IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO – El 7 de Enero de 2015, dos hombres armados ingresaron a las oficinas de la revista francesa Charlie Hebdo, y dispararon a quemarropa contra la gente que trabajaba allí. El saldo fue de doce personas muertas.
El domingo pasado, el Primer Ministro israelí habló en un twitt sobre el éxito que ha tenido el muro construido por Israel en su frontera con Egipto, y eso provocó una reacción masiva de repudio en México.
¿Qué tienen en común los dos eventos? Nada, en absoluto. Pero me han hundido en una reflexión sobre un problema cada vez más agudo, en materia de corrección política.
El atentado en Charlie Hebdo provocó un fuerte debate sobre la naturaleza de la libre expresión. Pese a que se reconoció universalmente la monstruosidad del crimen, no faltó quien dijera algo así como “bueno, pero es que los de Charlie Hebdo se lo buscaron por el tipo de sátiras que publicaban…”. Y de ello surgió un debate sobre qué límites se le debe poner a la disensión o a la burla.
Me refiero a esto: ¿un religioso cualquiera tiene justificación para matarte sólo porque tú te burles de su religión? O al revés: ¿tienes derecho a matar a cualquiera que se burle de tu religión? Cualquier persona moderadamente razonable y con un mínimo de educación sabrá que la respuesta es que no. Aún en el caso de una burla, por molesta que sea, un crimen de esa naturaleza es injustificable.
De lo contrario, entraríamos en un callejón sin salida. Si la violencia es legítima cuando alguien “se burla de mis creencias”, ¿quién decide el límite entre “la burla que justifica violencia” y “la burla que no justifica violencia”? Lamentablemente, lo va a definir el que tenga la pistola en la mano y esté listo para atacar a quien lo ofendió. Y, por supuesto, lo va a definir cuando sienta que ya se traspasó el límite de lo tolerable y entonces tiene justificación para agredir. Si es necesario, para matar.
Nos guste o no, uno de los valores inherentes a la democracia es el derecho a disentir. Y eso implica el derecho a la burla.
La revista Charlie Hebdo nunca fue de mi agrado. Demasiado agresiva en sus contenidos gráficos. Pero a mí no me costó trabajo encontrar una solución para eso: nunca la compré. La mantuve ajena a mi vida.
Del mismo modo que no compro las revistas fundamentalistas estadounidenses que dicen que me voy a ir al infierno porque no creo en lo mismo que sus editores. Del mismo modo que no compró ciertas revistas políticas de mi país porque me parecen atoradas en un pseudo-progresismo de izquierda barata que sólo funciona por sesgos políticos. Del mismo modo que no compro refresco Jarritos porque no me gustan en absoluto. Del mismo modo que no escucho música de banda norteña (me refiero a la geografía mexicana) porque no encuentro ningún tipo de placer estético posible en ello.
Se pueden decir muchas cosas contra Charlie Hebdo, pero siempre fue una revista disponible sólo para quien la quisiera comprar, y jamás se supo que sus lectores sufrieran algún tipo de radicalización ideológica que los llevara a cometer crímenes. De lo más que se les podía acusar era de ser personas que seguramente estarán convencidos de que muchas de mis creencias, o de las de usted, querido lector, son ridículas.
Pero están en todo su derecho. Mientras el asunto no se traduzca en una incitación a la violencia, o de plano en violencia real, están en el derecho de no estar de acuerdo con otros e incluso creer que sus posturas políticas, religiosas, dietéticas, deportivas y hasta lúdicas son ridículas.
Ahora sigamos esa misma línea en el plano politico.
Si dos países tienen diferendos graves en un tema en específico, ¿los demás países están obligados a mantenerse neutrales? O más aún: ¿Están obligados a alinearse con sólo uno de los dos en contienda?
La molesta realidad es que no. En política no hay amigos, sólo intereses. Y cada país, en función de sus intereses, definirá sus posturas.
