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miércoles 18 de diciembre de 2024

La guerra de las Biblias: un episodio casi olvidado de nuestra Historia (parte II)

IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – En la nota anterior explicamos cómo las escrituras sagradas del pueblo de Israel requirieron de un amplio trabajo de restauración, debido a los estragos causados por los babilonios. Este trabajo se dio hacia finales del siglo VI AEC e inicios del siglo V AEC, bajo la dirección espiritual del escriba Ezra (Esdras).

El resultado fue la forma definitiva en la que se organizó la Torá (cinco libros y 52 secciones o parashot), la forma casi definitiva en la que se organizó la sección de los profetas o Neviim (porque todavía se agregaron algunos libros y pasajes extras en los siguientes siglos), y la base de lo que luego vino a ser la sección de escritos o Ketuvim (muchos de los cuales también se escribieron después de Ezra).

Hasta la fecha, la mayoría de las personas entiende que ese es el origen de la Biblia Hebrea, o Antiguo Testamento, como es llamado en el contexto cristiano.

Pero la realidad es que no todo fue tan simple como dejar listo y preparado cada libro y luego, como por arte de magia, elevarlo a la categoría de “texto sagrado”. Hubo un proceso bastante largo, y a menudo complicado porque existió un sector disidente que mantuvo opiniones y criterios sensiblemente diferentes a los que podríamos llamar “oficiales”, que son los heredados de Ezra.

¿Por qué la disidencia? Eso es lo que, probablemente, sea más fácil de comprender: porque Judea siguió siendo un estado vasallo sometido al Imperio Aqueménida (conocido también como Medo-Persa).

Pese a que las escrituras se habían restaurado, a que el Templo se había reconstruido y a que la casta sacerdotal había regresado sus funciones, Judea no adquirió la independencia y el trono de David no fue restablecido en Jerusalén. En consecuencia, un sector de la población (muy probablemente aristocrático) sentó las bases para que, a lo largo de los siguientes siglos, se desarrollara una tendencia antagónica a la oficial, y cuya oposición llegó a tal extremo que, literalmente, produjeron otra Biblia. Su motivación principal debió ser eminentemente nacionalista, basada en la premisa de que la restauración del pueblo judío no era completa si no se lograba la liberación política total.

Su etapa más oscura para nosotros –surgimiento y consolidación– es la de los siglos V y IV AEC. Lo más seguro es que haya sido un grupo muy reducido, casi irrelevante a nivel de impacto popular. A eso hay que agregar que esos dos siglos fueron, seguramente, los más estables y tranquilos en la agitada historia del Israel antiguo. En consecuencia, aunque mucha gente no debió sentirse cómoda con el dominio Medo-Persa, seguramente sobrellevaron el asunto sin conflictuarse la vida porque, a fin de cuentas, los Medo-Persas fueron, en general, bastante razonables.

Si sabemos que debió existir esa disidencia, aún en condiciones marginales, es porque en el siglo III AEC se elaboraron textos formidables pero ajenos a la ideología oficial, que reflejan una ideología que no pudo surgir de la nada.

Antes de hablar de estos textos, ¿qué fue lo que sucedió en el siglo III AEC que generó esta situación?

En realidad, los cambios empezaron un poco antes: en el año 332 AEC, Alejandro Magno derrotó a las tropas de Darío III y con ello se convirtió en el amo y señor de lo que entonces eran Fenicia y Judea (hoy, Líbano e Israel). Con ello terminó la llamada “etapa persa” y comenzó la llamada “etapa helénica” en la Historia del pueblo judío.

La relación con Alejandro Magno fue muy cordial. Todos los relatos judíos que se conservan se expresan de él en términos muy positivos. Es muy probable que durante los primeros años de dominación griega la situación no cambiara demasiado. Pero eso prontó acabó: las modas culturales llegadas desde Grecia eran muy distintas a las que llegaban de Susa o Persépolis. A fin de cuentas, persas y judíos no eran demasiado distintos, así que la mayoría de la población nunca resintió un choque de idiosincracias mientras el dominio fue de los Medo-Persas. Pero cuando el dominio pasó a ser griego, el choque comenzó a ser más intenso cada vez.

