IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Dicen los especialistas que después de las grandes tragedias, el pueblo judío ha pasado por momentos de sorprendente florecimiento espiritual e intelectual. Y es cierto.
Por ejemplo, después de la liberación de los israelitas en el Éxodo, se consolidó el primer gran texto religioso judío: la Torá. Luego, después del período del exilio babilónico, Ezra y su generación de escribas restauraron las escrituras sagradas del pueblo de Israel y le dieron forma definitiva a esa monumental colección de libros llamada Biblia. Tras la catástrofe que representó la Guerra Macabea, el pueblo judío se recompuso y comenzó una era de sorprendente creatividad intelectual y religiosa que permitió la aparición y consolidación de las cuatro grandes variantes del Judaísmo antiguo: Saduceos, Fariseos, Helenistas y Apocalípticos. Y tras el desastroso resultado de los fallidos levantamientos contra Roma, los sabios judíos comenzaron a integrar sus comentarios hacia la Torá y después de unos 350 años de intensa labor de escritura ininterrumpida, culminaron esa obra maestra del análisis y el debate: el Talmud.
Pero acaso el logro más notable es el que se dio después del Holocausto o Shoá, sin duda porque también está fue la catástrofe más intensa sufrida jamás por los judíos (o por cualquier otro grupo humano): en 1945, el pueblo judío estaba diezmado y aniquilado en Europa; pero en 1948 se logró derrotar a los enemigos árabes y consolidar con ello la refundación del hogar nacional judío, el Estado de Israel.
Todos estos procesos de crisis alteranadas con renacimientos físicos, espirituales e intelectuales han dejado una huella muy profunda en la religiosidad judía y, sobre todo, en la forma en la que dicha religiosidad se estructura, tanto intelectual como socialmente.
Veamos cada etapa y cada transformación.
Hasta antes del período del Éxodo, el pueblo hebreo era un conglomerado mixto y con poca o nula cohesión nacional. Era lógico: se trataba de tribus nómadas que, por lo mismo, eran básicamente autónomas en todo sentido. Además de no sentirse parte de una nación en específico, practicaban diversas formas de religión, dependiendo de su origen (que podía ser acadio, gutú, amorreo, hitita, mitanio o elamita).
La Biblia nos cuenta todo desde la experiencia de un solo clan, el de los patriarcas Abraham, Itzjak y Yaacov, pero la Historia nos ha permitido ampliar nuestra perspectiva y saber que el universo hebreo era mucho más amplio que esta familia.
La experiencia de la sujeción al Imperio Egipcio y la liberación prodigiosa que culminó con grandes oleadas migratorias de hebreos hacia Canaán, permitió que todas las dinámicas políticas y religiosas de estos grupos comenzaran a girar alrededor de lo que podríamos definir como “un proyecto” principal, representado por el ya mencionado clan israelita. Aunque tuvieron que pasar entre dos y tres siglos para que el proceso cuajara en algo concreto, el Éxodo sentó las bases para que Canaán, otrora un territorio de Ciudades-Estado independientes, sin ningún tipo de cohesión política y religiosa, se transformara en un Reino independiente, bien estructurado, y en el cual empezaron a definirse los paradigmas litúrgicos de una sola religión alrededor de un solo D-os. De ese modo, Canaán dejó de existir y nació el antiguo Israel.
Al respecto hay que hacer otra aclaración: la idea de que los israelitas llegaron a masacrar a los cananeos y sustituirlos es completamente falsa. Cierto que algunos pasajes de la Biblia se expresan en esos términos, pero sólo a nivel de proyecto. La realidad histórica es que los propios cananeos (especialmente el grupo más poderoso, el amorreo) tenía fuertes vínculos con la identidad hebrea, y eventualmente se asimilaron al Reino de Israel. En términos históricos objetivos, Canaán no desapareció. Simplemente, evolucionó.
La consolidación del Reino de Israel permitió también la consolidación de un proyecto legal-religioso de lo más revolucionario y avanzado para su época, cuyo eje central fue la Torá, un texto surgido también de la experiencia del Éxodo. Con todo ello, a partir del siglo X AEC la vida religiosa israelita se organizó de dos maneras distintas: una fue la que intentaba centralizar el culto en Jerusalén, bajo la guía de una dinastía sacerdotal, y otra fue la que sobre todo en las zonas del norte (la actual Samaria y Galilea) optaron por una religiosidad no centralizada, si bien se tuvo el principal recinto en la antigua ciudad de Samaria.
