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viernes 15 de noviembre de 2024

La guerra de las Biblias: un episodio casi olvidado de nuestra Historia (parte I)

IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Hace unos 2600 años comenzó una discreta contienda al interior del Judaísmo. Poco a poco, fue incrementando y llegó a su primer gran clímax en el siglo previo a la Guerra Macabea. Ya durante la época de esplendor del Reino Hasmoneo, logó su mejor y mayor intensidad.

Fue, literalmente, la Guerra de las Biblias.

Tenemos evidencia consistente para saber que el concepto básico para la organización de los Escritos Sagrados del pueblo de Israel data de antes de la invasión babilónica. Con ello me refiero a la estructura bien conocida basada en tres secciones: Torá o Ley, Neviim o Profetas, Ketuvim o Escritos.

En el Tanaj (Biblia Hebrea o Antiguo Testamento) se mencionan varios libros que hoy se encuentran completamente perdidos, pero que dan fe de que entre los siglos X y VI AEC ya se tuvo bien clara esta noción. Por ejemplo, se mencionan varios libros que evidentemente componían una sección muy similar a nuestros actuales Neviim (profetas). Son los siguientes:

1. El libro de los Hechos de Salomón, mencionado en I Reyes 11:41
2. El libro de las Crónicas del Profeta Natán, mencionado en I Crónicas 28:29
3. El libro de las Crónicas del Vidente Gad, mencionado en el mismo pasaje
4. Los libros del Profeta Natán (que seguramente incluían los Hechos de Salomón), mencionados en II Crónicas 9:29
5. El libro de Profecías de Ahías Silonita, mencionado en el mismo pasaje
6. El libro de Profecías del Vidente Iddo, mencionado en el mismo pasaje
7. Los libros del Profeta Semaías, mencionados en II Crónicas 12:15
8. El libro de las Palabras de Jehú, mencionado en II Crónicas 20:34
9. Los Hechos de Uzías, escritos por el profeta Isaías, mencionados en II Crónicas 26:22
10. Las Palabras de los Videntes, mencionado en II Cónicas 33:19 (aunque podría tratarse de una mención generalizada a toda la sección).

Además, en los libros de Crónicas siempre se mencionan “las crónicas de los reyes de Judá” como un libro distinto y más extenso, dando a entender claramente que los que actualmente tenemos (tanto I y II Reyes como I y II Crónicas) serían versiones condensadas de las crónicas oficiales, evidentemente perdidas.

Aparte, se mencionan otros que podrían haber sido parte de una sección como la de los Ketuvim:

1. Los tres mil Proverbios de Salomón, mencionado en I Reyes 4:32
2. Los mil cinco Cantares de Salomón, mencionado en el mismo pasaje

Hay, además, otros que resulta imposible decidir cómo clasificarlos:

1. El libro de las Batallas de D-os, mencionado en Números 21:14
2. El libro de Yasher, mencionado en Josué 10:13 y II Samuel 1:18 (circula un Libro de Yasher en la actualidad, pero es un hecho que no es el original, sino una obra medieval)

¿Por qué estos libros no llegaron a nuestras manos? Porque, casi con toda seguridad, fueron destruidos durante la invasión babilónica. Por supuesto, no todo se perdió. Hasta el momento de la invasión babilónica ya se habían escrito también los siguientes libros:

1. Amós, en el Reino de Samaria
2. Oseas, en el Reino de Samaria
3. Isaías, en el Reino de Judá
4. Miqueas, idem
5. Sofonías, idem
6. Jeremías, idem
7. Najum, idem
8. Habakuk, idem

Se podría deducir que, por lógica, también existían ya los libros de Josué, Jueces, I y II Samuel, I y II Reyes, I y II Crónicas, Salmos, Proverbios, Cantares, Eclesiastés y Rut, pero también cabe la posibilidad de que estos, en realidad, sean reconstrucciones. Me refiero a esto: cuando los escribas judíos regresaron del exilio en Babilonia, bien pudieron encontrar restos y fragmentos de los libros que ya mencionamos como “perdidos” (y tal vez hasta de otros más), y todo ese material lo rescataron, reconstruyeon y editaron, logrando con ello los libros que ahora tenemos en la Biblia.

Por lo menos, sabemos que eso sucedió en el caso de la Torá. Los códigos legales de la época (nos referimos a la etapa israelita previa a la invasión babilónica) se elaboraban en piedra (como el Código de Hamurabi, en Babilonia). Por lo tanto, sus estructuras literarias no eran demasiado complejas. En su versión original, el contenido de la Torá debió estar claramente organizado en lo que es estrictamente legal (actualmente repartido en Éxodo y Deuteronomio, básicamente), lo que es estrictamente litúrgico (actualmente condensado casi por completo en Levítico), lo que es estrictamente narrativo (actualmente disperso en Éxodo, Números y Deuteronomio), y es muy probable que lo que podríamos llamar “historia antigua” (actualmente contenida en el libro del Génesis) estuviese por separado.

Los escribas de la época del regreso de Babilonia, bajo el liderazgo de Ezra, recuperaron todo el material y lo organizaron en la forma que conocemos hasta la actualidad (cinco libros divididos en 52 secciones). Por eso, la propia tradición judía recuerda a Ezra como “aquel que nos devolvió la Torá”.