Todo el siglo III AEC fue una constante polarización entre los sectores judíos que se alinearon con las modas griegas, en contra de los sectores tradicionalistas.

Por lo tanto, resulta lógico que fuera esta etapa en la que esa disidencia que hasta entonces había mantenido un rol muy discreto, se dejara sentir cada vez con mayor peso en la sociedad judía.

Por razones eminentemente prácticas, a esta disidencia la llamamos Judaísmo Apocalíptico. Durante el siglo III AEC y acaso en las primeras décadas del siglo II AEC produjeron sus primeros grandes textos. Estos han llegado hasta nuestras manos organizados en lo que se conoce como el Libro de Enok (o Primer Libro de Enok).

El texto completo es, en realidad, la integración de siete libros diferentes, y consta de 107 capítulos organizados de este modo:

1. Libro del Juicio (capítulos 1-5)
2. Libro de los Vigilantes (capítulos 6-36)
3. Libro de las Parábolas (capítulos 37-71)
4. Libro de las Luminarias (capítulos 72-82)
5. Libro de los Sueños (capítulos 83-90)
6. Apocalipsis de las Semanas (capítulos 91-105)
7. Fragmento final (capítulos 106-107)

El texto, tal y como lo conocemos hoy en día, es obra de autores del siglo I EC que, evidentemente, fueron los últimos editores. Pero los especialistas han señalado que hay secciones donde se encuentran fragmentos muy antiguos.

Por ejemplo, se asume que algunas partes del Libro de los Vigilantes fueron escritas tal vez desde el siglo IV AEC, y se asume que el Libro de las Luminarias data del siglo III AEC. De cualquier modo, la evidencia señala que hacia el año 167 AEC el resto de los libros ya estaban completos. Entonces, el Libro de Enok viene a ser el mejor ejemplo que tenemos de la producción literaria de este Judaísmo disidente.

De esa misma etapa data la otra obra cumbre de la apocalíptica judía: el Libro de los Jubileos. Muy vinculado ideológicamente al Libro de las Luminarias, su versión original bien pudo elaborarse en el siglo III AEC, si bien la versión definitiva (la que conocemos) apenas quedó completa hacia el año 130 AEC.

¿De qué tratan estos libros? En esencia, de plantear un nuevo modo de comprender el texto bíblico. En el Libro de Enok el asunto es claro: se trata de la transcripción de una fantasiosa serie de visiones tenidas por Enok, uno de los más célebres patriarcas del Génesis. Jubileos va más lejos: se trata de una reelaboración completa del Génesis y de los primeros capítulos del Éxodo.

Ambos libros expresan de un modo muy nítido el meollo de la ideología apocalíptica: catastrofista por definición. Herederos de esa postura disidente que nunca se contentó con el vasallaje al Imperio Medo-Persa, y que se radicalizó todavía más durante la etapa helénica, la noción central en Enok y Jubileos es que el mundo está al borde del colapso porque la maldad humana ha colmado la paciencia de D-os.

Las acusaciones no sólo fueron de índole moral. Llegaron más lejos: en el caso concreto del Libro de los Jubileos y el Libro de las Luminarias, de manera explícita se acusa a los líderes religiosos del pueblo judío de alterar las Escrituras para promover un calendario incorrecto y diabólico.

Se trata de una de las controversias internas del Judaísmo más interesantes de las que se tenga noticia, porque dadas las diferencias que hay entre ambas posturas, no puede tratarse sólo de un “problema de interpretación”, sino que tiene que existir como trasfondo obligado una confrontación entre dos versiones muy distintas del texto de la Torá.

La idea tradicional del Calendario Hebreo es sencilla. Se basa en que la Torá establece que “las luminarias” serán el parámetro para la medición del tiempo, y nos menciona “la luminaria mayor” (es decir, el Sol), la “luminaria menor” (es decir, la Luna) y las estrellas. El uso conjunto del Sol y la Luna para marcar el inicio de cada año se determinó con la costumbre mesopotámica antigua de ubicar los inicios de mes con la Luna Nueva, y la prescripción de la Torá de celebrar la Pascua en el mes de Aviv o Primavera. De ello se dedujo un sistema –primero basado en la observación, luego en el cálculo astronómico– en el que el año se compone de 12 meses lunares, pero al que ocasionalmente se le agrega un mes extra para que la celebración de la Pascua no se recorra hacia el invierno.

