Cara a cara: el drama infinito de los yazidíes, el pueblo más odiado por el Estado Islámico

En el norte de Irak, unos 15,000 fieles de esta religión preislámica sobreviven en el campo de refugiados de Essian. Estos son algunos testimonios de familias perseguidas, torturadas y desintegradas por el grupo terrorista.

ÁNGEL SASTRE

Sus ojos azules lucen en el desierto, traspasando la túnica gris y vaporosa de lino. Sea Haso mira hacia un horizonte plagado de tiendas blancas mientras cae el sol. Ante nuestra llegada se cubre el rostro de tez blanca para no ser reconocida, pero alcanzamos a ver sus facciones. Tiene 24 años pero parece de 30. Son las marcas de un cruel destino, de la esclavitud y del dolor.

Fue liberada hace un mes junto a cinco de sus hijos tras pasar tres años secuestrada por el Estado Islámico, pero la paz nunca llegó. Las noches se hacen eternas, las pesadillas vuelven una y otra vez atormentando su mente en forma de demonios. Es incapaz de olvidar a su marido asesinado y a los tres hijos que continúan cautivos en Raqqa, Siria. Hoy vive en el campo de refugiados de Essian, Duhok, junto a otros 15,000 yazidíes, mientras intenta reunir el dinero suficiente para pagar el rescate de sus otros vástagos.

Haso es una kurda yazidi, una comunidad que vive mayoritariamente en la provincia de Nínive, en el norte de Irak, en las regiones de Jabal Sinyar y Shaija, siendo su epicentro la ciudad de Mosul. También hay yazidíes en algunas zonas de Irán, Turquía y Siria.

Los yazidíes permanecían “ocultos” al mundo hasta que aquel fatídico agosto del 2014, las hordas del Estado Islámico atacaron Sinyar arrasando a su paso, asesinando, quemando y secuestrando. Algunos consiguieron escapar a las montañas y cruzar hasta Siria, gracias a la protección de los milicianos kurdos del YPG, quienes abrieron un corredor. Otros 4,000 continúan secuestrados.

“El Daesh (Estado Islámico) separó a los hombres de las mujeres y niños. Esa es la última vez que vi a mi marido. Los fusilaron, cortaron sus cabezas, incluso a los que aceptaban convertirse. Luego hacían subastas, nos daban ropa limpia y nos hacían desfilar”, afirma. Los interesados iban ofreciendo dinero para llevarse a su “presa”. “Me vendieron hasta tres veces, la última fue la peor. Un sudanés que nos maltrataba, nos torturaba…Meses más tarde le convencí para que comprase también a mis hijos, a los que obligaba a trabajar en la casa o incluso los prestaba a otras familias para que los usaran en las tareas del hogar, cargando cosas o haciendo recados” añade.

“Se ensañaba sobre todo con los varones”, dice mientras levanta la camisa de uno de los pequeños de seis años, con varias cicatrices en la espalda. Parecen arañazos, latigazos “tatuados” a puro golpe con varas de olivo y cuero. El otro, de 14 años, ni siquiera habla. Tampoco sonríe. Balbucea, babeando el plato de hummus –puré de garbanzo- que sostiene en sus manos. La saliva derrama el plato. “El sufrió mucho, está recibiendo tratamiento psicológico en la escuela del campo” aclara Haso. “La mujer de nuestro amo era especialmente violenta”, nos insultaba y maltrataba. Aunque ha perdido el rastro de sus hijos todavía secuestrados, piensa que están en Raqqa. El mayor de 15 años ya lucharía en el frente. De su otra hija de 13 tiene algunas fotos que le envía periódicamente el Estado Islámico a su teléfono móvil. En las imágenes se la ve triste, vestida de negro de pies a cabeza. Ultrajada. “Piden 15,000 dólares por ella pero no alcanzamos”, afirma.

