EDUARD SOLER I LECHA
Si uno desconecta unos días de la actualidad en Oriente Medio, puede que a la vuelta al trabajo esté completamente perdido. Lo que está sucediendo en Siria en estos momentos es un buen ejemplo. En cuestión de horas Estados Unidos ha pasado de la estrategia de rehabilitación de al-Asad a abogar por el cambio de régimen. Acontecimientos puntuales modifican la percepción de qué o quién representa una amenaza. Proliferan las alianzas líquidas, adaptadas al relieve: amigos en un escenario de conflicto, enemigos en otro. Las rivalidades también son líquidas. Actores tradicionalmente enemistados hacen frente común en temas concretos sin por ello reconocerse como aliados.
Es imposible hablar de alianzas líquidas y no referirse a la obra del pensador Zygmunt Bauman. Su concepto de modernidad líquida describe una situación de cambio permanente en que hay tiempo para desarrollar una estrategia consistente ni para la planificación a largo plazo. El principal temor – decía – es quedar descolgado, perder el tren. Algo parecido les sucede a los dirigentes de Oriente Medio.
El conflicto en Siria
Al Asad ha contado, desde el principio, con el apoyo de Rusia e Irán. Pero los tres vértices del triángulo tienen prioridades distintas: cuestión de supervivencia para Al Asad, maniobra iraní para evitar que sus rivales regionales se hicieran con el control de Siria y proyección global para Moscú. Estos días vuelve a especularse si la alianza podría disolverse en caso que estos intereses entrasen en contradicción.
Entre quienes han apostado por la caída de Asad la fluidez de las alianzas no es una especulación sino más una realidad. Milicias que luchan juntas en una provincia se enfrentan en otras partes del país. Los actores internacionales también van cambiando sus apoyos locales. Estados Unidos, por ejemplo, decidió en 2015 volcarse en las milicias kurdas, presentadas como el actor más efectivo en la lucha contra los yihadistas. Turquía, Arabia Saudí y Qatar han ido apoyando a distintos grupos rebeldes y lo han hecho de forma tan descoordinada que han contribuido a la fragmentación del campo opositor.
Los actores en juego han ido modificando su definición de amenaza. Estados Unidos o Turquía sostuvieron durante mucho tiempo que no habría solución sin la marcha de Asad. Sin embargo, a medida que iban poniendo énfasis en la necesidad de luchar contra otros grupos, algunos empezaron a plantearse la rehabilitación del presidente sirio. Pronto constataremos si el ataque con armas químicas en Idlib ha dado un nuevo vuelco a la situación.
El conflicto en Siria también ha marcado los altibajos en las relaciones entre Rusia y Turquía. El derribo de un cazabombardero ruso que entró fugazmente en su espacio aéreo turco en noviembre de 2015 abrió una grave crisis entre ambos países. En menos de un año, se reconciliaron. Suele atribuirse esta maniobra al fallido golpe de estado en Turquía. Pero el deshielo se produjo dos semanas antes de la intentona golpista. Los rebeldes sirios apoyados por Turquía habían ido perdiendo terreno y las milicias kurdas estaban consiguiendo importantes victorias. Turquía se sentía amenazada. Se trataba de salvar lo esencial y garantizarse, sino el apoyo, la neutralidad de Rusia para frenar el avance kurdo en el norte de Siria.
El carácter líquido de las alianzas y contra-alianzas en Siria refleja tres dinámicas superpuestas: oportunismo de actores locales, juego de suma negativa por parte de las potencias regionales – siempre dispuestas a asumir pérdidas siempre que la de sus rivales fueran mayores, y el tacticismo de los principales actores internacionales.
El conflicto en Libia
Aunque con menor virulencia, estas dinámicas se han reproducido en este país norteafricano. Cuando el proceso de transición colapsó en 2014 y se formaron dos estructuras gubernamentales paralelas (lo que se conoció como los gobiernos de Tobruk y de Trípoli) varios actores regionales tomaron partido. El caso más notorio es el apoyo económico y militar de Egipto y de Emiratos Árabes Unidos al Gobierno de Tobruk y al ejército encabezado por el mariscal anti-islamista Khalifa Haftar. En el lado opuesto Qatar y Turquía apoyaron el Gobierno de Trípoli, caracterizado por la presencia de miembros de los Hermanos Musulmanes. Incómodos con esta situación, Túnez y Argelia apoyaron iniciativas de diálogo nacional.
Libia fue convirtiéndose en escenario de una confrontación regional articulada en torno al grado de antipatía o simpatía que generan los Hermanos Musulmanes. Quienes perciben a este grupo como una amenaza (Egipto tras la caída de Morsi y los Emiratos desde un buen principio) son los que más activamente se implicaron en el conflicto. Especialmente interesante, aunque poco documentada, es la evolución de las posiciones saudíes. Su apoyo inicial al gobierno de Tobruk menguó a medida que estaba dispuesta a dialogar con los Hermanos Musulmanes en otros escenarios de conflicto (están en el mismo bando en el conflicto de Yemen y el rey Salman se entrevistó con el líder de Hamas en julio de 2015).
Libia Fue convirtiéndose en escenario de una confrontación regional articulada en torno al grado de antipatía o simpatía que generan los Hermanos Musulmanes.