Los libros de Jubileos y Luminarias rechazan esta práctica, y dicen que la luna no tenía por qué ser considerada como referente astronómico. Por ello, proponen un calendario completamente solar, aunque de 364 días (es seguro que debieron tener un sistema de ajuste, porque un calendario semejante sería terriblemente inexacto), basado en cuatro trimestres de 91 días de duración, organizados en una secuencia de meses de 30-30-31 días.

Semejante organización del ciclo anual es, simplemente, incompatible con lo que dice la Biblia Hebrea respecto al calendario, al uso de ambas luminarias como referente obligado, o a los inicios de mes marcados con la Luna Nueva.

Por ello es que se deduce que no se trataba de un problema de interpretación, sino que la acusación por parte de los apocalípticos iba más allá. Era, más bien, algo como “ustedes tienen una Biblia equivocada; nosotros tenemos la correcta”.

¿De dónde obtuvieron los apocalípticos una Biblia diferente que justificara ese calendario exclusivamente solar y de 364 días?

No lo sabemos. Por supuesto, ellos apelaron en estos escritos y varios otros posteriores que ese era el calendario sacerdotal original, y que después del exilio en Babilonia había sido corrompido por los líderes judíos sometidos al Imperio Medo-Persa.

La realidad es que no hay evidencia alguna de que semejante tipo de Calendario haya sido utilizado alguna vez por el pueblo de Israel, y tampoco existe evidencia documental alguna que nos dé una somera pista de dónde pudo originarse este peculiar modo de contar el tiempo.

Sin embargo, podemos reconstruir gran parte de la lógica característica de este sector disidente, y con ello darnos una idea bastante adecuada de la situación. Claro, para ello tenemos que analizar la información que proviene de la siguiente etapa histórica, que comienza después de la Guerra Macabea (años 167-158 AEC).

Esta es, por definición, la etapa crucial para la guerra de las Biblias.

Las tensiones entre los judíos tradicionalistas y los judíos fascinados por el Helenismo llegaron a su clímax en el año 175 AEC, cuando Antíoco IV Epífanes usurpó el trono del Imperio Seléucida y se propuso completar la helenización absoluta de sus dominios (que incluían el Reino de Judea). En el año 171 AEC depuso al Sumo Sacerdote Onías III, y comenzó a aplicar una serie de restricciones contra la religión judía –además de saqueos a los tesoros religiosos del Templo– que provocaron que en el año 167 AEC explotara un levantamiento armado.

Las tropas de Antíoco tenían ventaja numérica, logística y económica, pero no pudieron aprovecharla contra las guerrillas irregulares de Yehuda Hamakabi (Judas Macabeo). Al final de cuentas, los sirios seléucidas fueron víctimas del descontrol del propio Antíoco que gastó demasiado dinero en un infructuoso intento por conquistar Babilonia, y que luego estuvo a punto de entrar en guerra abierta con Roma (que se puso del lado de los judíos). Además, repentinamente, en el año 164 AEC Antíoco murió. Sin una cabeza que los dirigiera adecuadamente, los sirios entraron en un caos total y la victoria judía se volvió inevitable.

Los apocalípticos llegaron a su primer gran éxtasis: convencidos de que el resultado de todo sería la independencia de Judea, realmente se ilusionaron creyendo que esta violenta guerra habría sido la última de todas las guerras, la que habría de purificar a la humanidad y preceder a la restuaración definitiva de Israel.

Pero sus cálculos fallaron. Los sirios fueron derrotados, pero Judea no se independizó. Al contrario: tras dos años en relativa calma, los seléucidas volvieron a atacar propinando severas derrotas a Yehudá Hamakabi, y este gran héroe finalmente murió en batalla en el año 160 AEC. Su hermano Jonatán tomó el liderazgo de los judíos, y tras derrotar a las tropas sirias, llegó a un acuerdo de paz con el general Baquides en el año 158 AEC. Las cosas se normalizaron, pero Judea no se independizó.