Por supuesto, esto significa que la religión israelita no era un todo unificado (y en la propia Biblia sobran registros que lo comprueban), y que en esta etapa todavía sobrevivían muchos vestigios de la religiosidad cananea.
Toda esta condición original fue destruida por completo por las invasiones asiria y babilónica. Los más afectados fueron los israelitas del norte, cuyos sobrevivientes se asimilaron por completo a las formas y costumbres de los israelitas del sur. Por ello, después del exilio en Babilonia se impuso el proyecto centralizado en Jerusalén como el definitivo. Con la restauración de las escrituras sagradas a cargo de los escribas dirigidos por Ezra, se logró la unificación religiosa definitiva. Los últimos vestigios de identidad cananea autónoma habían desaparecido, y el Judaísmo logró convertirse en aquello que no se pudo del todo durante la era del antiguo Israel: una religión. Sólo una.
Es la época en la que, como ya señalé, se le da forma definitiva a la Biblia Hebrea (si bien todavía faltaban algunos libros por escribirse; estos sólo se integraron a la estructura ya diseñada con base a tres secciones: Torá, Profetas y Hagiógrafos). Así que Judaísmo y Biblia surgen de la mano, son el siguiente paso en la evolución religiosa de un mismo pueblo.
Sabemos que la conducción oficial de la religión judía estuvo a cargo de la misma dinastía sacerdotal que, antes de las invasiones asiria y babilónica, ya se hacía cargo del culto religioso en Jerusalén. Sabemos también que hubo una tendencia disidente que empezó a gestar las bases del posterior apocalipticismo judío, pero en esta etapa dicho grupo fue marginal. Durante unos 200 años, el panorama se mantuvo sorprendentemente estable.
La situación vino a cambiar con la conquista macedónica del territorio de Fenicia y Judea. Aunque Alejandro Magno y sus sucesores fueron bastante amables en términos políticos, las modas llegadas de Grecia comenzaron a impactar en la sociedad judía, y la religión en ese momento no pudo imponer ningún control en esto. Al contrario: muchos de los aristócratas de la casta sacerdotal se asimilaron al helenismo, y las tensiones con los grupos tradicionalistas de extracto popular empezaron a intensificarse.
El punto llegó al extremo de provocar una guerra: la llamada Guerra Macabea (167-158 AEC). El país se vio asolado nuevamente, pero cuando los sirios-seléucidas fueron derrotados y marginados definitivamente, vino una nueva era de gran creatividad intelectual, pero que dejó como saldo una radical reorganización de la vida religiosa.
Los grupos tradicionalistas que se habían opuesto al helenismo exacerbado anterior a la Guerra Macabea, no pudieron mantener la cohesión. La aristocracia le dio forma al grupo Saduceo, y los judíos de extracto popular le dieron forma al Fariseísmo. Mientras tanto, los apocalípticos se reagruparon en el monasterio de Qumrán. Por su parte, los helenistas extremistas fueron desapareciendo poco a poco, dejando su lugar a un nuevo tipo de Helenismo –con su principal sede en Alejandría, no en Judea–, muy refinado y elegante, y además notoriamente moderado. Sus mejores exponentes (como Filón) nunca tuvieron el interés en renunciar o diluir su Judaísmo. Por el contrario: se sabían profundamente judíos, sólo que inmersos en su realidad contextual donde la cultura helénica era preponderante.
El culto religioso siguió concentrado en el Templo de Jerusalén, aunque con las fricciones inevitables entre los sabios de cada tendencia. Sin embargo, fue la época en la que se consolidó otra institución que le permitió mantener la cohesión a los judíos de la diáspora, los que no tenían acceso a Jerusalén por la distancia: la sinagoga. Sus orígenes son más antiguos. Datan de la época del exilio en Babilonia, pero en esas épocas la mayor parte de las comunidades judías se ubicaban entre Babilonia, capital cultural de aquel entonces, y Jerusalén. En cambio, para las épocas posteriores a la Guerra Macabea, muchas comunidades judías se habían consolidado a lo largo del Mar Mediterráneo, y por eso la sinagoga cobró una importancia nunca antes vista.
