La guerra de las Biblias: un episodio casi olvidado de nuestra Historia (parte VI)

IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Uno de los mitos más frecuentes en relación a la Historia de la Biblia, y que se repite en muchos grupos religiosos, es que hubo una preservación perfecta y absoluta, sin error alguno, del “texto bíblico” gracias a que los escribas judíos eran sumamente celosos de su oficio.

Eso es imposible por una sencilla razón: los idiomas evolucionan. Por lo tanto, por mínimos que sean, siempre hay que hacerle ajustes a cualquier texto, si se pretende que después de dos o tres siglos siga siendo comprensible. Si a eso agregamos que hubo dos episodios en los que los judíos estuvimos a punto de perder nuestro patrimonio escritural (ya lo he explicado en las notas anteriores: la invasión babilónica en el siglo VI AEC, y la Guerra Macabea en el siglo II AEC), se puede entender perfectamente que se desarrollaran lo que llamamos “variantes textuales”. Estas pueden ser de diferente naturaleza y magnitud, que van desde las simples variaciones ortográficas, hasta las diferencias en la redacción de alguna frase o párrafo.

Como ya señalamos también, dichas variaciones generalmente no afectan el sentido o significado del texto, salvo por el caso de los Qumranitas. La Biblia Hebrea y la Biblia Griega, pese a sus diferencias redaccionales, enseñan lo mismo.

Hasta mediados del siglo XX existían muchas dudas –e incluso muchas ideas equivocadas– sobre el origen de estas diferencias. La idea imperante, desde el siglo XVI, es que la Biblia Griega (también conocida como Septuaginta) contenía “errores” de traducción. Es decir, que sus autores habían traducido inadecuadamente algunos pasajes de la Biblia Hebrea original. En el otro extremo, nada riguroso y más bien anclado en posturas abiertamente racistas y judeófobas, se decía que la Biblia Hebrea había sido “alterada y pervertida por los malvados judíos”, y que la versión correcta la preservaba el Cristianismo en la Biblia Griega.

El descubrimiento de los Rollos del Mar Muerto (a partir de 1947) vino a darnos muchísima información para entender mejor qué fue lo que sucedió.

Entre los más de 900 libros que se recuperaron en esta colección, alrededor de 250 son copias de libros bíblicos. La mayoría está en hebreo, pero hay algunos en arameo e incluso una minoría en griego. Y lo que se descubrió fue sorprendente.

Entre las copias en hebreo y arameo se recuperaron fragmentos que son idénticos a ciertos pasajes de la Septuaginta que no coinciden con el Texto Hebreo oficial (el llamado Texto Masorético). Con esto se pudo confirmar que los traductores de la Septuaginta no se equivocaron en su traducción, sino que realmente existía una versión alternativa en hebreo y/o aramea, y que la traducción la hicieron desde allí.

Por supuesto, esto exacerbó los mitos en el otro extremo (el judeófobo); no faltó quien insistiera en que esto demostraba que los judíos, efectivamente, “habíamos torcido nuestra Biblia en hebreo”.

No. Lo único que se demostró fue que, hacia el siglo I AEC, existían en hebreo y arameo las variantes textuales que luego se tradujeron al griego. Nada más.

Hecho el análisis de las variantes textuales recuperadas gracias a los Rollos del Mar Muerto, los especialistas modernos ya no hablan de una contrastación de “la Biblia Hebrea” contra “la Biblia Griega”, sino de una contrastación entre familias textuales. La razón es que lo que antes sólo era conocido como “Biblia Griega” (la Septuaginta) ahora tiene también manuscritos en hebreo y arameo, por lo que se prefiere el término de Familia Textual.

Pero aquí tenemos un problema: ninguna de las Biblias conocidas pertenece a una sola familia textual. En realidad, el panorama es bastante complicado.

Tenemos cuatro Biblias diferentes: la Hebrea (Texto Masorético), la Griega (Septuaginta), la Qumranita y la Samaritana (de esta última no hemos hablado; lo haremos más adelante).

Pero tenemos tres familias textuales: una que ha sido identificada como babilónica, otra que ha sido identificada como palestiniense, y otra que ha sido identificada como alejandrina. Según la opinión de varios expertos, primero se habría hecho la división entre la babilónica y la palestiniense, y luego esta última se habría dividido en palestiniense y alejandrina.

El problema es que no hay una correspondencia directa entre una Biblia y una familia textual. Por ejemplo, podría suponerse que la Biblia Hebrea (Texto Masorético) estaría basada en la familia textual babilónica, porque el Judaísmo fariseo –principal preservador del Textos Proto-Masorético– se apoyó siempre en la poderosa comunidad judía babilónica.