Es obvio que si en el marco de esas fricciones un país se pone del lado de uno, el otro se va a molestar. Pero así es la política. Es algo que, de entrada, no se puede evitar. Por lo tanto, es algo que, de salida, no tiene por qué reducirse al nivel de la hipcresía diplomática. De hecho, me atrevo a decir que el disenso abierto y directo es fundamental para que las relaciones entre dos países puedan ser sólidas. Por supuesto, el disenso puede provocar que no sean relaciones buenas. Pero basta con que sean sólidas, de tal manera que cada país sepa qué puede esperar del otro, siempre dentro del marco de la legalidad.
El domingo pasado, un twitt del Primer Ministro Benjamín Netanyahu fue completamente malinterpretado, y la voracidad mediática provocó un escándalo de proporciones diplomáticas.
En una frase donde Netanyahu recalcó el gran éxito que tuvo Israel con un muro construido en su frontera sur, repentinamente pasó a ser un posicionamiento a favor del proyecto de Trump de construir un muro en la frontera con México.
Hasta este momento, sigo sin conocer a nadie que me haya demostrado que Netanyahu realmente dijo eso. Que apoya a los Estados Unidos en su idea de construir un muro en la frontera con México. Me han hablado mucho de “interpretar la frase en contexto”, pero –curiosamente– me piden que la interprete en el contexto mexicano. Me rehuso, porque la frase fue dicha en el contexto israelí.
Sí, me dicen, pero hay que entender que Trump quiere constuir un muro en la frontera con México. Sí, respondo, pero ¿y eso qué tiene que ver? ¿Acaso todo el mundo habla única y exclusivamente en función de los planes de Trump con México?
La lógica del argumento no se queda allí. Apelan a que Netanyahu debió “ser sensible” y “medir las consecuencias de su comentario”. Y perdón por necear, pero pregunto: una persona del otro lado del mundo hace un comentario sobre un muro que está en su país ¿y tiene que ser sensible a los problemas que yo tengo con un país vecino de este lado del mundo? Y regresamos al argumento inicial: “es que el contexto… cuando Trump habla de muros, habla de México…”.
Pues no. No es cierto. Hubo un momento en que Trump habló de otro muro: el israelí. Y Netanyahu ahondó en comentarios sobre ese muro. El israelí. Y ahora resulta que yo soy subjetivo y sesgado políticamente hablando porque cuando dos personas que no son mexicanas hablan de un muro en Israel, yo entiendo que están hablando de un muro en Israel.
No. Dicen que debo asumir que también estaban hablando de mi país, y que además estaban molestándonos.
Bien. Vamos a conceder el punto por un momento. ¿Y si así fuera, qué problema hay con ello? ¿Acaso uno o los dos tienen la obligación de ponerse única y exclusivamente a mi favor? ¿No tienen derecho a disentir?
Será muy políticamente incorrecto lo que voy a decir, pero a mi me preocupan cosas más trascendentales que el muro. Porque, a fin de cuentas, un muro en una frontera no tiene nada de anormal. De hecho, en la frontera entre México y Estados Unidos ya hay un muro bastante largo, y no ha sido una razón para alterar la relación entre un país y el otro.
A mí me preocupan las razones por las cuales la gente se ve obligada a migrar de un país a otro, bajo todos los riesgos posibles, y desprotegida legalmente (es decir, como migrante ilegal). Yo insisto en que eso es lo que hay que resolver. Por mí, que construyan los muros que quieran y del tamaño que quieran. Lo que yo quiero es un país donde todos tengamos acceso a una vida digna y no tengamos que plantearnos la extrema opción de huir en condiciones de ilegales.
¿Que el problema es que Trump quiere hacernos pagar el muro? Siendo honestos, yo sigo viendo eso como retórica hueca. En términos objetivos, no hay modo que Trump obligue a ningún país a pagar por absolutamente nada. Lo más que puede hacer es imponer cuotas, impuestos o aranceles, pero aún en cualquiera de esos casos, es su administración la que decide qué se hace con ese dinero. Porque desde que la cuota, el impuesto o el arancel están pagados, es su dinero. Por lo tanto, si deciden hacer un muro son ellos quienes lo pagan.
