IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Durante los últimos días, ante la expectativa que generó el encuentro entre Donald Trump y Benjamín Netanyahu, me dediqué a revisar las publicaciones de la prensa israelí, poniendo especial atención al antagonismo que se estaba dando entre los periódicos “de derecha” (Ynet, The Jewish Press, etc.) y los “de izquierda” (Haaretz, principalmente). Y, por supuesto, el eco que cada uno tenía en los diferentes sectores de la prensa judía en español, dependiendo de sus inclinaciones ideológicas.
Ya se lo pueden imaginar: mientras unos veían en esta cumbre internacional el reencuentro de dos aliados que se habían distanciado por culpa de Obama, otros veían riesgos terribles y un inminente desencanto israelí ante un cambio radical en las posturas de Trump.
Obvio, no tenía caso discutir con los defensores de unas u otras posturas quién tendría razón en sus cálculos sobre la nueva política estadounidense y sus repercusiones en Israel. Afortunadamente, en esta ocasión bastaba a que se diera el encuentro y ver sus resultados como hecho objetivo e incuestionable. Y, después, evaluar quién se había equivocado, si la prensa “derechista” o la prensa “izquierdista”.
Por supuesto, mi apuesta fue por la derrota de la izquierda, de Haaretz y su horda de fans que esperaban que Netanyahu regresara contrariado y con las manos vacías.
Y –déjenme presumir– no me equivoqué. Volví a confirmar que la izquierda israelí sigue desconectada de la realidad.
Es una situación generalizada en la izquierda como fenómeno internacional, y sospecho que se debe a una nefasta herencia del marxismo. ¿Marxismo mal entendido y distorsionado? No sé. Confieso que sigo sin llegar a una conclusión al respecto.
Me refiero a esto: el discurso marxista se desarrolló dándole un énfasis demasiado importante al concepto de lucha entre opresores y oprimidos, y la noción quasi religiosa y hasta mesianista que se institucionalizó al nivel de dogma fue que, en algún momento de la historia, la clase obrera protagonizaría una revolución que la llevaría a instaurar una “dictadura del proletariado” y que, de ese modo, se llegaría a la etapa del socialismo, dando por terminada la del capitalismo.
Sobra decir que eso no funcionó, y creo que no se necesitan dos dedos de frente para admitirlo (pese a la existencia de muchos socialistas nostálgicos que de verdad creen que la ruta a seguir es por ahí).
Pero el daño está hecho: muchos intelectuales, políticos, diplomáticos y activistas se quedaron atorados con una idea que no es obligatoria en ese esquema, pero que le resulta muy natural. José Saramago fue acaso uno de sus más penosos y patéticos exponentes. Decía que los pobres tienen la razón porque son los pobres. Es el extremo del concepto de lucha de clases y de antagonismo entre el opresor y el oprimido: el rico es el malo, el pobre es el bueno.
Como judío, estoy de acuerdo con que el pobre, el huérfano, el extranjero (por decirlo en términos actuales, léase “el inmigrante”), o todo aquel que encarna de manera precisa y directa el concepto de “desposeído” debe ser nuestro parámetro de justicia social. La Torá en particular, y el Tanaj en general, nos han inculcado los valores de que si nuestra acción colectiva no está dirigida hacia mejorar y resolver sus condiciones de vida, hemos abandonado el camino de las ordenanzas de D-os.
Pero no conozco ningún lugar que diga que ellos, por el hecho de ser los desposeídos, tienen la razón. Son nuestro parámetro obligado para entender la salud de una sociedad (mientras más desposeídos haya, es porque más enferma está una sociedad), pero no nuestro parámetro ideológico.
De hecho, el Tanaj es bastante rudo con eso. En Proverbios 30:21-22 dice lo siguiente: “Por tres cosas se alborota la tierra, y la cuarta no la puede sufrir: por el siervo cuando reina…”.
La idea es simple: una cosa es estar conscientes de los problemas de una sociedad, y además estar comprometidos con resolverlos. Otra es saber cómo se resuelven. Desde el dogma pseudo-progresista de que los desposeídos son la prioridad y todo debe girar en torno a ellos, es imposible. El último siglo lo ha demostrado.
El severo error del post-marxismo ha sido la creencia de que todo es cuestión de redistribuir la riqueza. Es la base de la política de subsidios, típica de los gobiernos populistas, y suicida para cualquier país que la aplique (sin importar si su discurso es de derecha o de izquierda). Lo que un gobierno debe hacer es garantizar que los desposeídos tengan la opción de mejorar su modo de vivir. Es decir, la opción de resolver sus problemas por sí mismos.