Sin embargo, está claro que aunque el texto de la Torá farisea (heredada por el Judaísmo Rabínico hasta la fecha) puede identificarse con la familia textual babilónica, los libros de los profetas en esa misma Biblia se identifican con la familia textual palestiniense.

Este ejemplo (hay muchos otros) demuestran que los antiguos sabios y escribas judíos no estaban nada más inmersos en un pleito sectario, que se hubiera podido reducir a “es una guerra entre tus manuscritos contra los míos”, sino que en un universo en el que existían muchos manuscritos con variantes textuales, cada grupo intentó hacer una reconstrucción lo más adecuada posible. Por supuesto, tenían diferentes criterios y diferentes perspectivas, y por ello sus reconstrucciones fueron diferentes.

Todo esto tiene lógica con lo que hemos señalado desde los primeros artículos: el origen de toda esta situación fue que los babilonios afectaron severamente el patrimonio escitural del antiguo Israel, y por ello hubo que hacer un trabajo de restauración. Naturalmente, un trabajo de esta naturaleza no es sencillo, y menos aún si ubicamos que se comenzó hace 2600 años, una época en la que no existían los modernos recursos técnicos de la Historia, Arqueología, Crítica Textual, etc.

El resultado fue que cada grupo judío –el fariseo, el helenista, el qumranita, el samaritano– tomaron el material que se disponía, y aplicaron sus muy particulares criterios para integrar lo que reconocía como una Escritura Sagrada.

El contraste del material recuperado en Qumrán con las Biblias que ya se conocían nos ha dejado en claro, por lo menos, que el grupo fariseo aplicó un criterio muy interesante, a diferencia de los demás grupos.

En muchos pasajes en los que se han detectado variantes textuales importantes (sobre todo de tipo redaccional), se ha detectado un fenómeno singular: la versión farisea (es decir, la que se preserva en la Biblia Hebrea hasta la fecha) es la más “defectuosa”, en el sentido que es la que más presenta omisiones.

Un ejemplo clásico es el de I Samuel 11. El texto bíblico preservado por el Judaísmo comienza de este modo:

“Subió Najás el Amonita y acampó contra Yabés de Galaad. Todos los de yabés de Galaad dijeron a Najás: Ponnos condiciones y te serviremos…”.

Pero en Qumrán se encontró una versión de ese capítulo en la que hay un párrafo previo que dice lo siguiente: “Najás, rey de los hijos de Amón, oprimió gravemente a los hijos de Gad y a los hijos de Rubén, arrancó el ojo derecho a todos ellos, y extendió el terror y el temor en Israel. Entre los hijos de Israel no quedó ni uno solo al otro lado del Jordán cuyo ojo derecho no arrancara Najás, rey de los hijos de Amón, excepto los siete mil hombres que huyeron de Amón y entraron en Yabés de Galaad. Cosa de un mes más tarde, subió Najás el Amonita y acampó contra Yabés de Galaad… (a partir de allí, sigue el relato)”.

Son varios ejemplos donde el Texto Masorético, heredero del texto fariseo, presenta omisiones de este estilo (aunque más breves; este es el caso más largo conocido).

Ahora bien: si los Qumranitas conocían el texto “completo”, es de suponerse que todos los judíos podrían conocerlo. ¿Por qué los fariseos no lo incorporaron a su colección de escrituras?

Lo que los especialistas han detectado es un sistemático intento en la tradición farisea por preservar los textos tal y como los debieron recibir, mientras que en Qumrán y en la Septuaginta se detecta lo contrario: el intento por hacer las correcciones que consideraran pertinentes.

Hay algo que en el lenguaje técnico de los especialistas se llama “recensión”. Se trata de un trabajo de tipo editorial en el que se toman dos versiones distintas de un mismo relato, a partir de las cuales se elabora una nueva versión en la que quedan integrados todos los elementos que antes estaban dispersos en las dos versiones distintas.

El análisis de los manuscritos recuperados en Qumrán ha demostrado que esta fue una actividad frecuente tanto entre qumranitas como en la comunidad judía helenística de Alejandría: ante manuscritos que contenían diferencias, hicieron el intento por resolverlas y con ello produjeron nuevas versiones en donde los defectos de redacción o las omisiones de las versiones anteriores quedaban “corregidas” o, por lo menos, complementadas.

Los fariseos optaron por no hacerlo así, limitándose a preservar el texto tal y como –evidentemente– lo habían recibido.

