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miércoles 18 de diciembre de 2024

El significado revolucionario de Pésaj desde una perspectiva poco conocida

IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – No voy a hablar de la libertad de una nación como máximo valor encarnado en la festividad de Pésaj. Ese es el sentido directo y más claro en el relato bíblico (y es, sin duda, revolucionario). Voy a dirigirme hacia algo más sutil y de lo que poco se habla: la impotancia ideológica del relato de la festividad de Pésaj, especialmente en lo que se refiere a la evolución de nuestros conceptos sobre D-os, sobre nosotros mismos, y sobre el modo en el que nos relacionamos con el Eterno.

Desde hace unos 9 mil años, la agricultura comenzó a desarrollarse en Mesopotamia, Egipto y la India. A partir de ese momento, comenzaron a diferenciarse dos tipos de sociedades: las que se volvieron sedentarias, justo para dedicarse al cultivo del campo, y las que permanecieron nómadas, dedicándose principalmente al pastoreo, cacería y recolección.

Por supuesto, con el sedentaismo agrícola se vino el desarrollo de muchas otras actividades que, durante miles de años, no interesaon a los nómadas. La arquitectura a gran escala y la ingeniería civil son las más interesantes, ya que implicaron el desarrollo de nuevos conocimientos y, por lo tanto, el establecimiento de sistemas didácticos que permitieran que las nuevas generaciones aprendieran y dominaran las artes de la construcción.

La astronomía también se vio diferenciada en ambos contextos: las sociedades agrícolas tuvieron que desarrollar amplísimos conocimientos astronómicos para poder calcular adecuadamente las épocas de siembra y cosecha. Por ello, el objeto principal de su observación fue el sol, aunque también recibió mucha atención el movimiento aparente de las estrellas en la bóveda celeste. En cambio, los pastores nómadas tuvieron en la luna su principal referente, debido a que sus ciclos eran breves y fáciles de distinguir (un total de 29.56 días divididos en cuatro fases, a diferencia de los 365.26 días del ciclo solar).

La religión también desarrolló diferencias notables. En las sociedades agrícolas-solares, el mito fundamental fue el de la muerte y renovación de la naturaleza en el tránsito de invierno a primavera. En cambio, en las sociedades pastoriles-lunares, el rol principal lo ejerció la diosa lunar vinculada con la fertilidad femenina (debido a la similitud en la duración de los ciclos menstruales con los ciclos lunares).

La diferencia de exigencias en uno y otro contexto se acentuó con el paso de los siglos. Hacia el año 3500 AEC, cuando los Sumerios inventaron la escritura, las culturas agrícolas-solares (como los propios sumerios, los acadios o los egipcios) se encontraban en un nivel de desarrollo abismalmente superior al de los grupos nómadas que todavía abundaban en la zona de Medio Oriente. Dicha diferenciación se mantuvo todavía durante unos 2 mil años más, hasta que los grupos nómadas comenzaron a decrecer conforme sus integrantes se fueron asimilando a la vida “civilizada”.

El relato de Pésaj pone en contraposición a dos grupos muy distintos: los egipcios y los israelitas. Se trata de un posicionamiento ideológico claramente tendencioso (en el buen sentido de la palabra), porque en términos históricos y sociales, los hebreos (de donde surgieron los israelitas) eran parte del Imperio Egipcio desde los tiempos de Ahmosis I, que reinó en el siglo XVI AEC. Es decir, unos tres o cuatro siglos antes del Éxodo.

Pero había una diferencia fundamental entre ambos grupos, aunque técnicamente fuesen parte de la misma sociedad: los egipcios eran la encarnación por excelencia de una sociedad agrícola, y de hecho eran la que había llegado al máximo grado de sofisticación cultural y religiosa en ese momento. Los hebreos israelitas, en cambio, eran herederos de una sociedad nómada y ganadera.

Por eso, aunque suele pasar desapercibido al lector común, ese conflicto ideológico se hace presente en el libro del Éxodo.

El epicentro es el cordero, sacrificio de la primera pascua y que sirvió como cena para los israelitas justo cuando estaban a punto de abandonar Egipto, pero también ídolo de oro con el que el pueblo de Israel desobedeció a D-os justo después de recibir los Diez Mandamientos.

