MAY SAMRA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO – Es directora de Enlace Judío y presidenta de la Asociación de Periodistas y Escritores Israelitas de México (APEIM) y proporcionó un revelador testimonio de primera mano sobre la enorme injusticia cometida contra los judíos que habitaban los países árabes durante la primera mitad del siglo XX, en su intervención en el evento “Expulsión de los judíos de los países árabes”, que se llevó a cabo el pasado 15 de febrero.
“Nací en Líbano y llegué a México, vía Inglaterra e Israel, a los 18 años. Como tal, sé de primera mano lo que es ser judío en un país árabe:
1) Un judío en un país árabe no tenía derechos.
Aprendí a conducir un auto en México a los 27 años, en México. En una ocasión llevaba a mi madre, Shella Samra Z”L, en mi coche por una calle de Polanco, cuando nos detuvo un policía, me pidió mis papeles y me dijo que me había pasado un alto (lo cual no era verdad). Inició una discusión como muchas de las que todos hemos tenido con representantes del orden. De pronto, mi mamá se asomó y le dijo al policía: “Señor, por favor, perdone a mi hija, es muy distraída, por favor perdónela”. “¡Mamá!” me indigné, “¿por qué le pides perdón al oficial? Sabes que no me pasé el alto”. Haciendo a un lado mi protesta, ella siguió rogando: “Por favor, oficial, “échenos la mano”, mi hija es muy dispersa”.
Shella Cohen de Samra Z”L con su nieto David Samra
En ese momento, entendí que, a pesar de tener pasaporte mexicano, mi madre traía a cuestas viejos complejos que le hacían difícil sentirse ciudadana mexicana a parte entera; ya que, por costumbre y por haber crecido en un país árabe, ella sabía que un judío no reivindica sus derechos, sino que pide favores, una actitud heredada de una vida entera a la sombra de la discriminación y el miedo a la autoridad.
2) Un judío no era merecedor de nacionalidad.
Cuando nació el Estado de Israel, la familia de mi padre tuvo que escapar de Siria hacia Líbano a través de la frontera entre ambos países. Y eligieron a Líbano por una sencilla razón: eran apátridas. Siria no consideró que sus judíos, aunque nacidos en territorio sirio, merecían tener pasaportes o documentos de nacionalidad sirios. Líbano tampoco quiso darles nacionalidad a los judíos sirios. Así que la nacionalidad que acabamos teniendo fue… la iraní, pero otorgada por el Irán del Shah.
Y ¿cómo se logró que los judíos de Siria y Líbano tuvieran nacionalidad iraní? Hay dos versiones. Una de ellas explica que se intercambió el preciado pasaporte por una escuela que los judíos patrocinaron en Irán. La otra me fue relatada por el Sr. Maurice Helwani, judío libanés, quien, por azares del destino, había sido compañero de banca de quien se volvió Ministro de Relaciones Exteriores de Irán. Sucedió que ambos hombres habían procreado solamente hijas.
Al percatarse de lo delicado de la situación de los judíos libaneses apátridas en Líbano, Maurice Helwani se trasladó a Irán. Acudió a ver a su amigo y le dijo: “Ambos tenemos sólo hijas. En la tradición judía, como en la musulmana, no hay quien rece por nosotros después de fallecidos (en el judaísmo, sólo los varones pueden decir el Kadish). Hagamos una buena acción por la cual podamos ser recordados; otorguemos pasaportes iraníes a los judíos provenientes de Siria y, después de 120 años, muchos rezarán por nuestra alma”. El Ministro accedió, aunque la acción tampoco fue completamente benévola, pues los beneficiados tuvieron que pagar por la anhelada nacionalidad. Más adelante, en México, mi familia y yo tuvimos que votar por el Ayatollah Khomeini, pero esa es otra historia…
3) Ser judío árabe era profesar en secreto el amor a Israel, y es este amor secreto el que produjo a los sionistas más fanáticos del planeta.
En 1948, Líbano fue uno de los primeros países en declararle la guerra al recién nacido Estado de Israel. Allí, los judíos de Líbano fueron considerados una especie de quinta columna cautiva, sujeta a los deseos y a los caprichos de las autoridades.