Con esto podemos llegar al meollo ideológico de la “guerra de las Biblias”. Veámoslo de este modo: ¿por qué las diferentes sectas judías de la antigüedad se confrontaron cada una con su propia versión de la Biblia? Porque unos (helenistas y qumranitas) apostaron por corregir los defectos evidentes que encontraban en las diferentes versiones del texto bíblico, mientras que otros (los fariseos) apostaron por preservar el texto tal cual estaba, y resolver los problemas de la narrativa de otra manera.

Lo que seguramente sucedió fue esto: desde el siglo V AEC, Ezra y sus escribas reconstruyeron lo mejor que pudieron los libros sagrados del Judaísmo. Su trabajo respecto a la Torá fue el más preciso y meticuloso, y eso se demuestra que es donde menos variantes hay entre las versiones helenística y farisea. Pero en el caso de los demás libros (como I Samuel), debieron enfrentarse a muchos problemas en ciertos detalles de la redacción, y por ello lograron restauraciones que en algunos pasajes (casos muy concretos) eran defectuosas (faltaban frases, palabras, había variables en la lectura por detalles ortográficos, etc.).

Ahora bien: estamos hablando de un trabajo que se hizo a partir de los fragmentos recuperados de los destrozos provocados por los babilonios. Por lo tanto, resulta lógico suponer que con el paso del tiempo pudieron recuperarse más fragmentos que, en un momento dado, ofrecieran más información que los escribas de Ezra originalmente no habían conocido. Por ello, fueron surgiendo nuevos manuscritos con nuevas versiones.

Al paso de tres siglos, el panorama seguramente ya era bastante complejo. Entonces vino la Guerra Macabea y las tropas de Antíoco IV Epífanes provocaron nuevos destrozos. Por lo tanto, hubo que recurrir a un nuevo trabajo de restauración. Como ya señalamos, este no debió ser tan complicado porque, a diferencia de la época de los destrozos babilonios, para el siglo II AEC ya existían dos grandes comunidades judías que tenían sus propias copias de las escrituras, y que no fueron afectadas por la persecución de Antíoco: la comunidad de Babilonia y la de Alejandría.

Los escribas en Alejandría optaron por una solución evidentemente razonable: tomar las copias divergentes y elaborar las recensiones pertinentes. De ese modo, corrigieron muchos “defectos” en el texto.

En contraste, los escribas fariseos (principalmente ubicados en Judea) optaron por una solución distinta: conservar, pese a los aparentes defectos, las versiones que –se deduce– identificaron como las más antiguas, y que seguramente se remontaban a la restauración original hecha por Ezra y sus escribas, luego preservada en Babilonia.

Como una tercera alternativa aparecieron los qumranitas, que a todo esto agregaron el elemento mágico: su exaltado líder, “el Maestro de Justicia”, recibió una “revelación celestial” gracias a la cual “entendió” de qué modo tenía que hacerse esta “restauración”, y procedió a reorganizar por completo lo que ya era, de por sí, un rompecabezas muy complicado. Evidentemente, sus escribas dispusieron de muchos de los manuscritos que se habían traducido al griego en Alejandría, lo mismo que de muchos manuscritos usados y aceptados sin problemas por los fariseos. Pero también produjeron mucho material propio, que fue la base de sus grandes divergencias con los otros tipos de Judaísmo (como el asunto del Calendario deducido del Libro de los Jubileos, de lo cual ya hablamos en una nota anterior).

En este panorama, sigue resultando muy llamativa la solución pretendida por los fariseos, porque en realidad pareciera que no es una solución. Simplemente, se toparon con las variantes textuales, identificaron cuáles eran las versiones más antiguas y, pese a sus aparentes defectos, decidieron conservarlas así.

Por supuesto, eso no fue todo lo que hicieron. A la par de ello y, en realidad, como complemento, perfeccionaron un concepto fundamental para el posterior Judaísmo Rabínico: la Torá Oral.

Conscientes de que era imposible reconstruir la condición original del texto, y hasta cierto punto desinteresados en hacerlo, reconocieron la importancia que tiene, a la par del texto sagrado, la tradición oral.

De ese modo, produjeron una Biblia lo suficientemente clara como para ser la base de una religión completa, pero también lo suficientemente flexible como para adaptarse a cualquier situación.

En términos simples, derrotaron a los helenistas y eso se demuestra fácil: cuando el Judaísmo Helenista entró en su fase de colapso y sus sobrevivientes se asimilaron al Judaísmo Rabínico, terminaron por aceptar la Biblia Hebrea.