¿Qué tiene de interesante el cordero? Que no nada más es el animal central en esos episodios bíblicos, sino también el emblema de un mes del Zodíaco (justo el mes cuando se celebra Pésaj) y de todo un Año Platónico o Ciclo Equinoccial.

Expliquémonos primero en términos astronómicos. Un Año Platónico o Ciclo Equinoccial es el tiempo que tarda la tierra en que su eje de un giro completo sobre sí mismo. Me refiero a que el eje alrededor del cual se realiza el movimiento de rotación de la Tierra (y que sería una línea imaginaria desde el Polo Norte hasta el Polo Sur) no está fijo, sino que se bambolea en círculos, a una velocidad aproximada de un grado cada 71 años. En total, tarda unos 25,776 años en hacer el giro completo.

Dicho giro hace que el eje vaya pasando por todas las constelaciones del Zodíaco en sentido inverso a su orden tradicional. En promedio, a cada constelación le corresponderían 2,148 años. Sin embargo, algunas constelaciones son muy pequeñas (como Aries y Cáncer) y otras muy grandes (como Piscis y Virgo). Por ello, los “especialistas” en Astrología nunca se han puesto de acuerdo sobre la duración precisa de cada uno de estos “meses astrales”, a los que usualmente prefieren llamar “eras”.

De cualquier modo, hay una noción consensuada según la cual en la época del Éxodo se estaba viviendo en la Era de Acuario, que esta terminó hace unos 2 mil años para darle paso a la de Piscis, y que estamos en el punto de inflexión hacia la Era de Acuario.

Todos estos cálculos tienen que ver con los conceptos culturales, astronómicos y religiosos basados en el Sol, porque a fin de cuentas las constelaciones del Zodíaco se han definido desde la antigüedad en función de la astronomía (o más bien, astrología) solar.

Es altamente probable que durante su estancia en Egipto, y como parte integral de su sociedad, los israelitas hayan entrado en contacto y aprendido todo este conocimiento. Especialmente alguien como Moisés, educado en la corte del Faraón (algo bastante normal en el Egipto de aquellos tiempos: los niños de las familias cananeas y semitas aristocráticas eran educados en Egipto para imponer los valores culturales y religiosos del Imperio en todos sus dominios).

Esa influencia debió traducirse en un avance significativo en la mentalidad de los hebreos-israelitas, que de ese modo pudieron despojarse de su bagaje religioso y cultural centrado en el culto a la luna, el más común entre los pastores nómadas de Mesopotamia. Pero el relato del Éxodo nos muestra que esto no significó una conversión a los conceptos solares de la sociedad agrícola egipcia. Por el contrario: se logró una superación de los dos paradigmas mitológicos, y se avanzó hacia el verdadero monoteísmo por medio de la comprensión abstracta de lo Divino.

Por ello, es notoriamente significativo que la salida de Egipto esté marcada por el sacrificio de un cordero pero no para ofrecércelo a una deidad, sino para algo distinto: su sangre había de ser untada al dintel para evitar el ataque del Ángel de la Muerte que esa noche heriría a los primogénitos en todo Egipto, y luego su carne serviría como cena familiar.

Con ello, se está anunciando la derrota del sistema de mitología solar propio de Egipto. El israelita no está sometido a lo que los astrólogos podían decir sobre la “era de Aries” (ni de Piscis, ni la que sea), sino que ES LIBRE.

Es un tema que aparece veladamente en la Torá varias veces. Por ejemplo, con Abraham. Según el Talmud, cuando la Torá nos cuenta que D-os le dijo a Abraham “sal y cuenta las estrellas del cielo, si puedes; así será tu descendencia…”, lo que en realidad sucedió fue esto: cuando Abraham nación, su horóscopo señaló que no tendría hijos. Eventualmente, se casó con su media hermana Saraí y, tal y como fue predicho, no tuvieron hijos. Pero al salir (nótese la importancia también aquí de la acción de abandonar un lugar, como en el Éxodo) de Ur, D-os se le apareció y le pidió que observara los cielos. Dice el Talmud que Abraham había sido educado en las ciencias mesopotámicas, y por lo tanto también era un astrólogo competente. En las estrellas, Abraham vio una nueva “carta astral” según la cual su dueño sería padre de una multitud. Y entonces D-os le hizo entender que, en realidad, el horóscopo que le habían hecho al nacer no tenía por qué determinar su vida. Abraham era libre de escoger otra carta astral y ser el padre de una multitud. El Talmud concluye diciendo: por eso, Israel no está sometido a los astros.

