MICHAEL SINGH
A primera vista, parecería que el Medio Oriente que enfrenta ahora el Presidente Donald J. Trump es muy diferente a la región que enfrentó el Presidente Barack Obama en 2009.
Los levantamientos árabes del 2011 barrieron a los líderes de Túnez, Egipto, Yemen, y Libia. La guerra civil ha dividido y despoblado a Siria, una vez el corazón cosmopolita del mundo árabe. El llamado Estado Islámico (ISIS) ha esculpido un cuasi-estado terrorista a horcajadas de Irak y Siria, aunque se está empequeñeciendo rápidamente. El proceso de paz israelí-palestino está experimentando su tregua más prolongada desde los Acuerdos de Oslo de 1993. Y la crisis nuclear de Irán en rápida escalada ha sido pausada por la negociación del “Plan Integral de Acción Conjunto” (JCPOA) – el único de estos acontecimientos por el cual Obama probablemente desea crédito.
Pero la historia real en el Medio Oriente no es cuánto han cambiado las cosas, sino – cuando uno excava un poco más profundo – cuan poco. El estancamiento económico y político que engendró los levantamientos del 2011 ha empeorado, en todo caso. El desempleo juvenil en el mundo árabe se encontraba en 29% en el 2013, más del doble del promedio global del 13% y mayor que en cualquier otra región en el mundo. Aun cuando el resto del mundo se preocupa por la inestabilidad en el Medio Oriente, la gente misma de la región enumeró abrumadoramente no la seguridad sino su situación económica como su preocupación principal – el 88% priorizó las dificultades económicas comparado con el 1% que enumeró las preocupaciones de seguridad en Egipto, según el Arab Barometer 2014.
El ascenso del ISIS no ocurrió en un vacío; fue instigado por la brutal represión en curso del gobierno sirio contra su propio pueblo, y el sectarismo practicado por el entonces primer ministro iraquí Nouri al-Maliki. Ambos fueron facilitados por Irán, cuyas tropas de choque han sostenido la guerra del presidente sirio Bashar al-Assad, y cuyo respaldo a las milicias iraquíes amenaza deshacer cualquier victoria que se haga contra el ISIS en lugares como Mosul y la provincia Anbar. El poder de Irán a lo largo de la región ha aumentado a pesar del JCPOA – o posiblemente debido a él. Estados Unidos y otras potencias se abstuvieron de repeler las ambiciones regionales de Teherán en la esperanza de hacer fácilmente y luego preservar un acuerdo nuclear.
Aquellos países a los que les estaba yendo razonablemente bien en el 2008 – por ejemplo, Jordania, Marruecos y los E.A.U. – hoy siguen prosperando a pesar de la turbulencia de la región, debido al liderazgo fuerte y cooperación estadounidense e internacional, paciente y discreta.
El mayor cambio en la región ha llegado posiblemente desde afuera, comenzando con el rol de Estados Unidos. No hay ninguna alianza norteamericana en la región que se encuentre más fuerte en el 2017 que lo que estaba en el 2009. La Administración Obama, buscando girar hacia Asia, tratando de extraerse de Irak y evitar el conflicto con Irán, y tambaleando por una crisis financiera que reenfocó la atención en asuntos domésticos, transmitió una impresión de desconexión. Esto fue en parte merecido – la política estadounidense a menudo fue insegura e incremental, y dimos poca confianza a los aliados en que compartíamos sus percepciones de amenaza – pero en parte desmentido por fuertes y continuas colaboraciones en seguridad con aliados, como Israel y los EE.UU, que será un activo para el Presidente Trump.
La desconexión estratégica de Estados Unidos ha reconfigurado el paisaje geopolítico de la región. Acercó más a aliados estadounidenses como los estados árabes del Golfo (y más cerca, destacablemente, de Israel) y los llevó a un nuevo activismo y multilateralismo. Pero esta cooperación tiene sus límites, ya que nuestros aliados en gran medida siguen careciendo de la fuerza institucional e interoperabilidad que exhiben las alianzas en otros lados. Ellos también carecen de foros o mecanismos indígenas para resolver los muchos conflictos de la región.
La impasibilidad de Estados Unidos también ha provocado que otras potencias externas aumenten su participación en la región, ya sea en forma oportunista o simplemente para asegurar sus propios intereses. El caso más claro es Rusia, cuya intervención en Siria salvó al régimen de Assad de la eliminación. Pero China, los estados europeos, y otros han aumentado más calladamente su propia participación en el Medio Oriente, señalando el fin de la era de décadas de primacía norteamericana no desafiada en la región. Estados Unidos necesitará cada vez más no sólo tomar en cuenta a estas otras potencias mientras formulamos nuestra política regional, sino reconsiderar presunciones básicas, tales como nuestra libertad de acción en el espacio aéreo y vías fluviales de la región.
Dada la notoria dificultad de la región, sería tentador para cualquier administración girar hacia otro lado. Pero el Presidente Trump ha prometido priorizar la búsqueda de los intereses estadounidenses en su política exterior, y son nuestros intereses los que nos arrastran a la región. Los intereses en combatir al terrorismo, prevenir la difusión de armas de destrucción masiva, y asegurar el flujo libre del comercio y energía, por nombrar algunos. Cuanto más él se enfoque en promover esos intereses, en vez de buscar resolver conflictos o cerrar acuerdos por su propio bien, más exitoso será.
Es tentador ver la política meso-oriental en términos de “resolver” Siria, Irak, o la disputa entre Israel y los palestinos, pero tal solucionismo tiende no sólo a fallar sino a desplazar la atención y recursos para emprendimientos que son precisamente igual de importantes en el largo plazo pero de perfil menos alto.
Así, tan vital como continuará siendo la lucha contra el ISIS en Siria e Irak, hay otros tres cambios para la política de EE.UU. que el Presidente Trump podría hacer que sirvieran bien a nuestros intereses con el tiempo. Primero, él debe actuar firmemente para contrarrestar a Irán. Hacerlo no sólo ayudaría a poner fin de manera sostenible a los conflictos en Siria, Iraq, Yemen, y otras partes, pondría a Estados Unidos nuevamente en la misma página estratégicamente con nuestros aliados, quienes consideran las ambiciones regionales de Teherán como su amenaza principal. En segundo lugar, él debe buscar reconstruir las alianzas de Estados Unidos en la región, enfocándose no solamente en mejorar los vínculos bilaterales sino en forjar un agrupamiento multilateral más capaz y útil a los socios regionales de pensamiento afín.
Por último, Trump debe ayudar a nuestros aliados, donde ellos están dispuestos, a involucrarse en reformas económicas, en seguridad y políticas. El objetivo no debe ser rehacerlos a nuestra propia imagen, sino ayudarlos a emprender acciones que beneficien nuestros intereses mutuos haciéndolos más resilientes a las amenazas regionales y sensibles a sus propias poblaciones. Después de ocho años de deriva estratégica de Estados Unidos, nuestros aliados tendrán expectativas altas del Presidente Trump; él debe a su vez insistir en muchas de ellas.
Fuente: The Cipher Brief
Traducido por Marcela Lubczanski para Enlace Judío México
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