Florentino Portero / Enlace Judío – Atrás quedó aquel tiempo en que España quería “ocupar el lugar que le correspondía en la escena internacional”. Tras décadas de aislamiento, debido al papel jugado por el Régimen de Franco durante la Guerra Civil y la II Guerra Mundial, los españoles ansiaban recuperar la normalidad, incorporándose a las organizaciones internacionales de las que habían sido excluidos y ejerciendo la influencia que creían merecer.
Pero aquél impulso no duró mucho. Ni había una visión conjunta sobre cuál debería ser el papel de España en el mundo ni fortaleza suficiente para hacer frente a las previsibles dificultades que surgirían en el camino. Así, desde la inesperada victoria de Rodríguez Zapatero hasta hoy España ha optado por situarse a la estela de las grandes potencias europeas, evitando riesgos y asumiendo su pastueña condición. De nuevo el ensimismamiento ha desplazado al impulso cosmopolita, reducido por ahora a la necesidad de conquistar mercados para garantizar el futuro de nuestras empresas.
Cuanto más hablamos de globalización más parece que los españoles reivindicamos el encanto de la provincia. Viajamos por el mundo sin apenas enterarnos de nada, asumiendo aquel clásico “menosprecio de corte y alabanza de aldea” del que ya discutían nuestros antepasados. Los análisis españoles sobre política internacional son escasos y muy descriptivos o muy ideológicos. El debate público es de sorprendente pobreza. Un ejemplo de todo ello es el caso de Israel.
Israel es un estado judío, y no sólo porque lo repita su gobierno, sino porque así consta en la Resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas que dio paso a su creación. La historia de España no se entiende sin el formidable aporte de la comunidad judía. España fue país de referencia del judaísmo durante siglos, lo que implica una relación especial, más rica e intensa que la de otros estados europeos. Podemos decidir ignorar ese hecho, pero negar las propias raíces no suele ser la opción más inteligente, como no lo fue la expulsión en 1492. Sólo asumiendo nuestro pasado y reivindicando el formidable aporte de la cultura judía España podrá ser ella misma, con una identidad lo suficientemente fuerte como para poder afrontar los retos que el futuro nos depara.
Se percibe Israel como un país lejano, cuyos problemas no tienen por qué afectarnos. La realidad es que es un país mediterráneo, con el que compartimos aguas y entorno estratégico. Sus problemas son los nuestros, aunque no queramos entenderlo. Podemos dar la espalda a la realidad, es nuestro derecho y nuestro deseo, pero eso no quiere decir que la realidad vaya a respetarlo. La realidad es impertinente, se empeña en imponerse con la contundencia de un muro frente al que nuestra reivindicación por vivir en un universo paralelo, una opción tan virtual como complaciente, nada tiene que hacer. Israel es un estado soberano que quiere asegurar su existencia frente a un entorno hostil, una democracia que quiere garantizar a sus ciudadanos un marco de derechos y obligaciones sustentadas en la ley, a pesar de las dificultades a que se ve sometida. Podemos creer que esa no es nuestra situación, que España es una democracia estable y segura, pero eso sería confundir los deseos con la realidad.
Nos repiten que si Israel tiene un problema de seguridad es porque ocupa territorios que no son suyos y porque bloquea conscientemente el reconocimiento de un estado palestino. Es falso, algo que cualquiera que se moleste en estudiar el tema puede comprobar, pero donde esté un buen prejuicio para qué perder el tiempo. Naciones Unidas aprobó el 29 de noviembre de 1947 la Resolución 181 por la que proponía la creación de dos estados, uno judío y otro árabe entre el río Jordán y el Mediterráneo. Los judíos lo aceptaron y los árabes lo rechazaron. Aquellas fronteras eran mucho más generosas para la entidad árabe que las que hoy discutimos. En el último año de la Administración Clinton la diplomacia hizo todo lo posible para que las autoridades palestinas e israelíes aceptaran una propuesta que daría paso a un estado palestino. De nuevo fueron los árabes los que la rechazaron. Desde entonces mantenemos en pie el proceso de paz, inaugurado en la Conferencia de Madrid, pero conscientes de que está moribundo. El mundo árabe requiere de un estado palestino tanto como Israel necesita separarse de los árabes, porque la existencia del estado judío es incompatible con una mayoría árabe, con pasaporte israelí o sin él. Pero que algo sea necesario no quiere decir que sea posible.
