ALFREDO SERRA
Según el comandante ruso que liberó a los prisioneros, “muchos no soportaron la comida y murieron, porque sus estómagos estaban paralizados”. A 72 años de su fin, todavía nos estremecemos.
“Después de Auschwitz, escribir poesía es un acto de barbarie”
(Theodor Adorno, filósofo alemán, 1903-1969)
El 27 de enero de 1945, Anatoly Shapiro, el primer oficial del Ejército soviético que entró en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, dijo: “Había tal hedor que era imposible estar ahí por más de cinco minutos. Mis soldados no podían soportarlo… ¡me rogaban que los dejara ir! ¡Pero teníamos una misión que cumplir!”.
Ya desde sus primeros, incendiarios y delirantes discursos en las cervecerías de Münich, el insignificante cabo austríaco Adolf Hitler, dueño de un oscuro pasado de fracasos –ni siquiera llegó a ser un mediocre pintor–, como todos los tiranos, fabricó un enemigo diabólico y autor de todas las desdichas del pueblo alemán: los judíos.
En realidad, esas desdichas nada tenían que ver con el pueblo de Moisés: fueron consecuencia directa del belicismo y la ambición que empujaron a Alemania –y a su derrota con el bloque aliado– a la Primera Guerra Mundial.
Desde entonces, Hitler imaginó una Alemania reinvindicada y triunfante a manos de la que consideraba a la raza aria como superior por sobre todas, y descendiente directa de remotos y dudosos héroes y dioses exaltados por la música de Richard Wagner. Que si bien murió mucho antes (1883), fue un confeso antijudío.
(Aclaración importante. El odio desplegado contra los judíos es llamado, erróneamente, “antisemitismo”. Hay muchos pueblos semíticos de religión no judía. Es decir: lo que la mayoría llama, ampliamente, “antisemitismo”, es lisa, llana y trágicamente “antijudaísmo”).
La alucinante, casi increíble historia de Auschwitz y el centenar de campos de exterminio (“de concentración” es un desvío, un subterfugio canalla) sembrados en media Europa empezó –oficialmente– el 31 de julio de 1941, cuando Reinhard Heydrich, comandante de la Oficina Central de Seguridad del Reich (me asquea escribir esos títulos con mayúscula…), recibió la orden de Herman Göring –un cerdo atiborrado de manjares y alcohol- de “poner en marcha la solución final de la cuestión judía”.
Que quede claro.
Porque todavía hay imbéciles y canallas cegados por el sueño nazi.
La solución final no fue otra cosa que el exterminio total, absoluto y definitivo del milenario pueblo judío.
Más allá del crimen –el mayor contra un pueblo y una religión en tiempos modernos–, causa repugnancia la tradicional eficacia alemana para la organización del Mal.
En sentido contrario, la búsqueda del Bien, habría sido una maquinaria venerable…
Volvamos al 27 de enero de 1945.
Y a las palabras del oficial Shapiro.
“Entramos en la mañana de ese día. Vimos algunas personas vestidas con harapos. No parecían seres humanos: lucían terribles, eran puro hueso… Como comandante, les dije a los sobrevivientes que éramos del Ejército soviético, y que quedaban libres del dominio alemán.
Pero ellos no reaccionaron. No podían mover la cabeza o decir una palabra. Aquellas personas, además de su aspecto esquelético, no tenían zapatos. Sus pies estaban envueltos envueltos en ropa vieja. Era enero, y la nieve rodeaba el lugar… No sé cómo pudieron sobrevivir.”
Shapiro, ucraniano, tenía entonces 32 años y una larga guerra en su mochila.
Liberó a los 500 prisioneros que quedaban vivos.
Murió en el 2005.
Pero pocos meses antes, en una entrevista con el New York Daily News, describió una vez más el horror de aquel día.