Hasta cierto punto, se repitió una situación que ya se había dado en el antiguo Israel, cuano Jerusalén intentaba convertirse en el centro de la vida religiosa judía, pero en todo el territorio (sobre todo en el norte) se mantenían diversos lugares de culto, en abierto desafío a la autoridad de la dinastía sacerdotal de la capital. Ahora la situación era similar en cuanto a que funcionaba un Templo en Jerusalén, pero había muchos centros de culto en cualquier lugar donde hubiera judíos. Sin embargo, se había superado el modo de conflicto: la sinagoga no era una manifestación de oposición a la autoridad del sacerdocio en Jerusalén, sino un complemento. Lo que varios siglos atrás había sido un conflicto y una tensión permanente, ahora funcionaba de manera armoniosa.
Las guerras contra los romanos (66-73 y 132-135) vinieron a trastornar por completo este orden social y religioso. Jerusalén fue destruida, su Templo reducido a escombos, el país quedó desolado.
Esto afectó profundamente a las diferentes tendencias del Judaísmo. Los saduceos no pudieron adaptarse a la nueva realidad. Perdieron el Templo, su centro de acción, y con ello llegó a su fin el liderazgo sacerdotal que, durante más de mil años, había sido el eje central de la religiosidad judía en Jerusalén. A los disidentes apocalípticos les fue peor: convencidos de que D-os iba a traer una victoria milagrosa contra los romanos, se mantuvieron en pie de lucha hasta el final, y eso marcó su tragedia. A partir del año 73, el Judaísmo Apocalíptico de tipo qumranita prácticamente desapareció. Quedó enterrado en el polvo de la Historia.
Los fariseos, para entonces, estaban divididos en dos grupos. El de Shamai era el más numeroso y radical en muchos aspectos, sobre todo el nacionalista. Comprometidos también con combatir a los romanos, la mayoría de sus integrantes murió durante la primera revuelta. En contra parte, los fariseos del grupo de Hillel tomaron distancia. Eran igualmente anti-romanos, pero no eran fanáticos. Se dieron cuenta que la guerra contra Roma era un suicidio, y optaron por hacerse un lado para garantizar la sobrevivencia del Judaísmo. Sabían que si ellos no daban ese paso, nadie más lo haría y el Judaísmo terminaría por desaparecer. Después de consegui la autorización del emperador Vespaciano para establecer su centro de actividades en Yavne, fueron la base para la posterior restauración y reorganización del Judaísmo.
Los helenistas sobrevivieron durante algún tiempo. Enemigos abiertos del nacionalismo anti-romano, fueron protegidos por el estatus imperial durante la primera guerra. Sin embargo, la inestabilidad social provocó que en el año 117 también estos judíos se vieran envueltos en disturbios anti-romanos, y a partir de ese momento empezaron a correr la misma suerte que el resto de sus correligionarios.
El éxito del Cristianismo en Alejandría marcó su sentencia final: ante la intolerancia de la nueva religión, los últimos grupos de judíos en la otrora capital cultural del mundo se trasladaron hacia Europa.
El único grupo que realmente desapareció fue el apocalíptico. Pero los sobrevivientes del Judaísmo Saduceo y Helenista no tuvieron la capacidad de sobrevivir por sí mismos, y terminaron por asimilarse al modo de vida Fariseo, centralizado en las sinagogas.
Tras la derrota definitiva después del segundo gran levantamiento (132-135), el Judaísmo llegó a su reorganización definitiva, que ya venía siendo propuesta por los fariseos desde el año 70. Sin templo, la vida religiosa judía se reorganizó en torno a la sinagoga, y la guía espiritual pasó a manos de los rabinos.
Providencialmente, resultó una gran ventaja surgida de la desgracia: la autoridad espiritual dejó de ser un asunto hereditario y familiar, y pasó a ser una cuestión de méritos. Ahora el líder era no el que nacía en una familia privilegiada, sino el que se preparaba para ello. Esta nueva meritocracia intelectual trajo un nuevo florecimiento, y a partir del año 200 se empezaron a producir los grandes libros de la tradición rabínica (producción ininterrumpida hasta el día de hoy): el primero fue la Mishná, primera parte del Talmud. El último, seguramente se publicará esta semana. Y la siguiente se publicará otro, y luego otro más.
