AMADOR GUALLAR
Varios supervivientes de Hamam Al Ali relatan las interminables torturas que sufrieron de manos de sus carceleros del Estado Islámico.
“Si no confiesas, te voy a sacar el corazón por el costado”, esto es lo que le dijo el torturador del Estado Islámico (IS) a Yad, uno de los miles de hombres detenidos por el grupo terrorista que sigue batallando en Mosul. A continuación, ese “animal procedió a agujerearme las costillas con un taladro eléctrico”, añade enseñando sus horrendas heridas.
“Confiesa, me decía, o mataremos a toda tu familia, y entonces cogió unas pinzas y me rompió un diente. Sentí tanto dolor que me desvanecí”. A Yad lo dejaron colgado del techo de las sala de torturas de la prisión que los yihadistas regentaban en la población de Hammam Al Ali, al sur de Mosul, liberada hace tan sólo un mes.
Cuando despertó el torturador estaba ahí esperándolo preparado para continuar con su labor y “hacerme confesar que había trabajado para el Gobierno iraquí”.
Interminables palizas, privación del sueño, descargas eléctricas y un sinfín de abusos, Yad aguantó y siguió insistiendo que él no tenía nada que ver con las fuerzas de seguridad o el Gobierno encabezado por Haider al-Abadi. Si se hubiera roto lo habrían matado.
Infierno en la tierra
La prisión es un edificio residencial de dos plantas que pertenecía a un oficial del ejército iraquí, situado en lo que una vez fue la zona adinerada de Hammam Al Ali. En la puerta un grafiti lo deja claro: “esta casa pertenece al Estado Islámico”. Hoy está completamente quemada pero en su interior todavía están los restos del infierno de torturas y asesinatos llevados a cabo por los yihadistas.
En la primera planta hay cuatro habitaciones grandes que sirvieron de juzgado, centro administrativo y dos grandes celdas para hombres y mujeres. En estas se metieron a cientos sin espacio por lo que “dormían de pie y se hacían sus necesidades en el mismo sitio donde estaban”, explica uno de los policías inspeccionando la prisión. El intenso olor a putrefacción fecal es un testimonio incontestable.”
Aquí metían a las mujeres”, añade. “Muchas de ellas acababan de perder a sus maridos los cuales habían sido asesinados o habían huido. Las retenían aquí para convencerlas de que tenían que olvidar a sus maridos, divorciarse y casarse con un miembro del Daesh para expirar sus pecados”.
Al lado de las escaleras que llevan a la segunda planta, donde sucedieron las torturas y abusos, se hallan cinco celdas de un metro y medio de ancho y largo en las que se llegaron a meter “hasta seis prisioneros dejándonos sin comida o agua durante días”, según Samer, otro de los prisioneros, todavía contienen los restos de los que hace tan sólo unas semanas las habitaron.
Un plato con comida podrida, ropa hecha jirones y las paredes y puertas metálicas arañadas por los cautivos, algunas de ellas todavía con pequeños restos de uñas y sangre seca. Un infierno en la tierra, pero a la vez un infierno que se queda corto comparado con lo que sucedió en la segunda planta donde, además de más celdas, está la sala de torturas con una cama con un colchón de hierro para ese fin, un pico de cavar para clavárselo a los prisioneros, bastones para golpearlos y una batería usada para electrificar sus genitales, lengua y pezones.
“Aquí me colgaron hasta dejarme de puntillas durante horas, el dolor era insoportable. Me pegaron con maderos hasta dejarme sin sentido. Luego me electrocutaron una y otra vez hasta que sentí que me iba a morir”, explica Samer, que ronda la veintena, en la misma sala donde fue torturado.
Ejecuciones por la noche
Al llegar a la ciudad los yihadistas “arrestaron a todos los miembros de las fuerzas de seguridad iraquíes y los ejecutaron. Entre ellos se encontraba mi padre que era coronel”, explica Riyad Ahmed. “Un día vinieron a mi casa y me dijeron que habían matado a mi padre y que si intentaba buscar su cuerpo me enterrarían con él”.
“A continuación arrestaron a casi todos los hombres de la ciudad”, que por entonces contaba con unos 40,000 habitantes, hoy casi la mitad, “y los que estaban bajo sospecha los trajeron a esta prisión que empezó siendo un juzgado de los terroristas pero que debido al gran número de prisioneros se convirtió en prisión poco después”.
Riyad pasó incontables noches en su casa con su madre y hermanos “pagando alquiler a los terroristas por nuestro derecho a vivir. Cada noche podíamos escuchar los disparos provenientes de los campos de cultivo a las afueras de la ciudad donde ejecutaron a cientos de personas, entre ellos niños y mujeres que había intentado escapar a las zonas fuera de su control”.
El joven de 30 años se pudo salvar porque era útil para los yihadistas. “Soy profesor de inglés y me obligaron a dar clases a los hombres que mataron a mi padre. Si me negaba aseguraron que me colgarían del puente de Qayyarah”, a unos 30 kilómetros de distancia.
Riyad también explica que entre los terroristas no sólo había combatientes iraquíes sino también “franceses, chinos, afganos y tayikos”. Muchos de estos lograron escapar cuando la población fue liberada “y ahora se encuentran vivos y a salvo en Turquía. Lo sé porque casi cada día veo sus perfiles en Facebook”, añade cabizbajo y a sabiendas que hay muy pocas posibilidades de que éstos respondan por su crímenes.
De su experiencia con los yihadistas el profesor de inglés lo tiene claro: “son la peor criatura que ha caminado por esta tierra”, dice. “Unos criminales sin humanidad que enseñaban a los niños más pequeños a matar a los que no creen en su Islam, a exterminar a los que no vivan en una zona de Daesh. Repetían muchas veces que un día conquistarían el mundo entero”, concluye.
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