A su lado, sentada en la alfombra roja, bajo el mismo techo de plástico, se encuentra su suegra Arzan Qasin de 60 años, que asiente sin parar. Acostumbrada al siniestro relato, nada parece perturbarle. Ella es la matriarca, la verdadera artífice de que “el grupo” vuelva a estar unido, aunque faltan muchos. “Cuando el Daesh llego a Sinyar asesinaron a mi marido y a mis hijos. A las mujeres nos llevaron, pero tres meses más tarde a las más viejas nos soltaron. No le servimos para sus fines sexuales. Es entonces cuando intenté recuperar a mis nietos y nueras”. Consiguió que liberarán a Haso y a otra de ellas, que se escabulle al fondo entre el laberinto de tiendas, y que prefiere no dar su nombre, además de siete nietos. “Pagué 100,000 dólares con dinero que juntamos de varias familias y un fondo especial que tiene el gobierno iraquí para rescates” confiesa.

Llegan nuevos refugiados. Camiones de carga donde los yazidíes viajan hacinados como ganado desde Mosul. Subimos al remolque: hace frio, huele a sudor, a orín y heces. Vienen con lo apenas puesto, sucios y asustados. Tan solo unas mantas y unas cajas de comida que les arrojan desde los laterales, cuando paran a las puertas de Essian. Preguntamos si hay algún yazidí y se abre un pasillo. Al fondo, en una de las esquinas, Hanser descansa en posición fetal. Tiene un guante de lana negro en la mano derecha. “Mi vecino dijo que había robado pero es mentira” nos explica. “Me llevaron ante un tribunal compuesto por tres personas, apenas pude defenderme. Después, a una herrería. Me cortaron el antebrazo y lo arrojaron a una fragua”, agrega, mientras nos muestra rápidamente, vergonzoso, una prótesis de madera que, asegura, él mismo se hizo. “Si se hubieran enterado de que soy yazidí habría corrido peor suerte” finaliza.

Serpientes y Ángeles caídos

A 13 kilómetros, en el cementerio de Lalish, las mujeres yazidíes lloran a sus muertos; lágrimas vertidas por los que ya no están, incluidos los seres queridos que siguen en manos del Estado Islámico.

Es una ceremonia que se repite dos veces al año y en la que solo las mujeres tienen el acceso permitido. Las yazidíes depositan frutas y dulces, comen sobre las lápidas y abandonan los restos para que los vagabundos acaben con ellos. Una pareja de músicos rodea las tumbas mientras toca la misma canción una y otra vez, con un pandero forrado de piel de cabra y una flauta travesera. Las más ancianas se golpean fuertemente el pecho, sangran recordando a sus ancestros.

A tan solo unos metros divisamos el santuario, el cual debe ser visitado al menos una vez en la vida según sus creencias. El refugio sagrado que contiene los restos de Adi Ibn Musafir –considerado por los yazidíes como la encarnación de Melek Taus–, surge de las entrañas de la tierra, esculpido en la montaña. Un gran templo de piedra coronado por torres puntiagudas. Una fortaleza, un refugio sagrado. Nos cuesta seguir a Abel entre escaleras sinuosas, túneles angostos y cavernas subterráneas. Corre descalzo por todo el “castillo” encendiendo 365 velas, una rutina que repite todos los días antes de que caiga el sol. Veneran la luz, evitan la oscuridad. A su paso chorrea aceite ardiendo, sosteniendo un pequeño fuego que nunca se consume. Pese a que le rogamos que vaya más despacio, no entiende a nuestras suplicas, tampoco habla; Solo reza susurrando versos, en busca de una nueva llama.

Acude a la puerta principal del templo donde antes de entrar con el pie izquierdo se arrodilla y acaricia suavemente la pintura de una gran serpiente negra que repta por las paredes. En la otra esquina un niño besa un candelabro, su madre le observa complaciente. Como ocurre con otras parábolas, los yazidies tiene su propia versión de la génesis. Para esta minoría religiosa la serpiente es “buena”; advirtió a Eva sobre “las desgracias” que conllevaba morder la manzana, el pecado los consumiría. La maldad surge del hombre no de este ser de lengua bífida y viperina, tan maltratado en la biblia. Interpretaciones banales, dogmatismo e ignorancia han propiciado que dentro del Estado Islámico los consideren adoradores del diablo. Los yihadistas los odian más que a los cristianos y a los judíos, “parias” que merecen ser exterminados, y casi lo consiguen.