“No teníamos la menor idea de la existencia de ese campo. Mi comandante no nos había dicho nada sobre ese asunto. Cuando nos acercamos a las barracas de las mujeres, descubrimos algo espantoso. Muchas yacían sin vida en el suelo, desnudas, porque la ropa se la habían robado los sobrevivientes. Alrededor había mucha sangre y excremento humanos, y el olor era imposible de soportar… En la última barraca había dos chicos que lograron sobrevivir, y cuando nos vieron comenzaron a gritar: ‘¡No somos judíos!, ¡no somos judíos!’.
Creyeron que íbamos a llevarlos a la cámara de gas… Estaban asustados porque pensaron que los íbamos a llevar a la cámara de gas… Pero para algunos, la ayuda fue mortal… Apenas llegamos, montamos algunas cocinas de campaña y preparamos algunas comidas livianas. ¡Pero varios murieron después del primer bocado! porque sus estómagos estaban paralizados… Nos enfurecimos. Mis soldados querían matar a todos los alemanes…
Unos días antes de la liberación de Auschwitz, los nazis que dirigían el campo reunieron a todos los prisioneros que pudieron –¡unos diez mil!–, y los obligaron a marchar, hambrientos y desnudos, hacia otros campos instalados en el oeste. Pero todos murieron…
Nunca olvidaré que, al inspeccionar las instalaciones del campo, descubrí hornos crematorios y máquinas de exterminio…, mientras las cenizas de los cuerpos eran agitadas y llevadas por el viento.”
Shapiro recibió todos los honores militares del Ejército Rojo, y después del final de la Unión Soviética fue declarado “Héroe de Ucrania”, en 2006, por el presidente Víctor Yushchenko.
En 1992 emigró a Nueva York.
Murió allí en el 2005.
Está enterrado en el cementerio judío de Beth Moses, Long Island.
Pero, ¿qué fue realmente Auschwitz, además del Infierno en la Tierra?
O uno de ellos…
Un diabólico complejo de varios edificios instalados en los territorios polacos ocupados por las tropas nazis desde el primer día de 1939, comienzo de la mayor tragedia del siglo XX: el Holocausto. En hebreo, la Shoá.
Eran Auschwitz I (la cabecera), Auschwitz II–Birkenau, Auschwitz III–Monowitz… y 45 campos-satélite más.
Durante los casi seis años de guerra, esos mataderos humanos de Oswiecim, 43 kilómetros al oeste de Cracovia –la patria chica del papa Juan Pablo II–, recibieron más de 1,300.000 almas.
El 90 por ciento, judíos.
Muertos: más de 1,100.000.
En la puerta de entrada de Auschwitz I se leía “Arbeit macht frei” (“El trabajo libera”).
Brutal sarcasmo. Muchos de los judíos muertos –la mayoría– cruzaron esa puerta y leyeron ese lema, convencidos de que iban a trabajar…
Cualquiera que visite alguno de los museos del Holocausto –en Buenos Aires, Montevideo 919, Capital–puede comprobarlo.
Entre los miles de objetos que dan testimonio del horror están los instrumentos de trabajo de quienes suponían que iban allí para ejercer su oficio: navajas y brochas de barberos, herramientas de carpinteros, zapateros, plomeros, y costureros de mujeres…
En 1979, la Unesco declaró a Auschwitz Patrimonio de la Humanidad como lugar-símbolo del Holocausto.
¡Seis millones de judíos masacrados en decenas de campos de exterminio!
Pero las grandes cifras, por demasiado grandes, se diluyen…
Prefiero dos testimonios estremecedores.