A pesar de eso, quisiera decir que Líbano muchas veces miró hacia otro lado cuando la Comunidad Judía de Líbano sirvió de escala para los judíos sirios que escapaban hacia Israel. El “Club” de la comunidad judía, un recinto de esparcimiento para jóvenes, servía entonces de refugio para estos muchachos judíos que arriesgaban la vida para huir de Siria. Muchas veces les llevábamos naranjas y cepillos de dientes, y desaparecían al día siguiente.
Por seguridad, la consigna de nuestra comunidad era afirmar lo siguiente: éramos judíos por religión, más no sionistas. Aún más, éramos judíos que desaprobábamos completamente al Estado de Israel. Por ello, nada de kipot ni collares con estrellas de David en la calle, ninguna bandera israelí a la vista; mentir si se nos preguntaba nuestra religión, diciendo que éramos cristianos.
Después de la Guerra de los Seis Días, mi padre arriesgó la vida para traer a mi madre un regalo excepcional: el disco de “Yerushalayim Shel Zahav” (“Jerusalem de oro”), envuelto en su ropa interior. Recuerdo a la familia entera sentada alrededor del tocadiscos, después de haber cerrado cuidadosamente puertas y ventanas, para escuchar las canciones de victoria de nuestra patria espiritual, tan cercana y tan lejana a la vez; mientras, en las calles, manifestaciones se acercaban peligrosamente al barrio judío, al grito de Falastin Bladna u Lyahud klabna (“Palestina es nuestra tierra y los judíos nuestros perros”). En la guerra civil, mi madre destruyó el disco, por miedo a que lo encontraran en nuestra casa y nos acusaran de ser espías israelíes.
4) Ser judío árabe era hacer tus propios libros de texto.
Y aquí quisiera hacer un homenaje a la escuela Alliance Israelite Universelle y a los maestros que arriesgaron el pellejo para que no perdiéramos la identidad judía y aprendiéramos un hebreo tan bueno que, a nuestra llegada a Israel, nadie creía que no éramos nativos. Entre ellos: mi madre Shella Cohen de Samra y el Moré Moshe Kamhine, Zijronam Librajá.
Mi madre educó a decenas de generaciones, enseñando hebreo en preescolar con el corazón. Siempre le gustó cantar y lo hacía con sus niños, enseñándoles judaísmo con alegría. Como la escuela no contaba con juguetes educativos, mi mamá los compraba con su propio dinero. Llevaba a cabo la enseñanza de mi abuelo: siempre lleva contigo dos panes, uno para ti y otro porque alguien puede tener hambre. Ella compartía su desayuno con los pequeños de la clase y no quiso dejar la escuela hasta su cierre final, en 1975, en plena guerra civil.
El Moré Moshe Kamhine, quien murió en México, era un masón y un gran sionista. En Líbano no existían libros de texto para la enseñanza del hebreo, pero eso no lo detuvo: cruzaba la frontera con Israel y volvía con un ejemplar para cada nivel; acto seguido, los jóvenes hacíamos nuestros propios libros con la ayuda de una impresora de “stencils”, una especie de fotocopiadora. Les puedo asegurar que, después del arduo trabajo que consistía en copiar y engrapar los volúmenes, estos eran los libros más cuidados del mundo.
Nos enseñaba las tradiciones y costumbres del Pueblo Judío, organizaba celebraciones de las festividades y sus extraordinarios “Oneg Shabat” de cada semana. Su esposa Frida cosía vestuarios y disfraces. Más adelante supimos que tenía escondidas armas para la defensa de la comunidad, y que había hecho alianza con los Falangistas, la milicia cristiana de Líbano, la cual defendía la entrada del barrio judío cuando los motines anti Israel se acercaban demasiado. También supimos que las autoridades libanesas lo obligaban a enseñar hebreo a los altos mandos del ejército libanés, pero a esto también le sacaba provecho: el día de la graduación, Kamhine se tomaba una foto con la clase en su totalidad, foto que, con todo y nombres de los oficiales, acababa en manos de la inteligencia israelí.