El principal equivoco es que Melek Taus es a menudo identificado por los musulmanes como Shaitan –Satán-. Los yazidíes, sin embargo, creen que Melek Taus era el líder de los arcángeles, que en la mitología judeocristiana es el ángel caído. En cambio, dado que en su historia hay un acto de arrepentimiento que es correspondido por el favor divino, Melek Taus se convierte en el primero y principal de los siete ángeles.

El yazidismo es una religión minoritaria que se remonta al año 2.000 a.C. y que tiene sus orígenes en el Zoroastrismo, es decir, se basa en las enseñanzas del profeta y reformador iraní Zoroastro. Actualmente, no hay una cifra exacta del número de miembros, pero se estima en unas 500,000 personas en Irak, además de otras 200,000 repartidas por el resto del mundo, según la Organización por los Derechos Humanos de los Yazidíes.

Desde que en 2014 el Estado Islámico instaurara el califato en territorio iraquí, miles de yazidíes han sido torturados y asesinados mientras las mujeres eran utilizadas como esclavas sexuales y obligadas a convertirse al Islam. Pese a sufrir todas estas aberraciones por parte de los terroristas, muchos yizadíes eran repudiados al volver a sus ciudades de origen tras conseguir escapar, por eso, su líder espiritual, conocido como Baba Sheij, redactó un comunicado en el que exculpaba a las víctimas y ordenaba que fuesen aceptados de nuevo en la comunidad y tratados como “puros”.

Sheij es un tipo con gafas, afable y orondo, que roza los 80 años, paseándose por sus aposentos envuelto en un traje de gasa blanca a juego con su larga y canosa barba. Transmite paz, equilibrio y cordura. Al principio nos advierten de que no podemos entrevístale porque en ocasiones pierde el hilo de la conversación, pero una vez empieza la charla comprobamos que su grado de lucidez es absoluto. Mientras tomamos té y degustamos una crema espesa de berenjena con carne de cordero envuelta en hojas de parra, Sheij se confiesa ante nosotros. “Soy comunista, más concretamente marxista”, afirma entre risas, sin que sepamos con certeza que parte de sus discurso es irónico y cual verídico. Incluso se muestra contrario a que los yazidíes solo puedan casarse entre ellos. Como él mismo admite, “hay cosas que me superan, leyes que persisten al tiempo, que llegaron antes que yo y continuarán tras mi muerte. Además somos pocos, tenemos que perpetuar nuestro legado, nuestras tradiciones. Lo que sufrimos con el Estado Islámico es terrible, pero no es el primer genocidio que vivimos, es cíclico y no será el último”, asegura en tono apocalíptico, agotado pero sin perder la sonrisa.

De vuelta a Essian, unos niños “disparan” con pistolas de madera entre montículos de arena rojizos. Otros zarandean una rata muerta, hinchada y putrefacta como si fuera “un sonajero”. Sea Haso interrumpe el macabro juego, se lleva a sus hijos hasta la tienda, los arrastra de la oreja furiosa, gritando en kurdo. “Mira, otra nueva foto de tu nieta”, le muestra a su suegra que continua sentada en la misma posición. Arzan Qasin nos mira con desidia: “No esperes más lágrimas, perdí mi alma en Sinyar. Vi situaciones horribles que no te pienso contar, violaban a las niñas con siete u ocho años. Pero esto es otra historia, o quizás la misma”, diserta y añade: “Me asomé al infierno pero ahora, por el bien de los míos, tengo que creer en el paraíso. Un paraíso que existe aunque parezca tan lejano”.

 

 

Fuente:cciu.org.uy

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