: ambos defendían a su patria.

-Sí, pero unos dentro de la ley, y otros fuera de ella. El Che Guevara, por ejemplo, lideraba una guerrilla clandestina. Quería ocupar una patria ajena. No lo consiguió porque era torpe y cometió muchos errores. En la SS no hubiera llegado ni a sargento…

-¿Usted es algo más que un SS? ¿Qué hombre hay detrás del fanático?

-Yo no soy un fanático. Soy, en todo caso, un idealista. Es una cuestión de denominaciones o de puntos de vista. En Lyon, por ejemplo, había muchos franceses que colaboraban con nosotros en la represión. Para nosotros eran amigos, pero en el mundo los llamaban traidores…


-Insisto. ¿Qué hay detrás del comandante SS?

-Un hombre sencillo. Me gusta la compañía de la gente de la calle, charlar hasta muy tarde en los cafés de La Paz con mis amigos, que son muchos. Leo filosofía y toco el piano. Dicen que soy muy buen pianista, no sé… Me gustan Beethoven, Mozart, y también la música ligera.

-¿Cuál es su objetivo? ¿Ganar dinero y vivir en paz?

-No son objetivos suficientes. Aunque mi lucha en el frente terminó, pienso siempre en Alemania. Fui nazi y soy nazi. Nací en Alemania, luché por ella, y moriré alemán.

-Pero es ciudadano boliviano…

-También fui espía, actué con nombre francés, y tuve otros nombres en los frentes de Bélgica y Holanda. Soy lo que quise… y lo que pude.

-La acusación contra usted tiene once cuerpos. Veinte mil fusilamientos, quince mil franceses deportados, torturas… ¿Lo admite?

-Lo admito. No sé si las cifras son exactas, pero no importa. Fueron actos normales en tiempos de guerra.

Había pasado más de una hora. De pronto, al llegar su mujer con la vianda -se le permitía comida especial-, discutieron en alemán. Altmann me dio la mano:

-Es suficiente. La entrevista ha terminado.

Bajé las escaleras, y cuando apenas había cruzado la mitad del patio, me llamó:

-Señor…

-Sí, Altmann…

-Por favor, no me haga mucho daño.

No le contesté. Pero jamás entenderé esas siete palabras.

Recién en 1987, catorce años después de esta entrevista y esta asombrosa confesión, lo confinaron en Lyon. Condenado a cadena perpetua por crímenes contra la humanidad, no murió en la cárcel: en un hospital. Un cáncer se lo llevó el 25 de septiembre de 1991. Tenía 75 años.

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