PHILIPPE SANDS
En la primavera de 2010, recibí una extraña invitación de una ciudad al oeste de Ucrania. La facultad de derecho de la universidad de Lviv (también conocida como Lwów, Lemberg y Leopolis) me pidió que pronunciara una conferencia pública sobre mi trabajo sobre “crímenes de lesa humanidad” y “genocidio”, incluidos los casos en los que había participado en tribunales internacionales, mi trabajo como académico en el University College de Londres en el juicio de Nuremberg y las consecuencias acarreadas por el juicio con el tiempo, hasta el día de hoy.
Durante mucho tiempo estuve fascinado por los procedimientos, y los mitos, de Nuremberg, un momento que dio lugar a nuestro moderno sistema de justicia internacional. Pero también hubo otra razón para aceptar la invitación: ofrecía una primera oportunidad para visitar la ciudad donde nació mi abuelo materno, Leon Buchholz, en 1904. Sabía que se había trasladado de Lviv a Viena durante la Primera Guerra Mundial, y que en 1939, después que los nazis tomaron el poder en Austria, se trasladó a París, donde yo lo conocí.
En común con muchos otros, ese período fue para él un tiempo de oscuridad y dolor del que no deseaba hablar. Así que no sabía nada de su vida en Lviv, ni de las circunstancias de su partida con mi madre de Viena.
La invitación de Lviv motivó un verano de investigación. Por primera vez, abrí puertas que arrojarían luz sobre la historia familiar: las circunstancias de la partida de la familia de Viena, la identidad y la historia de la notable mujer que salvó la vida de mi madre, las circunstancias que hicieron que mi abuela permaneciera en Viena hasta 1941, el destino de otros miembros de la familia. En el transcurso de una búsqueda que duró seis años -una historia inverosímil y detectivesca de la familia- exploré archivos por todas las ciudades, contraté a un detective en genealogía en Viena e incluso supe de familiares desconocidos.
¿Qué motivó la búsqueda? “Los que buscan no son los muertos”, escribió el psicoanalista Nicolás Abraham, “sino los huecos que dejaron en nosotros los secretos de los demás”.
Paralelamente al descubrimiento de una historia personal, la conferencia que me invitaron a dar también me llevó a un segundo camino, que exploró los orígenes de dos conceptos jurídicos que surgieron cuando la Segunda Guerra Mundial llegaba a su fin. Me sorprendió descubrir que los orígenes de los términos “genocidio” -que exige la protección de grupos- y “crímenes contra la humanidad” -que busca el bienestar de los individuos- estaban estrechamente relacionados con la misma ciudad de Lviv.
Rafael Lemkin, fiscal judío polaco, huyó de Varsovia en septiembre de 1939 y se dirigió a América por los viajes más tortuosos, donde acuñó la palabra “genocidio” en el otoño de 1944.
Un año más tarde, logró insertar su invención en la acusación de los acusados nazis en Nuremberg, dando efecto práctico a su idea de que “los ataques contra grupos nacionales, religiosos y étnicos deberían convertirse en crímenes internacionales”. Al mismo tiempo, Hersch Lauterpacht, académico de la Universidad de Cambridge que nació cerca de Lviv y pasó muchos años viviendo en Walm Lane en Cricklewood, tuvo la idea de incluir el término “crímenes contra la humanidad” en el Estatuto de Nuremberg, dando efecto a su idea de que “el ser humano individual … es la unidad última de toda ley”. Lauterpacht, que también era judío, es ampliamente reconocido como el mayor abogado internacional del siglo XX y acreditado como uno de los creadores de nuestro moderno sistema de derechos humanos.
Notablemente, ambos hombres habían estudiado en la facultad de derecho de la universidad de Lviv, aunque no al mismo tiempo – Lauterpacht de 1915 a 1919, y Lemkin de 1921 a 1926. Tuvieron los mismos profesores, descubrí en registros de la universidad muy enterrados, y luego jugaron papeles claves en el juicio de Nuremberg y el desarrollo del derecho internacional. Curiosamente, los que me invitaron a dar la conferencia en Lviv no eran conscientes de este fondo compartido, ni del hecho de que los orígenes de “genocidio” y “crímenes contra la humanidad” estaban tan estrechamente conectados con la ciudad que marcó mis orígenes.
A medida que se acumulaban las coincidencias, me enteré de que Malke Buchholz, mi bisabuela y Hersch Lauterpacht nacieron y vivieron en la misma calle (Lembergerstrasse) de la pequeña ciudad de Zolkiew, cerca de Lviv, también conocida como East West Street. Cada vez más profundamente inmerso en los terribles acontecimientos que cayeron sobre Lviv después de 1939, me topé con la influencia maligna de un tercer hombre. Hans Frank, abogado personal de Hitler y gobernador general de la Polonia ocupada, visitó la ciudad en agosto de 1942 para pronunciar un discurso que desencadenaría el asesinato de más de 100.000 judíos y polacos. Entre ellos estaban las familias, los amigos y los maestros de Lemkin y Lauterpacht, y de mi abuelo.