Esa misma noción se repite en el relato del primer Pésaj: los egipcios, los esclavos de la Era de Aries (es decir, de su propio conocimiento), los esclavos del Sol, verán morir a sus hijos esa misma noche. Los israelitas, los que han entendido que un cordero es sólo eso, un animal, no. En cambio, al día siguiente saldrán libres hacia una nueva vida.

Es la misma lógica, aunque expresa en sentido inverso, cuando se quiere enfatizar la desobediencia de Israel. ¿A qué se regresa? Al cordero, esta vez en forma de ídolo de oro. Representa la tentación de volver a todo eso de la civilización, la religión y la astrología, que en vez de liberarnos nos esclaviza.

Pero Israel no abandona los cánones solares de Aries para volverse a entregar a los cánones lunares, los que seguramente habían sido fundamentales para sus ancestros anteriores a Abraham.

Eso lo podemos ver de manera perfectamente clara en uno de los Diez Mandamientos: seis días trabajarás, más al séptimo descansarás.

La importancia de la luna en las sociedades nómadas-pastoriles, entre otras cosas, era que al ser la fuente de luz durante las noches del desierto, era también el parámetro para realizar muchos de los trabajos propios de la ganadería, la caza o la recolección.

Pero la Torá ordena establecer un ciclo independiente, que en realidad no se ajusta a ningún ciclo astronómico. Está claro que la noción de una semana de siete días tiene una inspiración lunar, porque cada fase de la luna (Luna Nueva, Cuarto Creciente, Luna Llena, Cuarto Menguante) dura un poco más de 7 días. Sin embargo, las cuatro fases en total duran 29.56 días, así que cuatro semanas de 7 días cada una (28 en total), se desfasan 1.5 días cada vez. Es decir, no coinciden en absoluto con los ciclos de la Luna.

¿Por qué? Porque Israel no es esclavo del Sol ni de la Luna. Al contrario: la Torá dicen que las lumbreras del cielo son nuestras herramientas para medir el tiempo, pero no para controlar nuestras vidas.

Por eso, el patrimonio más sagrado de Israel, el Shabat, tiene su propio sistema de medición, derivado de la acción de D-os en la Creación, no de una estrella en el firmamento.

Israel no está sometido a los astros.

Y la Torá va más lejos: no se trata de negarse al conocimiento de una cosa u otro. Sólo se trata de no ser esclavos (mensaje central de Pésaj). Pero la esclavitud no se evita por medio de la evasión (valga la redundancia), sino por medio del equilibrio.

Por eso, el Calendario Hebreo es luni-solar. Los ciclos lunares son la base del conteo de los meses, pero el ciclo solar es la base de la celebración de Pésaj. Cada Luna Nueva, se declara el inicio de un nuevo mes. Pero el Pésaj sólo se celebraba hasta que hubiese madurado la cebada, en la temporada de Aviv (primavera).

La libertad es, ante todo, equilibrio.

Y eso sólo puede lograrse en el monoteísmo verdadero. Por eso el primer mandamiento dice que no debemos hacernos imágenes. No sólo significa no construir ídolos de madera o de metales preciosos, o pintarlos. Significa NO IMAGINARNOS a D-os. Es una invitación al concepto abstracto, luego a la noción mínima, y finalmente a la aceptación de que nuestras mentes finitas no pueden encerrar en una idea o en una definición al que es Absoluto y Eterno.

Por ello, el símbolo de toda una era, por rebote símbolo también de todo un sistema astrológico, de toda una religión, y de toda una cultura –el cordero–, en la tradición judía perdió todo ese peso esclavizante y enajenante, y fue el animal seleccionado para que dijéramos lo que, a partir de entonces, decimos en todas nuestras fiestas.

¡A comer!

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