Condenamos a Israel por levantar edificaciones más allá de la “línea verde”, reafirmando el prejuicio de que el problema es Israel. Israel ha cometido, comete y seguro que cometerá muchos errores, pero dejemos que cada palo aguante su respectiva vela, que los árabes asuman la responsabilidad de haber rechazado las dos propuestas que se les hicieron para tener su propio estado con fronteras definidas. La “línea verde” no es una frontera, sino una posición militar de alto el fuego tras la Guerra de la Independencia, guerra provocada por los árabes para tratar de acabar con el recién declarado estado de Israel en mayo de 1948. Con posterioridad, tras nuevos intentos árabes de acabar con la existencia de Israel, sus tropas llegarían al Jordán. La “línea verde” es hoy un punto de referencia para fijar unas fronteras definitivas, pero sólo eso. Israel ha demostrado con anterioridad que un asentamiento se desmonta como se monta. Tanto en la península del Sinaí como en la franja de Gaza hubo asentamientos que fueron desmantelados cuando se consideró conveniente.
Si los palestinos creen que cuentan con el apoyo diplomático suficiente para garantizar la “línea verde” vuelven, una vez más, a equivocarse. La causa palestina ya no es la causa árabe que fue. Las potencias árabes se debaten entre dos ejes de tensión, islamismo versus globalización y sunismo versus chiísmo. Sus críticas a la corrupción e incompetencia de los líderes palestinos son patentes, como su reconocimiento de que no hay mucho que hacer dada la división entre islamistas y nacionalistas. Su prioridad es contar con la colaboración israelí para combatir tanto el extremismo como la penetración iraní. La colaboración es una realidad, que ayuda a explicar la propuesta norteamericana de formar una alianza militar árabe dirigida a contener el expansionismo iraní, con colaboración externa de Estados Unidos e Israel.
Atrapados en prejuicios tan inconsistentes como anacrónicos no nos damos cuenta de hasta qué punto ha cambiado el entorno regional y el papel de Israel. Israel es hoy un baluarte de la estabilidad regional y un actor necesario con el que contar. No estamos ante un ejemplo de una potencia occidental que hace uso de su superioridad tecnológica y diplomática para abusar del pobre pueblo palestino. Eso nunca fue cierto y ahora está aún más lejos de la realidad. Israel, como los estados europeos, vive las consecuencias de la tensión que en el seno del islam se está viviendo sobre cómo afrontar los retos de la Globalización. Y, como nosotros, lo vive en su propio territorio y en el de sus vecinos.
El futuro de España está ligado al de Israel, por muy arraigada que esté la idea de que la distancia nos aísla de sus problemas. Si la evolución de los acontecimientos hiciera inviable la existencia de Israel o la vida en aquel pequeño país se hiciera precaria la nuestra no correría mejor suerte. La inestabilidad que hoy caracteriza Oriente Medio se está desplazando hacia el Oeste, desde Libia hasta el conjunto del Sahel. Los próximos años serán difíciles, porque no todo dependerá de nosotros, de la misma manera que la evolución de los acontecimientos en Egipto, Líbano, Siria, Jordania o Arabia Saudí están más allá de las capacidades del Gobierno de Jerusalem. Israel lleva años ocupando la posición de vanguardia de Occidente en esa región, por lo que la experiencia acumulada es un patrimonio de enorme valor al que deberíamos tratar de acceder. Desde medio siglo antes de lograr la independencia, la población judía vive en tensión con sus vecinos. La situación ha pasado de conflictos de baja intensidad a otros de alta, pero la paz propiamente dicha es algo desconocido en la región desde antes del colapso del califato turco. Sin embargo, a pesar de las enormes dificultades, Israel es una sociedad joven y dinámica, cuidadosa hasta el extremo de la educación y vanguardia mundial en I+D+I. Innovación e Israel van unidos desde la escuela. Como toda sociedad avanzada es plural hasta el extremo, pero a diferencia de nosotros no tienen problemas de identidad. Saben quiénes son y no dudan de su voluntad de ser.
Israel es un modelo en materia educativa. Ellos no han destrozado su sistema siguiendo demenciales corrientes pedagógicas ni cambiado su sistema universitario una y otra vez. Estimulan a sus niños y jóvenes para desarrollar su creatividad, canalizan recursos a través de la Universidad para generar nuevas empresas, en vez de demonizar la figura del empresario. Pero eso no es lo más importante. Si algo nos separa es el sentido de la realidad. Los europeos llevamos décadas engañándonos a nosotros mismos, asumiendo como cierta una realidad virtual que sólo existe en nuestro imaginario colectivo. No somos una cultura más desarrollada sino más decadente. Tanto que no tenemos el valor de enfrentarnos a los hechos tal como son. Ellos, que tienen problemas más acuciantes y desde hace más tiempo, viven con más alegría, con más optimismo sobre su propio futuro porque no se engañan.
*Florentino Portero es profesor de Historia Contemporánea de la UNED.
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