Tres años más tarde, Frank era el acusado número 7 en el banquillo de los acusados de Nuremberg. Por un simple giro del destino, era juzgado por Lemkin y Lauterpacht, que sólo se enterarían más tarde en el juicio que el hombre que tenían ante su vista era responsable de la muerte de todos los miembros de sus familias.
Lo que comenzó como una conferencia se convirtió en un libro – Calle Este Oeste: Sobre los orígenes de genocidio y crímenes contra la humanidad – sobre la vida entrelazada de los tres abogados (y el descubrimiento de la historia de mi abuelo). Como observó Anthony Beevor, es difícil imaginar una novela que pudiera igualar a una obra de no ficción. Durante siete años, me topé con una multitud de hechos y coincidencias, entre ellos varios que relacionaban mi historia familiar con la de los tres abogados cuyas historias y el destino influirían tan profundamente en mi propio trabajo:
El hijo de Hersch Lauterpacht, Eli, nacido en Walm Lane, Cricklewood, a 1.000 millas de Lviv, se convertiría en mi primer profesor de derecho internacional. Sin embargo, de todo el material descubierto, ninguno era más atractivo que el amor compartido de los abogados por la música. Sus diarios, cartas y notas se referían a conciertos asistidos y compositores admirados.
De singular importancia fue la conclusión de que, en el verano de 1946, cuando el juicio de Nuremberg llegó a su fin, Lauterpacht y Frank, acusador y acusado en el mismo caso, encontraron fuerza en la misma pieza de música, la Pasión de San Mateo de Johann Sebastian Bach. Qué extraordinario, pensé, que dos hombres, en los lados opuestos de la sala del tribunal, encontraran consuelo en el mismo espacio musical.
Durante estos años, he guardado una lista de las diversas composiciones identificadas por Lauterpacht, Lemkin y Frank y de otra manera conectados con el juicio, de Beethoven y Rachmaninov al jazz de los años 40. Más tarde los compartiría con mi amigo de la infancia Laurent Naouri, el renombrado cantante de ópera, junto con la increíble canción de Leonard Cohen que sonaba en la radio de un pequeño restaurante cerca de Treblinka, que visité con mi hijo.
Basados en nuestros antecedentes – los de Laurent en música, los míos en ley- elaboramos una obra de teatro, mezclando palabras y música que ofrecían ideas sobre una historia desconocida de singular importancia que se desarrollaba durante varios meses en el tribunal de Nuremberg hace exactamente 70 años: cómo pueden los individuos producir grandes acontecimientos políticos y legales, cómo se convirtieron “genocidio” y “crímenes contra la humanidad” en parte de nuestro panorama legal, cómo pueden, acontecimientos históricos monumentales y un juicio de hace décadas, tocar nuestras vidas hoy.
La primera actuación de A Song of Good and Evil (Canción del bien y el mal) fue en el Festival Hay en la primavera de 2014, la décima en Estambul. En noviembre, fuimos invitados a realizar el trabajo en el tribunal de Nuremberg 600, donde tuvo lugar el juicio en el 70 aniversario de su apertura. La audiencia incluyó a los últimos participantes vivos de la prueba – Moritz Fuchs, el guardaespaldas de Jackson; Yves Beigbeder, asistente del principal juez francés; y George Sakheim, intérprete – así como el hijo de Hans Frank y el nieto y la bisnieta de Geoffrey Lawrence, el juez del Tribunal de Apelación que presidió el caso.
Situarse donde estuvieron sentados Lemkin, Lauterpacht y Frank exactamente 70 años antes, y recordar los viajes que recorrieron con la música que los fascinaba, fue experimentar una conexión rara e íntima con una historia legal que en gran medida ha sido olvidada pero que, como evidencian los acontecimientos actuales, aún deberían reverberar.
El juicio de Nuremberg fue el momento en que “genocidio” y “crímenes contra la humanidad” pasaron a formar parte del derecho internacional, aunque pasarían 50 años más antes de que alguien fuera acusado ante un tribunal internacional por esos crímenes. Los acontecimientos en Yugoslavia y Rwanda catalizaron el cambio y permitieron la creación de la Corte Penal Internacional. De esta manera, las ideas de Lauterpacht y Lemkin alimentan mi trabajo diario, en los tribunales y en las aulas. También afectan a nuestras vidas políticas. Pero por sus esfuerzos, la reciente resolución del Parlamento británico que describe la violación y la esclavitud de ISIS contra los Yazidi y otros grupos minoritarios en el norte de Irak y Siria como “genocidio” no habría ocurrido. El derecho de los individuos a ser tratados como individuos, en lugar de, digamos, medio-kenianos, musulmanes o judíos, se reduciría infinitamente, al igual que los derechos de los miembros de un grupo a obtener la más completa protección de la ley para evitar que ser miembros de un grupo sea utilizado como justificación de la discriminación, para ser señalados u para otras formas de maltrato maligno.
El “genocidio” y los “crímenes contra la humanidad” han convivido como términos legales durante siete décadas. Esta doble existencia refleja nuestra doble identidad – como individuos y como miembros de grupos – ambas han sido consideradas merecedoras de respeto y protección bajo la ley.
Fuente: The Jewish Chronicle – Traducción: Silvia Schnessel – © EnlaceJudíoMéxico
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