Para atar cabos y darle coherencia a todo esto, vamos imaginando cómo pudo ser el proceso: desde que David consolidó el Reino de Israel hacia el siglo X AEC, las Escrituras consideradas “sagradas” debieron recibir su primer modo de organización. Podemos decir que fue la primera versión de la Biblia: los códigos legales de la Torá, las instrucciones de cómo llevar a cabo los sacrificios en el Tabernáculo, las indicaciones para la celebación de las festividades, y los relatos sobre los orígenes de la humanidad y del pueblo israelita, fueron complementados con los libros de Samuel, y durante los siguientes cuatro siglos, con los de otros videntes y profetas. Conforme a la usanza de la época, estos autores no sólo escribieron sus profecías y visiones, sino también llevaron la crónica de los hechos de cada rey.

Esa era la situación cuando vino la invasión babilónica. Como solía suceder, la invasión no sólo implicaba tomar prisioneros y deponer gobernantes, sino destruir desde su estructura interna al reino que se había conquistado. Una estrategia clásica está muy bien descrita en el libro de Daniel, y era bastante antigua para entonces (el primero en usarla fue Tutmosis III de Egipto, mil años antes que Nabucodonosor): tomar a los jóvenes aristócratas del reino conquistado y llevarlos a la capital del Imperio para re-educarlos en la cultura e ideología imperial, de tal modo que cuando regresasen a ocupar sus cargos relevantes, la provincia fuera dirigida en un modo perfectamente acoplado a la política de los emperadores.

Por ello, los babilonios debieron destruir la mayor cantidad de documentos (ya fuesen en piedra o en pergamino) que encontraron.

Jerusalén se mantuvo destuida durante medio siglo, aproximadamente, hasta que la situación política vino a cambiar: Ciro el Persa conquistó Babilonia y permitió que los judíos regresáramos a nuestra tierra ancestral.

Allí fue donde Ezra se levantó como el gran líder espiritual de esa generación. Al frente de un grupo de escribas y de sacerdotes y levitas, dirigió el proceso de restauración del Judaísmo como práctica religiosa. Y eso, obviamente, incluyó la restauración de las Escrituras Sagradas. Lo podemos ver claramente en Nehemías 8:1-10, donde se nos narra el momento en que Ezra hizo la primera lectura pública del Rollo de la Torá.

Su labor de restauración está preservada en dos singulares tradiciones judías. Una proviene del Talmud y es muy escueta. Simplemente dice que “la Torá se había olvidado, pero Ezra la restauró” (Sukka 20a). Y en la literatura apocalíptica, en el libro conocido como IV Esdras, se cuenta que al regresar de Babilonia, Ezra descubrió con horror que todos los libros sagrados habían sido destuidos. Esa misma noche, D-os le reveló por medio de un ángel que él sería el medio para la restauración de las Escrituras, y que al día siguiente debería preparar a su equipo de escribas. Se trasladaron a las afueras de Jerusalén, y cuando llegaron al lugar de trabajo había un cáliz con un líquido “color de fuego”. Ezra bebió el contenido, entró en trance, y comenzó a dictar. Sus escribas transcribieron todo lo que dijo, y de ese modo se recuperaron las escrituras.

Más allá del tono evidentemente legendario de esta última anécdota, lo que vale la pena señalar es que se preservó la memoria de que, en un momento crucial, Ezra estuvo al frente del trabajo de recuperación de las Escrituras de Israel.

Junto con su equipo de escribas, muy seguramente se dedicaron a recuperar todo aquello que resultara útil, y poco a poco le fueron dando una nueva forma. De ese modo surgió la versión definitiva de la Torá, los libros de Josué, Jueces, I y II Samuel, I y II Reyes, I y II Crónicas, nuevas versiones de los Salmos y los Proverbios, y las versiones casi definitivas de Isaías, Miqueas y Habakuk.

Podría decirse que, con ello, se regresó a la normalidad: un pueblo practicando su propia religión en su propio país, y disponiendo de un sistema cultual celebrado en el santuario de Jerusalén, una casta sacerdotal a cargo de ese sistema, y un texto sagrado como norma básica para todo y todos.

Aunque en esta ocasión hubo una situación nueva: muchos judíos se quedaron en Babilonia, y terminaron con consolidar una comunidad que, durante los siguientes mil años, sería la capital económica y cultural del Judaísmo tradicionalista. Por razones tan varias como complejas, la comunidad judía de Jerusalén nunca pudo alcanzar el nivel de estabilidad económica que tuvo la de Babilonia. Por lo tanto, aunque Jerusalén siempre fue la capital espiritual del Judaísmo, hubo épocas en las que las mayores academias y los mejores sabios estuvieron instalados en Babilonia.

Si nos atenemos a la versión tradicional de los hechos, así fue como empezó a gestarse la Biblia.

Pero no. No es tan sencillo. En realidad, hay evidencias dispersas pero significativas de que no todo mundo estuvo de acuerdo con la reconstrucción “oficial” de las Escrituras Sagradas, y que desde el siglo V AEC bien pudo desarrollarse una tendencia disidente que, en resumidas cuentas, generó otra reconstrucción. Es decir, otra Biblia.

De las épocas inmediatas al regreso de Babilonia y lo que podríamos llamar el “período persa” (539 a 332 AEC), no tenemos demasiada información directa. Sólo podemos especular. Pero a partir de la conquista de Alejandro Magno de la zona y del inicio del período helénico (332 AEC), cada vez vamos teniendo más información, misma que nos permite reconstruir cómo pudo ser el desarrollo de eso que, después de la Guerra Macabea (años 167-158 AEC) se convitió en una literal guerra de Biblias.

En las siguientes notas vamos a explicar cómo pudo ser este proceso, mismo que ahora conocemos gracias a los avances en la investigación arqueológica y a las aportaciones de la Crítica Textual.

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