El primero es de León Grzmot, polaco, argentino naturalizado, que todavía lleva en su brazo derecho los números 171984 tatuados en azul: la canallesca marca que los nazis imponían a los prisioneros como si fueran ganado…
“Un soldado alemán tenía en su bota a un niño muy pequeño y su madre, desesperada le besó la bota para que lo liberara, pero él la apartó de un golpe y aplastó la cabeza del niño contra el suelo… Allí todo era barro, frío y pestilencia. Nos dejaron a la intemperie. Eramos cientos, tal vez miles, amontonados como fardos. Los soldados cavaron una fosa: nuestro baño. Pero estaba lejos y éramos tantos que para llegar hasta allí nos pisábamos unos a otros, y la mayoría acababa por hacer sus deposiciones donde podía. Los excrementos de unos caían sobre las cabezas y los cuerpos de otros… Era una macabra y repugnante sinfonía de horror… Para entonces, los más viejos, los más débiles y los más chicos eran rematados a palos, tiros y bayonetazos. Por eso los padres, cuando veían entrar a los soldados a la barraca, escondían a sus hijos detrás de las pilas de botas. Pero era inútil. Los soldados perforaban las botas con su bayoneta, como en un trágico juego de ruleta, y sabíamos que un chico acababa de morir porque las botas se teñían de sangre…”
Janka, su mujer, también tatuada, me dijo: “Yo hablo menos que León. Pero todavía tengo la marca del látigo… Mi historia se reduce a un zueco de madera: lo único que teníamos mis compañeras y yo. Mi pie era chico, y lo metí en el zueco, desesperada por el frío… Después, y por mucho tiempo, en ese zueco comimos, bebimos, y –usted disculpe– hasta hicimos nuestras necesidades…”
Lo contó mientras León recordaba, sin duda, el bayonetazo de un soldado nazi que se clavó en el cuerpo de su madre y lo dejó huérfano…
Evocar la barbarie de Auschwitz (y de todos los campos) es rememorar cada paso de “La solución final”, y de su alma mater: Adolf Eichman, que la dibujó con la precisión de un arquitecto, se refugió en la Argentina después del derrumbe del Tercer Reich, y fue raptado por un comando israelí, juzgado, condenado, y murió en la horca.
Necesito un final.
Lo encuentro.
Y es perfecto.
Liberados todos los campos, Simon Wiesenthal –¡que sobrevivió a once!- se encontró a la orilla de un río con un oficial nazi de apellido Merz.
Hablaron, aunque Simon con recelo (“Todavía podía matarme”, recordó). Merz le preguntó:
–Imagine que llegue a América (se refería a los Estados Unidos), y le preguntaran cómo era la vida en los campos de concentración. ¿Qué les diría?
Wiesenthal vaciló. Aunque compartían no sólo la charla, sino unas papas, tuvo miedo de que su respuesta fuera su final. “Por mucho menos mataban”, pensó.
Pero se arriesgó:
–Les diría… la verdad, Herr Merz.
–¿La verdad? Humm… ¿Sabe qué pasaría?
–No tengo idea.
–No le creerían, Wiesenthal. ¡Lo tomarían por loco, y lo encerrarían en un manicomio!
–Pero… ¿por qué, Herr Merz?
–Porque nadie que no haya estado allí podría creer lo que sucedió. ¡Nadie!
Así termina uno de los mayores y más terribles testimonios del libro de memorias de Simon Wiesenthal (1908-2005): “Los asesinos están entre nosotros”.
Perdón por la autorreferencia: tengo en mi biblioteca la primera edición en francés de ese libro, dedicada por él.
Que algo sabía de mis investigaciones sobre nazis fugitivos y protegidos en Chile, Bolivia, Brasil, la Argentina.
En cuanto a los juicios de Núremberg contra los criminales nazis, los jueces de los países aliados y vencedores fueron demasiado magnánimos.
Ni uno solo debió escapar de la horca.
Pero, contra viento y marea, contra tortura, sangre, exterminio en las cámaras de gas, muerte, y cuanto horror haya sido concebido por hombres que se creían superhombres y apenas eran brutales títeres de un asesino loco que se creyó el Mesías del Tercer Reich por mil años, los juzgaron con la ley en la mano.
Como lo exigen la democracia, la letra y el espíritu de las leyes de los países libres y civilizados.
¡Qué bien nos hubiera venido en estas playas entre 1976 y 1983!
En menos palabras.
La ley no dispara en la sombra.
La ley no mata por la espalda.
Fuente:infobae.com
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