La Torá lo pone de modo muy simple: en el antiguo Israel agrícola, los dueños de campos tenían la obligación de dejar sin cosechar sus esquinas para que los pobres pudieran cosecharlas y vivir de eso. Nótese: no se exige una distribución de la riqueza, sino condiciones que le permitan a los pobres encontrar la forma de ganarse el sustento.
El severo error de los gobiernos socialistas de orientación marxista que se impusieron en diversos lugares a partir de la Revolución Rusa fue aplicar una política de redistribución a quemarropa. Se dedicaron a saquear los sectores productivos con el pretexto de la igualdad, y terminaron por comprobar –del modo más terrible– que nada de eso sirve si no se garantiza la productividad. Justo lo que nunca fueron capaces de garantizar.
Hay una regla muy simple, nos guste o no: hay gente más lista que los demás. Si ustedes toman a 20 personas y les dan mil pesos a cada una, y los encierran en un salón a hacer negocios entre ellos, después de una semana van a tener a uno o dos que van a tener miles de pesos, a varios que van a conservar cientos de pesos, y a unos pocos que no van a tener un solo centavo. Si en ese punto les quitan el dinero a todos y lo vuelven a repartir mil pesos cada uno, después de otra semana, los mismos uno o dos van a tener miles de pesos, los mismos van a tener cientos de pesos, y los mismos van a estar sin un centavo.
Eso funciona en los sistemas socialistas y capitalistas: siempre hay listos que se quedan con mucho o con todo. Por eso la Torá establece una idea que, aún a miles de años de distancia, sigue siendo revolucionaria: el Año del Jubileo, que no es otra cosa sino la cancelación de las deudas para que la gente pobre pueda reiniciar. Por supuesto, la propia Torá da por sentado que esto no se debe traducir en una imposición arbitraria para los que han generado riqueza. Por ejemplo, en el Año de Jubileo los esclavos eran liberados. Muchos de ellos se habían tenido que vender como esclavos por problemas de dinero. Pero en la Torá es claro que si tú te vendías como esclavo cuando faltaba un año para el Jubileo, no podías “venderte” por la misma cantidad que si lo hacías cuando faltaban treinta años. ¿Por qué? Porque al año siguiente saldrías libre, y entonces sería injusto para el comprador pagar lo mismo por alguien que sólo le trabajaría treinta años, que por alguien que sólo lo haría un año.
Volvemos al punto: no se trata de redistribuir por decreto, solucionar las cosas por medio de la ideología. Se trata de gobernar con justicia. Si hay gente que tiene la capacidad de generar riqueza, hay que dejarlos generar riqueza. Cierto: se van a volver ricos con ello, pero es lo justo. Lo que un gobierno tiene que resolver es que eso no se convierta en un sistema de exclusión. Debe hacerse de tal modo que los que no tienen la capacidad de generar riqueza de todos modos tengan la capacidad de ganarse el sustento honorablemente. No van a ser ricos, pero tampoco tienen por qué ser pobres. Al mismo tiempo, todos deben ser parte de un esquema que permite absorver los gastos de los más desposeídos, los que no tienen la capacidad inmediata de resolverse la vida, y que en la Biblia son encarnados por las viudas y los huérfanos.
¿Qué tiene que ver todo esto con la realidad israelí de la que se ha desconectado la izquierda?
Sencillo: la izquierda israelí tiene la extraña e impráctica noción de que todo se trata de una redistribución del territorio. “Acabar con la ocupación” es su eslogan favorito, aunque sigan sin ofrecer un solo argumento objetivo –histórico o legal– para demostrar que existe una ocupación.
Suponen en su rebaba de nostalgia post-marxista que los palestinos van a cambiar mágicamente y estarán dispuestos a ser un pueblo civilizado y pacífico a partir de que Israel “les devuelva sus tierras”. Paralelamente, identifican a Israel como “el malo a ultranza y porque sí” porque es el poderoso, el rico, el opresor, y a los palestinos como “las víctimas” por definición –sin derecho a cuestionar el dato– por ser los pobres y los oprimidos.
Por supuesto, no cuentan los hechos objetivos, como que la consigna palestina de destruir Israel no tiene nada que ver con la “ocupación” de Cisjordania, que no están bajo opresión israelí porque los palestinos tienen fronteras con Egipto y con Jordania (y eso debería ser más que una válvula de escape hacia cualquier “opresión” israelí), o que han recibido 32 billones de dólares en ayudas (para darse cuenta de la magnitud del hecho, Alemania recibió sólo 1.2 billones en ayudas después de la II Guerra Mundial, teniendo en ese momento 10 veces más población que los palestinos hoy por hoy).