Para ese momento, los apocalípticos sólo habían hecho un ridículo descomunal con sus profecías fallidas. Confrontados con los líderes políticos y religiosos, hacia el año 130 –justo cuando se elaboró la versión definitiva de Los Jubileos, y es probable que esto no sea coincidencia– el contingente mayor de partidarios de la apocalíptica se refugió en el monasterio de Qumrán, y durante las siguientes décadas vivieron en un ostracismo casi absoluto.

Con la Guerra Macabea sucedió algo muy similar a lo que pasó con la invasión babilónica: al igual que las tropas de Nabucodonosor un poco más de cuatro siglos antes, los ejércitos de Antíoco IV Epífanes destruyeron la mayor cantidad posible del patrimonio cultural y espiritual del pueblo judío, porque el objetivo era erradicar el Judaísmo para imponer el Helenismo. Nuevamente, los judíos reconquistaron Jerusalén y tuvieron que enfrentarse a la pérdida de sus escritos sagrados.

Pero en esta ocasión fue distinto: las comunidades judías de Babilonia y Alejandría no se vieron directamente afectadas por la guerra, y ambas poseían copias de los textos más importantes de su religión. Así que no había parecía haber problema real para proceder a la restauración del patrimonio escritural.

Pero no fue así. En realidad, el problema resultó más complejo en esta ocasión. En la anterior, tras el regreso de Babilonia, Ezra había estado a cargo de restaurar las escrituras sagradas de Israel. Ahora, lo que sucedió fue que repentinamente entraron en conflicto dos versiones diferentes del texto bíblico: los judíos de Babilonia, de línea muy tradicionalista, aparecieron con sus copias de los libros bíblicos en Hebreo. Pero los de Alejandría aparecieron con sus traducciones al griego de esos mismos libros bíblicos, con la salvedad de que había diferencias notables en la redacción de algunos pasajes.

Esto generó algunas fricciones entre ambos grupos, porque aunque lo lógico era suponer que los judíos babilonios conservaban copias de los “originales”, los judíos helenistas de Alejandría reclamaban que las versiones originales se habían traducido al griego y que eran ellos quienes realmente las preservaban.

En eso estaban cuando apareció una tercera postura, la de los apocalípticos. Su líder –alguien cuyo nombre sigue siendo un misterio, pero que en la literatura de la secta es identificado siempre como El Maestro de Justicia– anunció que “por revelación divina” había restaurado las escrituras a su pureza original.

Con esto se recrudeció lo que ya señalamos previamente: las diferencias entre las tendencias judías de la época no fueron una cuestión de “diferentes interpretaciones” del mismo texto bíblico, sino –literalmente– un combate entre diferentes versiones del texto bíblico, o igual y hasta Biblias completamente diferentes (porque, salvo la Torá, no tenemos modo de demostrar que hubiera cierto consenso respecto a “cuáles libros eran parte de la Escritura Sagrada”).

Los fariseos siguieron los criterios provenientes de la comunidad judía de Babilonia; los helenistas, los de la de Alejandría; y los apocalípticos, los que forjaron ellos mismos al interior de Qumrán, heredados a su vez de la disidencia apocalíptica que en el siglo anterior había producido los siete libros que se fusionaron como el Libro de Enok, y el Libro de los Jubileos.

No tenemos suficiente evidencia para asumir cuál fue la postura específica de los Saduceos, pero todo parece indicar que fue bastante similar a la de los fariseos en cuanto al texto bíblico. En este caso –el antagonismo fariseo-saduceo– sí podríamos hablar de diferencias de interpretación, salvo por el detalle de que los Saduceos nunca reconocieron más autoridad escritural que los cinco libros de la Torá.

En la próxima nota vamos a repasar las características de lo que pudo ser la Biblia de cada una de las tendencias inmersas en este conflicto ideológico: la de los fariseos, la de los helenistas y la de los qumranitas.

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