Así surgió lo que llamamos Judaísmo Rabínico, un sistema de organización flexible, moldeable, listo para adaptarse a cualquier circunstancia para poder enfrentar un exilio que habría de extenderse durante casi 2 mil años. A lo largo de ese tiempo, los rabinos diseñaron todo tipo de recursos estructurales, legales, teológicos, intelectuales, culturales y litúrgicos para garantizar la cohesión y la sobrevivencia del pueblo judío.
A lo largo de esta etapa, los judíos sufrimos cualquier cantidad de catástrofes, pero siempre de tipo local. Hasta el Holocausto. La barbarie nazi lanzó su ataque contra todo el Judaísmo europeo (y con el objetivo de extender ese ataque en otros continentes después), y el resultado fue la peor masacre sufrida por cualquier grupo humano en un período muy corto de tiempo: 6 millones de víctimas mortales en apenas 5 años de aplicación de la llamada Solución Final.
Pero tras la tragedia vino el renacimiento: el movimiento Sionista, que para entonces ya llevaba medio siglo oficialmente activo, logró consolidar los anhelos milenarios del pueblo judío, y en 1947 la ONU aprobó la fundación del Estado de Israel, misma que se consolidó en Mayo de 1948.
Ya sabemos que lo que siguió no fue fácil: las guerras declaradas por los árabes y el terrorismo intentaron destuir al nuevo estado judío, pero esta vez todo fue diferente. Sobre la marcha, el pueblo judío en Israel se convirtió en lo que nunca había sido a ese nivel: un pueblo guerrero. Derrotó a sus enemigos y se convirtió en una potencia económica, cultural, tecnológica, militar y religiosa. Sólo fallamos en convertirnos en una potencia deportiva (parece que eso no se nos da).
Siguiendo la inercia de los procesos anteriores de catástrofes y renacimientos, lo lógico era suponer que el Holocausto y la refundación de Israel –los máximos acontecimientos en la Historia judía desde la destrucción del Templo en el año 70– provocarían una reorganización de la religión judía. Así fue siempre, desde el Éxodo hasta las guerras judeo-romanas: con las catástrofes y los cambios políticos y sociales, hubo cambios también en la religión.
Sorprendentemente, a casi 70 años del renacimiento del Estado Judío, y a 72 años del final del Holocausto, el Judaísmo Rabínico sigue funcionando exactamente igual. Pareciera que sus instituciones ni siquiera se dieron por enteradas de los cambios que ha sufrido el mundo entero en el último siglo.
Rabinos, rabinatos, jazanim (cantores), mohelim (cirujanos encargados de las circuncisiones), shojtim (matarifes que proveen carne kosher a las comunidades judías), morim (maestros de religión), sheliaj tzibur (voluntarios que ayudan en la dirección de los rezos sinagogales) y jajamim (personas que, sin ser rabinos, se ganan el reconocimiento por su profundo conocimiento del Judaísmo y de la vida) siguen funcionando exactamente igual que hace cien años.
Cierto que ha habido modernizaciones, y que las comunidades reformistas y conservadoras no se organizan ni funcionan igual que las ortodoxas, pero esas alternativas existen desde mediados del siglo XIX. Son parte de la flexibilidad del Judaísmo Rabínico.
Todo parece indicar que el sistema rabínico es, simplemente, perfecto. En el sentido de que se puede adaptar a todo. Cocinado en el fragor del exilio y firmado con la sangre de miles y miles de mártires judíos, el sistema rabínico ha demostrado que puede soportar lo que prácticamente ningún grupo religioso ni político ha logrado: la victoria. El triunfo de Israel sobre sus enemigos no despeinó a la religión judía. Por supuesto, obligó a revisar y actualizar muchos contenidos, porque no es lo mismo ser un pueblo apátrida que ser israelí en la actualidad. Pero dicha revisión se sigue haciendo dentro de los parámetros que el Judaísmo Rabínico inauguró con el Talmud.
La conclusión es simple: el Judaísmo, como religión, goza de perfecta salud. Tiene todos los elementos para responder a sus nuevos retos; tiene, además, un bagaje de experiencia único en la Historia.
Y tiene, sobre todo, a una gran cantidad de sabios que siguen convencidos de que hay dos cosas que son indispensables para seguir andando: estudiar mucho, y salir a la calle para entender cómo se tiene que aplicar lo estudiado.
Así que tenemos Judaísmo para rato. Para mucho rato.
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