No, los palestinos –a ojo de los izquierdistas– no deben ser responsabilizados de casi nada. Si se puede no responsabilizarlos de nada, mejor. Si se dedican al terrorismo, debe justificarse. Si Israel se defiende, debe acusársele de crímenes de guerra.
Ahora: si se quedaran en este punto –bastante irreal de por sí– estaríamos hablando de un posicionamiento. El problema es cuando lo llevan al nivel de ya no basarse en la realidad, sino en sus consignas. Lo acabamos de ver con la reunión de Trump y Netanyahu: al final del día, sus pronósticos ominosos no se cumplieron.
Cierto: Trump no le dijo a Netanyahu “haz lo que se te dé la gana”, pero es obvio que nadie esperaba que dijera eso. Sin embargo, la declaración de la Casa Blanca respecto a que ya no consideran la “solución de dos estados” como algo indispensable, y que serán palestinos e israelíes quienes en negociaciones directas busquen la mejor decisión posible, es una bomba.
Durante décadas, la llamada “solución de dos estados” fue un dogma inatacable. Incluso, Mahmoud Abbas exigió a Trump comprometerse con ello. Pero ¿acaso alguna vez funcionó? No. Y no funcionó porque, en la molesta realidad, son los palestinos los que no creen ni quieren esa solución. Mientras su discurso siga siendo que Israel no debe existir, es absurdo negociar en función de una solución que la otra parte no acepta.
Ahora, para desconcierto de la izquierda, Netanyahu regresará a Israel con una posición muy cómoda. Estados Unidos ha decidido no interferir en lo que debe ser una negociación directa –algo que Israel ha exigido desde siempre y que los palestinos rehuyen a costa de cualquier cosa–. Además, ha condenado abiertamente la política anti-israelí que se ha dado en muchos foros internacionales, comenzando por la ONU –algo que Israel ha repudiado siempre, y que los palestinos han convertido en una de sus principales estrategias–.
Ya sabemos que Trump es un presidente impredecible (aunque el sistema político en Estados Unidos tiene sus mecanismos para no hacer de todo el país algo impredecible; Trump mismo ya se topó estas semanas con las barreras que no lo van a dejar hacer simplemente lo que se le ocurra). Pero es un hecho que la Casa Blanca ha dado un giro radical en su postura ante el conflicto israelí-palestino, y que la cómoda laxituda con la que los jeques de Ramallah pudieron aprovechar para seguir con su incitación a la violencia y su corrupción desmedida (las verdaderas razones para explicar la pobreza generalizada de los palestinos), ha terminado.
¿Serán capaces de entender que si quieren obtener resultados diferentes tendrán que hacer cosas diferentes? Es probable. Su propia sociedad se los va a exigir tarde o temprano. Puedes engañar a la gente durante algún tiempo diciéndole que la culpa de todas tus desgracias la tiene tu vecino, pero –lo dicho– sólo durante algún tiempo.
Los palestinos se están quedando solos, porque eso es lo que se han buscado.
Los que me preocupan más son los izquierdistas israelíes. Ellos todavía no se ven en la urgencia de corregirse. Viven con todas las comodidades que les ofrece el Estado de Israel, ese que tanto critican e incluso detestan. Pueden expresarse libremente y criticar todo lo que quieran (si lo hicieran en Ramallá o Gaza, los matarían de inmediato).
Para ellos, vivir en la irrealidad es una mera cuestión de posicionamiento. Su herencia maniquea y basada en etiquetas y clichés, recuperada del marxismo más disfuncional posible, no los mete en demasiados problemas, salvo los inevitables como que ahora tendrán que publicar análisis y notas inconexos con lo que publicaron de dos días para atrás.
Mi pronóstico para lo que se nos viene no es demasiado bueno. Israel va a estar más cómodo, pero eso no significa que el problema se vaya a resolver. Los palestinos van a estar más presionados, pero eso no significa que vayan a reaccionar.
Lo peor seguirá siendo la izquierda israelí. Su papel como oposición, como postura crítica contra el gobierno (algo necesario, indispensable para el funcionamiento correcto de toda democracia) seguirá siendo banal e inútil mientras sigan viviendo en la irrealidad.
Seguiremos reportando.
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