Ajenos a estas dinámicas, Estados Unidos y los países europeos apoyan, en principio, el proyecto de Gobierno de Unidad Nacional auspiciado por Naciones Unidas. Sin embargo, a lo largo de 2016 se empezó a especular que Washington y París habían prestado apoyo puntual a Haftar. Mucho más visible está siendo la aproximación entre Rusia y Haftar, algo que genera inquietud en una Europa que no querría ver al Kremlin teniendo un papel en Libia parecido al que viene desempeñando en Siria.
Yemen como guerra subsidiaria.
Saudíes e iraníes estarían utilizado su apoyo a actores locales yemeníes para proseguir un enfrentamiento regional que se libra simultáneamente en Siria, Iraq y Bahréin. Los saudíes temen verse acorralados. No ayuda que los iraníes presuman, en público y en privado, de que ya controlan cuatro capitales árabes: Beirut, Damasco, Bagdad y Saná. Riad teme que los iraníes trasladen el conflicto dentro de la propia Arabia Saudí, donde reside una importante minoría chií. Desde esta perspectiva, Irán no es sólo un competidor por la hegemonía regional sino una amenaza existencial para el régimen.
Como respuesta, los saudíes han intentado forjar un bloque suní y han intentado institucionalizarlo a varios niveles. Por un lado, han promovido la llamada “Alianza Militar Islámica”, comparada a veces con un embrión de OTAN musulmana y que, bajo la bandera de la lucha antiterrorista suma ya más de 40 miembros. Por el otro, han buscado la implicación de un núcleo duro de países en las operaciones “Tormenta Decisiva” en Yemen.
Algunas ausencias revelan que no todos los países suníes asumen que Irán es la principal amenaza. Argelia, por ejemplo, declinó la oferta de unirse a la coalición y, respecto a Yemen, se ha posicionado a favor de una solución política negociada. Pakistán sí que forma parte de la coalición pero su parlamento rechazó implicarse en las operaciones en Yemen, en parte por miedo a que verse arrastrado a una guerra sectaria que amenazase su cohesión social. Los Emiratos, por su parte, anunciaron a mediados de 2016 que daban por terminada su implicación en la operación militar.
Los saudíes temen verse acorralados y no ayuda que los iraníes presuman de que ya controlan cuatro capitales árabes: Beirut, Damasco, Bagdad y Saná.
Egipto sí que forma parte de la alianza y de la operación militar pero en los últimos meses ha aflorado la tensión entre Cairo y Riad. Egipto quiere preservar su autonomía, estudiar su implicación caso a caso y hacerlo en función de sus intereses nacionales y no de los intereses de un supuesto bloque suní. Para el gobierno del mariscal el Sisi la principal amenaza no es el ascenso de Irán sino un grupo eminentemente suní como los Hermanos Musulmanes.
Finalmente, y a diferencia de Siria, las potencias globales han optado por un perfil bajo. Rusia declinó la invitación de implicase en este conflicto. Y para Estados Unidos su prioridad sigue siendo la lucha contra grupos yihadistas vinculados a Al Qaeda o a Estado Islámico.
El factor Trump
Uno de los pilares de la política estadounidense en Oriente Medio ha sido su alianza con cuatro de las cinco potencias regionales (Arabia Saudí, Egipto, Israel y Turquía). En grado diverso y a través de estructuras más o menos formalizadas, Estados Unidos garantiza su seguridad.
Sin embargo, la confianza ha ido quebrándose, especialmente bajo el mandato de Obama. Las críticas a la forma en que estos países abordaban crisis internas no sentaron bien. Menos aún gustó el empeño por sellar el acuerdo sobre el programa nuclear iraní. Israel y Arabia Saudí temían que el fin de las sanciones proporcionase a Irán recursos adicionales para financiar grupos hostiles. Los turcos, por su parte, se sentían amenazados por el apoyo norteamericano a las milicias kurdas en el norte de Siria.
Por todo ello, buena parte de los antiguos aliados de Estados Unidos estaban expectantes tras la elección de Trump y algunos incluso esperanzados. Que Estados Unidos esté actuando impulsivamente está generado satisfacciones inmediatas pero puede provocar intranquilidad a largo plazo. Pronto veremos si el efecto Trump solidifica las alianzas tradicionales o les infunde todavía más liquidez.
¿De quién fiarse?
En Oriente Medio las alianzas permanentes escasean. Los que ayer fueron enemigos ahora trabajan juntos y supuestos aliados se enfrentan en varios frentes. Es una época de desencuentros coyunturales y reconciliaciones fugaces. Algunas potencias regionales, como Arabia Saudí e Irán, todavía aspiran a liderar bloques sólidos. Sin embargo, la mayoría de actores prefieren preservar su autonomía para adaptarse a nuevas circunstancias y no quedar descolgados. Prima la desconfianza y, con ello, el riesgo de movimientos bruscos y reacciones defensivas. No es ni el único ni el principal motivo pero el carácter líquido de las alianzas también está contribuyendo a que Oriente Medio y el Norte de África sea una región más inestable y, sobre todo, menos predecible.
Fuente: La Vanguardia
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