Y déjenme decir: no fue una derrota absoluta. Muchos de los conceptos –sobre todo académicos y filosóficos– de los Helenistas se adaptaron sin problema en el Judaísmo Rabínico. De hecho, existe una interesante hipótesis según la cual estos habrían sido los orígenes del Judaísmo Ashkenazí, que hoy por hoy es el mayoritario.

Sin embargo, abandonaron por completo la Biblia en Griego. De hecho, literalmente se la dejaron al Cristianismo. Y eso, sin duda, fue un elemento fundamental en la definición de una de las diferencias más notables entre las dos religiones.

Es algo simple: el griego es un idioma cerrado. Es decir, es muy preciso en su significado. Busca la exactitud en la relación entre lo que se escribe y lo que se debe entender. No en balde, fue el idioma que permitió el mayor desarrolló en la antigüedad de una disciplina tan compleja como la Filosofía. Sólo el idioma griego podía producir a autores del tamaño de Aristóteles.

En cambio el hebreo es un idioma abierto, desde el simple hecho de que se escribe sin vocales. El lector no recupera la información, sino que literalmente la reconstruye. Para saber leer hebreo, hay que disponer de un bagaje previo, memorizado, y que sólo se aprende por transmisión oral.

Por ello, la versión griega de la Biblia se convirtió en un texto cerrado, una búsqueda por un significado único (y sobra decir que eso no se logró), y eso determinó en gran medida que el Cristianismo naciera con el conflicto de cómo interpretar la escritura sagrada. La consecuencia es evidente a lo largo de veinte siglos: en el Cristianismo los grandes conflictos (muchos de ellos, sangrientos) se han generado por las diferencias en la interpretación de la Biblia.

En el Judaísmo eso no sucedió: el hebreo era un idioma abierto, y hasta cierto punto se puede decir que eso fue lo que lograron los fariseos en su Biblia, preservada hasta la fecha por el Judaísmo Rabínico: un texto con las suficiente precisión (como las consonantes en el idioma hebreo) como para sobrevivir a todo, pero también con la suficiente flexibilidad surgida de aparentes carencias (como las vocales en el idioma hebreo, que al no escribirse son carencias aparentes).

La suerte de la Biblia de los qumranitas fue decidida de un modo más sencillo y trágico: comprometidos con el nacionalismo extremista que se levantó en armas contra Roma en el año 66, los qumranitas fueron prácticamente exterminados por los romanos. Después del año 73, su vestigio se pierde en el polvo de la Historia. Con ellos, se perdió su Biblia. Si fue recuperada, lo fue sólo por accidente cuando en 1947 se empezaron a recuperar los Rollos del Mar Muerto.

¿Qué podemos decir de los samaritanos? Mucho. Vale la pena analizarlos, porque eso va a complementar nuestra información sobre la Guerra de las Biblias. Por ello, les dedicaremos la próxima entrega, que será también la última de esta serie.

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Irving Gatell: Nace en 1970 en la Ciudad de México y realiza estudios profesionales en Música y Teología. Como músico se ha desempeñado principalmente como profesor, conferencista y arreglista. Su labor docente la ha desarrollado para el Instituto Nacional de Bellas Artes (profesor de Contrapunto e Historia de la Música), y como conferencista se ha presentado en el Palacio de Bellas Artes (salas Manuel M. Ponce y Adamo Boari), Sala Silvestre Revueltas (Conjunto Cultural Ollin Yolliztli), Sala Nezahualcóyotl (UNAM), Centro Nacional de las Artes (Sala Blas Galindo), así como para diversas instituciones privadas en espacios como el Salón Constelaciones del Hotel Nikko, o la Hacienda de los Morales. Sus arreglos sinfónicos y sinfónico-corales se han interpretado en el Palacio de Bellas Artes (Sala Principal), Sala Nezahualcóyotl, Sala Ollin Yolliztli, Sala Blas Galindo (Centro Nacional de las Artes), Aula Magna (idem). Actualmente imparte charlas didácticas para la Orquesta Sinfónica Nacional antes de los conciertos dominicales en el Palacio de Bellas Artes, y es pianista titular de la Comunidad Bet El de México, sinagoga perteneciente al Movimiento Masortí (Conservador). Ha dictado charlas, talleres y seminarios sobre Historia de la Religión en el Instituto Cultural México Israel y la Sinagoga Histórica Justo Sierra. Desde 2012 colabora con la Agencia de Noticias Enlace Judío México, y se ha posicionado como uno de los articulistas de mayor alcance, especialmente por su tratamiento de temas de alto interés relacionados con la Biblia y la Historia del pueblo judío. Actualmente está preparando su incursión en el mundo de la literatura, que será con una colección de cuentos.