Entonces, lo molesto es el modo en el que nos lo dice. Y eso es cierto. Nadie puede negar que hay un evidente dejo de “tengo ganas de molestar” en las formas en las que se ha hablado del tema. Pero aún en ese caso, ese no es el verdadero problema. El problema de fondo va a estar en los negocios que se hacen entre ambos países y el cómo puedan ser reorganizados por la actual administración estadounidense. Allí es en donde México realmente debe tener cuidado con lo que los negociadores estadounidense digan o hagan.
Si en medio de todo eso, cualquier país toma postura a favor o en contra de cualquiera de los dos en conflicto –México o Estados Unidos– ¿qué podemos hacer? Si Noruega aparece diciendo que nos apoya, ¿Estados Unidos debe ofenderse y llamar a su embajador a consultas? Y si se ofende ¿nosotros tenemos que ofendernos por eso? Y si no nos ofendemos ¿Noruega podría ofenderse?
Está claro que estoy exagerando. Pero es que realmente me preocupa que la política internacional (y con ello, ya no hablo sólo del caso México-Israel de este inicio de semana, sino de todo el mundo) se convierta en un ring de boxeo a partir de lo que unos hacen o dicen y otros se ofenden o se dejan de ofender.
Máxime, cuando se trata de un problema generado por un Twitt. Y peor aún, de uno completamente malinterpretado.
¿Por qué me molesta? Porque nos distrae. Alrededor de las ofensas, los ofendidos y los ofendedores (permítaseme el barbarismo), hay un montón de problemas de fondo que van más allá de lo que pueda sentir nuestro corazoncito ante los comentarios de alguien que, en el otro lado del mundo, le da por opinar sobre una pared en la frontera con Egipto.
Lo primero que tenemos que aprender es a respetar el derecho del otro a disentir. A decirnos incluso “estoy apoyando a tu enemigo y me caes mal”. Si nos enfrascamos en una guerra retórica contra ese tipo de opiniones, vamos a cometer dos severos errores.
El primero es que vamos a dedicarnos a pelear las guerras retóricas, y no los verdaderos problemas. El segundo, que nos vamos a dedicar a inventar guerras retóricas donde ni siquiera eran necesarias (como en esta ocasión).
El principio de la solución a cualquier problema es un correcto diagnóstico. Y para ello, hay que empezar por tener bien claro cómo está el terreno en el que nos encontramos ubicados. Si hay algo que estorba mucho a la hora de hacer ese reconocimiento, son –justamente– las guerras retóricas.
Lo que el presidente israelí Reuven Rivlin le dijo al presidente de México Enrique Peña Nieto, me parece de lo más acertado en este caso: “Los lazos entre nosotros son tan fuertes e importantes, y debemos dejar atrás cualquier malentendido. Compartimos tanta cooperación y no tengo dudas de que el futuro sólo traerá el fortalecimiento de estos lazos. Lamento cualquier daño causado como resultado de este malentendido, pero debemos recordar que estamos hablando de un malentendido, y estoy seguro de que podemos poner el tema detrás de nosotros”.
Y es cierto. En la vida real, México e Israel están parados sobre un piso bastante similar que impone retos importantes y de gran relevancia.
En el peor de los casos, con mayor razón deberíamos aceptar que habrá ocasiones en que el otro disentirá de nuestra postura. Pero cuando ni siquiera eso está sucediendo, se impone la urgencia de no ceder a la tentación de ir a la batalla retórica.
Muchas de las grandes guerras se han perdido porque en el momento crucial de la batalla, muchos guerreros estaban inmersos en un pleito de palabras.
Y eso nunca, querido lector, es buena estrategia.
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