Las memorias del periodista César González-Ruano o la autobiografía del novelista Patrick Modiano recrean la atmósfera de los años más oscuros de una ciudad que supo entenderse con el Tercer Reich.
SILVIA NIETO
Cuando, con cuarenta y siete años, el periodista César González-Ruano decide escribir sus memorias, elige una casa de Torrelodones, en la sierra de Guadarrama, provista de una terraza «colgada del infinito». Quizá sabe que el presente tiende puentes con el pasado gracias a ciertas sensaciones, imágenes. Un día lluvioso de 1950, anota: «Huele a tierra hasta el desmayo si se cierran los ojos. Pasan los trenes frente a mí. Desde aquí los oigo y los veo todos: los trenes pequeños que van cerca, toda la tarde, y al anochecer y ya cerrada la noche, los trenes largos que van al Norte. En un tren como esos, hace casi 25 años, iba yo, hacia esas horas también, camino de la frontera». Fue su primer viaje a París; un «viaje de amores», precursor del de la época oscura.
La primera visita al París de entreguerras sirve a González-Ruano para tratar a escritores, para hacer el turismo de rigor, obligado, en una ciudad que desconoce hasta ese 1925. Años más tarde, su estancia en la capital aparece envuelta en la atmósfera viciada de la Ocupación. En junio de 1940, Francia cae derrotada ante las tropas nazis, que logran una rápida victoria gracias a su superioridad militar. La Asamblea Nacional reacciona votando la concesión de plenos poderes al mariscal Pétain, un héroe de la Primera Guerra Mundial que establece, en Vichy, un régimen colaboracionista con los alemanes. El país queda partido en una zona ocupada, donde se encuentra la capital, y otra libre; la última, administrada por las autoridades francesas.
«Los uniformes grises de los alemanes añadían ya mucho gris al gris del cielo bajo parisién y al gris negruzco de sus casas», recuerda González-Ruano, que llega a la ciudad en noviembre de 1940. Gracias a uno de sus amigos, Julián Aranda, logra alojarse en una casa «que pertenecía a unos judíos que estaban en la Francia libre o no ocupada, creo que exactamente en Niza». Una reacción lógica. En septiembre, la zona bajo control nazi dicta la primera ordenanza en su contra; en base a ella, los judíos son obligados a «registrarse en las comisarías de policía o en las subprefecturas (…) La mención ‘Judío’ será puesta en su carné de identidad. Todo propietario israelita de un comercio será obligado a poner un cartel en su establecimiento con la doble mención ‘Negocio judío’», como explica el historiador Philippe Bourdel.
El periodista, con toda probabilidad, logra sacar partido de la desesperación de los judíos de la capital; según el libro «El marqués y la esvástica. César González-Ruano en el París ocupado», sobre él se cierne la acusación de traficar con falsos salvoconductos, documentos que, en lugar de conducir a sus compradores a la libertad, los arrastran a la muerte, a tiros, en Andorra. En sus memorias, donde no detalla sus actividades, sí tiene, al menos, la honestidad de admitir que no juega limpio. Así, escribe: «Me repugna ahora ponerme galas de aventurero ni paños mojados de víctima o dejar entender que yo fui un enemigo de Alemania y de la organización hitleriana para colgarme medallas falsas de fácil contización que no me interesan y que desde luego no me corresponden».
El caso de González-Ruano no es excepcional. En París, la Ocupación hace germinar un submundo turbio, colaboracionista, formado por «policías improvisados, confidentes y colaboradores activos, un verdadero ejército de macarras, delincuentes profesionales, chulos y boxeadores en ocaso, renegados y traidores en el campo de las izquierdas y aventureros que en la Gestapo tenían su verdadera patente corsaria llena de esvásticas y águilas protectoras». Es el mismo hampa que el Nobel de Literatura, Patrick Modiano, recrea en su autobiografía, «Un pedigrí», cuando describe las amistades que sus padres frecuentan durante esa época: «Personas en las que es imposible detenerse. Solo viajeros que dan mala espina y cruzan los vestíbulos de las estaciones sin que yo sepa nunca qué destino llevan, eso suponiendo que lleven alguno».
