PABLO SCARPELLINI
La historia de una chica de 31 años con pasado nazi en la familia y la de un “viejito” de 95 que salvó la vida engañando al sádico Josef Mengele en Auschwitz.
Ben Stern y Lea Heitfeld viven juntos pese a que la diferencia de edad es abismal. Son roommates, o compañeros de piso. Ella tiene 31 años. Él, 95. El abuelo de ella fue un frío y despiadado soldado alemán que perdió una pierna en el frente ruso, miembro orgulloso de la causa nazi. El anciano, polaco, sobrevivió como pudo en el gueto judío de Varsovia mientras veía a su hermano, a su padre y a su abuela morir de hambre. Después esquivó la muerte en Auschwitz tras digerir una cadena interminable de atrocidades.
Ahora, desde el salón de una casa en Berkeley, al norte de California, hablan de Historia en un intento de descifrar toda aquella locura que significó la Segunda Guerra Mundial.
Ben Stern, nacido en 1921 en un pequeño pueblo de la Polonia de entreguerras, confiesa 72 años después que ni olvida ni perdona, pero que tampoco cree justo pagarlo con la estudiante alemana que le hace compañía y con la que cena casi cada noche. “No la puedo culpar a ella por las injusticias que cometieron sus abuelos”, dice con claridad meridiana en su conversación telefónica con Crónica. “Yo hablo con libertad sobre lo que pienso de los nazis. Los dos hablamos de lo que sentimos, pero nunca nos hemos peleado”. Confiesa además que se ha encariñado con ella.
Llevan viviendo juntos desde julio del año pasado. Ellos, Ben y su hija Charlene, autora de un documental sobre la vida de su padre, buscaban a alguien que hiciera compañía al anciano después de que su mujer, Helen, tuviera que ser internada en un centro por demencia.
“Lo que ha hecho es un acto de perdón difícil de medir con palabras”, explica la estudiante, también por teléfono e indispuesta desde hace unos días tras presentar su tesis sobre el holocausto y los judíos. “Es increíble que le abriera la puerta a alguien que le podría recordar todo ese dolor”.
Heitfeld encontró a los Stern gracias a su intensa relación con la comunidad judía, ya que es voluntaria en un centro para ancianos judíos en la zona de la Bahía de San Francisco, y gracias a un profesor en el Centro de Estudios Judíos en Berkeley. Éste le dijo que era “el viejito más divertido y atractivo que existe” y fue a comprobarlo.
Stern, en efecto, es un hombre con un sentido del humor intachable que habla siete idiomas -un poco de español- y al que le gusta recordar, “aunque duela”. Atribuye a su espíritu de lucha el haber sacado fuerzas para mantenerse con vida durante su paso por nueve campos de concentración.
De aquel terror le queda un tatuaje en el antebrazo con un número y un triángulo que señalaba a los prisioneros judíos más peligrosos. “Cada día pienso en mi familia”. El número era el 129.592, una cifra que se sabía de memoria pero que modificó en el último segundo para salvarse de una muerte segura en Auschwitz frente al Ángel de la Muerte, Josef Mengele.
“Cada dos domingos bloqueaban las puertas y no dejaban salir a nadie”, relata Stern en el documental Near Normal Man. “Nos mandaban desnudarnos para que Mengele [el temible oficial de la SS que después huyó a Argentina] desfilara alrededor y fuera apuntando a los individuos que iban a morir con su bastón. En la primera selección me salvé. Dos semanas después, apuntó su bastón hacia mí y en lugar de enseñarle mi brazo le di un número falso. Mentí. La mañana siguiente llamaron por el número y como no había uno así en el campo, no me llegó el turno para ser exterminado”.
Pese al alivio de haber sobrevivido, no fue capaz ni de alegrarse. “No podía distinguir entre morir o vivir. No había tiempo de celebrar el seguir vivo. Sólo seguir. Muchos se lanzaban contra las alambradas porque querían que los mataran ya. Yo saqué fuerzas para sobrevivir”.
Poco después empezó un viaje hacia la nada desde Buchenwald, 7.000 hombres caminando y durmiendo a la intemperie en la nieve. Esqueletos desfilando. “A los prisioneros que no podían mantener el ritmo los ejecutaban en el bosque. Tras 33 días, no podía dar un paso más. Tan sólo 156 sobrevivieron”. El 8 de mayo de 1945 fueron rescatados por el ejército estadounidense.
Tras la guerra, conoció a su mujer, Helen, en un campo de prisioneros. Juntos decidieron viajar a América en busca de una nueva vida. “El día que fui padre lloré de la emoción. No me podía creer que lo hubiera conseguido”, todo un logro para un hombre que perdió a toda su familia en la contienda. A su madre la subieron a un tren junto a su hermano pequeño en agosto de 1942. Nunca más los volvió a ver. “En realidad he vivido dos vidas, una normal y otra anclada en la memoria”.
Heitfeld, por el contrario, tiene pocos datos que aportar de su lado de la historia. De su abuelo, escasos recuerdos. “Lo vi en pocas ocasiones”, afirma. “A veces venía en Navidad a vernos porque no tenía con quién pasar las fiestas, pese a que nosotros no lo buscábamos. Era un hombre estricto, duro y frío. Ni siquiera fuimos a su funeral”.
La estudiante alemana explica que su padre nunca recibió cariño de él y que se marchó de casa tan pronto como pudo. Por eso sabe poco de lo que hizo durante la guerra. “Mi padre me contó cómo perdió la pierna y poco más. El abuelo se encargó de destruir todas las evidencias de su pasado como nazi, pese a no arrepentirse de nada hasta el final de sus días”. Su abuela, por su parte, estaba orgullosa de Hitler. Confesó en su momento que nunca habían sido tan felices como cuando el Führer estaba al mando del país.
La carga del pasado es dura. Heitfeld afirma no sentir culpa pero sí la responsabilidad de hacer algo por lo que ocurrió. “La cuarta generación de alemanes tras la guerra no tiene memoria de lo que sucedió, y eso me parece interesante”.
En eso, en mantener la memoria viva, trabajan Ben Stern y Lea Heitfeld muchas noches. Otras, simplemente se limitan a ver la televisión y a cenar algo ligero. Del recuerdo permanente se encarga Charlene, la hija del anciano, que confía en que el documental de su padre dé la vuelta al mundo. Ya hay una página en internet para seguirle el rastro (nearnormalman.org) y Charlene busca incluso voluntarios para los subtítulos en español. “Muchas gracias, señor, por todo”, se despide Stern en castellano, con la vitalidad intacta.
Fuente:elmundo.es
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