Adina Chelminsky / Enlace Judío México – Cuando veo fotos del invierno polaco, divinos paisajes en National Geographic, Pinterest o Instagram, el frío me cala los huesos, me duele el cuerpo.
La versión tétrica de uno-dos-tres-por-mí-y-por-todos-mis-compañeros. Siento el frío porque ese mismo ya lo sufrí. El frío del guetto, el frío de Auschwitz, el infierno helado de Buchenwald. Millones de judíos como yo (esperen a leer un poco más adelante) perdieron la vida en esa nieve entre cámaras de gas, trabajos forzados, tiros de gracia y marchas a través de la nieve. ¿Perdieron la vida? Frase estúpida. Suena a “perdieron las llaves”, a “no tuvieron cuidado y no supieron en donde dejaron la vida”. Fueron asesinados.
Por si el Chelminsky no es una pista inequívoca, les platico que soy judía. Judía polaca. Chelminsky quiere decir, literalmente, “originario de Chelmno”, pueblo en las afueras de de Klodowa en donde nació y creció mi abuelo en los años 1920s.
Aún cuando en el apellido llevo la penitencia, mi judaísmo es bastante secular, digamos que si D-os existe se está dando de topes en la pared llorando la perdición de mi alma. El único día del año que siento mi identidad judía enardecida es hoy: Día de las víctimas judías del Holocausto Nazi.
Porque así quiera o pueda mimetizarme con el mundo en general a través de mi profesión, mi aspecto, mi actitud y mi pseudo-modernidad, hoy lo único que escucho en mi mente son los gritos de Brudny Żyd, “judío sucio”, como le gritaban a mi abuelo chamaco cuando caminaba por la calle. Hej ty, Brundy Żyd, zabijemy twoją matkę.
A pesar del tiempo y de la distancia, geográfica y emocional; a pesar de vivir en un país como México, un país de respeto, inclusión y oportunidades, que le abrió las puertas a ese mismo abuelo refugiado y lo convirtió de Brundy Zyd a Don Abraham, el gran tlapalero; a pesar de jamás haber tenido ni frío, ni hambre ni miedo, no me deja de retumbar el insulto en la cabeza Brundy Żyd. No me deja de calar el frío. No me deja de aterrar la muerte. No dejo de pensar en la estrella amarilla que yo llevaría bordada en la ropa con el epitafio JUDE.
No, mi frío no es producto de la “memoria colectiva”, esa que se refiere a los vestigios que quedan en la mente propia de eventos que le ocurrieron en otros tiempos a otras gentes. El Holocausto es para los judíos una historia que puede ser contada mil veces, pero que jamás tendrá un final.
Hace dos años mi hija fue a conocer Auschwitz y ahí, en la enorme pared con los nombres de todos los que murieron en el campo, estamos los Chelminski del mismo pueblo de Polonia. El mismo nombre de mi abuelo, el mismo nombre de mi padre. Mi propio nombre.
Fuente: Huffington Post
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