El padre de Modiano, Aldo, se mueve en «el turbio mundo de la clandestinidad y del mercado negro». Es judío, pero no se registra como tal; en febrero de 1942, es detenido. Sin consecuencias. Un contacto le ayuda a escapar. El novelista no sabe su identidad, como tampoco conoce el grado de colaboración, las repercusiones, de las actividades de su progenitor. Muchos años más tarde, en un París liberado, una sospecha oscura le cruza la mente: «’El proceso de Nuremberg’, en el cine Georges V. A los trece años descubro las imágenes de los campos de exterminio. Algo cambió para mí ese día. ¿Qué opinaba mi padre? Nunca hablamos de ello, ni siquiera a la salida del cine». Sería otro documental, «Le chagrin et la pitié» (Marcel Ophüls, 1969), el que recordara a los franceses la buena sintonía que habían mantenido con los alemanes.
El antisemitismo, que tiene en la Francia del siglo XIX a algunos de sus teóricos más importantes, penetra en toda la sociedad. El novelista Louis-Ferdinand Céline —autor de «Viaje al fin de la noche», dura crítica a las trincheras de la Gran Guerra— se convierte en uno de sus pregoneros en el París ocupado. El historiador Dominique Venner reproduce, en su libro sobre el también escritor Ernst Jünger, el tenso encuentro que ambos mantienen en el Instituto alemán de la capital en diciembre de 1941: «La aversión fue instantánea. Encontramos su huella en el retrato que Jünger hace de él en su ‘Diario’: ‘Hay en él [en Céline] esa mirada de los maníacos vuelta hacia dentro, que brilla en el fondo de un agujero (…) Dice que está muy sorprendido, estupefacto, de que nosotros, los soldados, no fusilemos, no ahorquemos, no exterminemos a los judíos. Está estupefacto de que alguien que dispone de una bayoneta no haga un uso ilimitado de ella…’».
Todo está listo para la tragedia. Los días 16 y 17 de julio de 1942, la Policía francesa lleva a cabo, en París, un redada en la que 12,884 judíos son arrestados y encerrados en el Velódromo de Invierno. La mayoría de ellos termina en Auschwitz, el campo de exterminio nazi construido en Polonia. Solo en 1995, el ex presidente Jacques Chirac pronuncia un discurso en las inmediaciones del recinto, derruido en 1959, para asumir su culpa: «Francia, ese día, perpetró lo irreparable. Faltando a su palabra, entregó sus protegidos a sus verdugos». Sin embargo, hace unos días, la candidata del Frente Nacional a la Presidencia de Francia, Marine le Pen, realiza unas declaraciones negando la responsabilidad de su país en ese episodio histórico; hechos que, en 2012, un 42% de los franceses no conocen, según una encuesta del diario «Le Monde».
«Los nazis administraron Francia con solo 1.500 de los suyos. Hasta tal punto confiaban en la lealtad de la policía y las milicias francesas, que les asignaron (además de su personal administrativo) nada más que 6,000 policías civiles y militares para garantizar la docilidad de un país de 35 millones de personas», recuerda, en su obra «Postguerra», el historiador británico Tony Judt. Por última vez, volvamos al González-Ruano que, en 1950, se asoma a su terraza y sus recuerdos: «…en la vida que pudiéramos llamar moral, intelectual, espiritual del país, la guerra no se notaba. No parecía ni remotamente que Francia hubiera perdido. El francés no se enteraba aún de lo que le había pasado. Este pueblo, de tan inteligente como es, se pasa de listo, que es algo muy parecido a quedarse en tonto. Algo semejante ocurría con su sensibilidad».
Fuente:abc.es
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