Abuelita Ima

LINDA AZKENAZI

Me contaron que debajo de sus alas me cobijó por casi 4 meses. Es posible que sentada en los escalones de la terraza que conducía al jardín alargado haya visto muchas, muchísimas mariposas blancas, mientras me acompañaban sus cantos. Estoy casi segura que las hortensias que crecieron al pie del duraznero son las más grandes y frondosas que nunca antes haya visto.

La tarde se cerraba con las caminatas que hacíamos hasta el Boulevard y de regreso, donde me entretenía soplando “abuelitos” sin arrancarlos. Creo que a mis 5 años aprendí estadística; me quedaba claro que los dientes de león tardarían menos en florecer que en brotar de nuevo, así que prefería perderme del trofeo de llevarlos en mis manos. Íbamos flanqueadas por Pancho, el perro de la cuadra que nos seguía sin hacer ruido hasta la esquina y regresaba a su puesto de siempre. Lo llamaba con un chiflido peculiar cuando sacábamos las sobras del pollo relleno que preparaba para la comida del sábado.

Nos recibía con su sonrisa franca y bendiciendo en un idioma que no terminé de entender. Los sillones de terciopelo rojo nos esperaban en el enorme salón de doble altura con la mesa ovalada del comedor dispuesta para albergar a los adultos. Los primos fingíamos la desfavorable idea de acomodarnos en la mesa de al lado, donde nos perdíamos de la mirada de los mayores y compartíamos más que risas y travesuras.

Descansaba apenas unos momentos de la faena de atender a su familia y a las 3:00 en punto salía de su recámara ataviada con algún vestido estampado, perfumada, con sus zapatos altos y la peluca rubia ondulada. Nos convencía sin arrastrarnos de nuestros juegos de escondidillas para llegar al Templo de la avenida donde se transformaba como La Morá Olga y junto a sus alumnas aprendimos a pronunciar y traducir correctamente desde El Libro de Salmos.

Calentaba mis noches frías con un frasco que contenía leche tibia y miel, tal como la bendición desbordante y eterna de su segunda tierra, con juegos de naipes y con historias de su niñez. Cuando me asustaba el silbido del camotero, me recorría en la cama y la abrazaba hasta volverme a dormir. A menudo roncaba, siempre me reía por eso e invariablemente me sentía culpable después de aquel atrevimiento.

Me enseñó a limpiar las uvas y a hacer vino. A recolectar el agua de lluvia. A usar con delicadeza las pinzas de cobre para pellizcar los pastelitos de sémola y dátil, a cortar círculos de masa con una taza de porcelana y a rellenarlos con la carne sazonada. Me delegaba la importante tarea de esparcir los piñones. Le daba el toque especial a la festividad de Rosh Hashaná agregando granada roja en el relleno del kipe de trigo.

Aprendí que los cítricos y su vitamina C es la mejor vacuna contra la gripa, que salir a dar una caminata aclara la mente y que el trigo es, por excelencia, el maná de la inteligencia.

De forma pausada, al paso del tiempo y de forma casi etérea fui notando que le contestaba a su conciencia en voz alta. De la misma forma invocaba a su pasado y arrullaba sus angustias con versículos y Salmos que recitaba de memoria. Con los años el llavero crecía en proporción a su incertidumbre. Le daba una seguridad cada vez más fugaz a su eterna inquietud.

Su memoria ya no evoca a su tierra, ni a sus hermanos ni a su mundo. Se desvanecieron de sus recuerdos. Cambiaron de puesto y denominación. No supe retribuirle con la paciencia que la caracterizó para enseñar, para explicar. Para entender… Internamente me enojaba cuando confundía mi nombre, y muchas veces salí entristecida y llorando de su casa cuando preguntaba quién era yo.

Ahora la abrazo, me presento como su nieta y atesoro cuando dice “mucho gusto” con una expresión de asombro y su sonrisa de siempre, esperando a que estos amaneceres de chispas en sus ojos no se desvanezcan pronto, también.

Lo que no cambia es su sonrisa, su frente amplia, el azul de sus ojos ni el brillo de su mirada franca. Tampoco lo hacen las bendiciones en árabe que sigo sin entender. La plata de su pelo reluce más y la suavidad de su tacto me sigue abrazando también por dentro.

Ya no sabrá quién soy, ni retendrá lo que quiero explicarle aunque se me llenen los ojos de tristeza. Pero yo sé, perfectamente, quién es ella y las huellas que me ha dejado en el alma.

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