5) Ser judío era ser considerado subhumano
Cuando, en plena guerra civil, un judío fue asesinado por un francotirador a las puertas del Templo, el Sr. Agami, encargado de la sinagoga, quiso darle digna sepultura. Pidió a un musulmán amigo ayudarlo a transportar al fallecido. De pronto, el mismo francotirador alcanzó al musulmán con otra certera bala. Los parientes de la nueva víctima se lamentaban: ¡un musulmán muerto por culpa de un judío! ¡Un judío! Era como decir: ¡por culpa de una mosca! Ni el mismo Kafka lo hubiera dicho mejor.
6) Ser judío en un país árabe era encontrar el heroísmo en tu gente cercana
Y éste es otro recuerdo de la guerra civil. Cuando los combates recrudecían, los habitantes de los pisos superiores de los edificios, que estaban más expuestos a los cañones y a los misiles, éramos invitados por nuestros vecinos de los pisos inferiores a pasar un rato de “mayor seguridad”. Una noche, nuestro huésped era un musulmán medio loco, pero pensamos que nuestra seguridad era primero. Mientras los combates se desataban alrededor del departamento, los civiles platicábamos de todo y de nada. De pronto, una bala rompió el cristal de la ventana y se alojó en la pared, exactamente encima de la cabeza de mi hermano Nathan. Alguien gritó “¡Al suelo!” y nos tiramos todos al piso. Otra persona apagó la luz. Un gran silencio llenó la habitación; no sabíamos si nuestras dos familias eran el blanco de los terroristas o si la bala era accidental. Súbitamente, mi padre se levantó del suelo y caminó hasta la puerta: “Me voy a casa”, dijo. Mi mamá gritó: “¡Por favor, no salgas! ¡Pueden estar afuera, esperándonos!.” Pero se escuchó el pestillo de la puerta y los pasos de mi padre por las escaleras, hasta que alcanzó nuestro departamento. Nunca vi a mi padre tan grande como esa vez.
Lo siguiente es un homenaje a mi tía, Linda Samra de Lizmi Z”L, una heroína de la guerra civil, quien nos salvó la vida en distintas ocasiones. La vida es un juego y se amarga quien no se ha dado cuenta de ello: ese era su lema. En una guerra civil, a falta de otra cosa, se juega con la muerte. Mi tía vivía en un penthouse del barrio Watwat. Uno de los francotiradores del edificio de enfrente se había obsesionado con Linda y con su belleza. El edificio contaba con un agujero en cada piso para tirar la basura, la cual aterrizaba en un sótano. Cada mañana, Linda salía a lanzar la bolsa de desechos caseros; la saludaban balazos del francotirador, que intentaba alcanzarla. Para engañarlo, Linda diseñó una estrategia: tras las cortinas, ella observaba un rato los andares del uniformado en la azotea vecina, calculando el momento en que tendría que orinar, comer un bocado, u ocuparse matando a alguien en la calle. Entonces salía a toda velocidad con su carga y la aventaba en el orificio de la basura gritando alegremente “¡Sabah El Kheir!” (¡Mañana de paz!). Cuando volvía a la seguridad de la sala, levantando los brazos en signo de victoria, se podían escuchar los balazos disparados por muchacho, que dejaban agujeros de despecho en las paredes blancas del balcón.
7) El primer agradecimiento
Ser judío de un país árabe es tener en los genes la extraordinaria hospitalidad árabe y un sinfín de bendiciones y dichos para cada ocasión (no hablaré de las maldiciones, que elegí olvidar).
Alguien me dijo alguna vez: “De todo se puede morir en tu casa, menos de hambre”. Mi madre, Z”L, armaba un banquete con tres verduras, cuatro aceitunas y un poco de trigo; sus mesas eran legendarias. La cultura y la gastronomía árabes son parte de nuestra vida diaria.
8) El segundo agradecimiento
Ser judío de un país árabe es entender la suerte de tener, como judíos, igualdad de derechos en un país como México.
Mi padre dijo “Me voy a casa” y menos de un año después, los azares del destino nos llevaron a México, el país que ha sido nuestra casa desde entonces. Mi padre nunca volvió a Líbano y lloraba cada vez que escuchaba nuestro himno nacional. Así, dejamos de ser refugiados y nos hicimos mexicanos. Me hice mexicana por amor a esta tierra y no hay día en que no agradezca la paz y las oportunidades brindadas en este lugar.
Como dicen en árabe, Allah yjalliha name, “Que Dios conserve este país, nuestra bendición”.
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