El estremecedor testimonio de un judío que sobrevivió a siete campos de concentración y perdió a toda su familia

Enlace Judío México.- Nada puede reemplazar a sus palabras. Nada. Su testimonio, atroz y luminoso al mismo tiempo, es también la voz de los seis millones de judíos masacrados por el nazismo, y de los que sobrevivieron en ese infierno para contarle al mundo el mayor crimen de la historia.

ALFREDO SERRA

Lo dejo hablar. Y en todo caso, completo su retrato.

Se llama Moisés Borowicz. Tiene 86 años empezados en Sokoly, entonces un pequeño pueblo de Polonia.

Polonia. El primer botín y el primer crimen de Hitler. Primer día de septiembre de 1939.

Fue fácil arrasar con todo. Vidas y almas.

Moisés estuvo en siete campos de concentración: los motores del diabólico plan nazi,  el exterminio del pueblo judío. De cada hombre, mujer, niño, allí donde estuviera.

Perdió a toda su familia. Padres, dos hermanos, y la felicidad de vivir moliendo harina: algo de lo más noble de la Tierra.
Doce empleados hubo en ese molino. Pero nada quedó.

Cuando llegaron los nazis, los Borowicz buscaron refugio entre otros molineros. Y conocieron la traición. Uno de su misma sangre que les prometió pan y casa… los entregó a los nazis.

Muchas almas ya se habían corrompido. Por interés o por miedo. Pero siempre traición.

Huyeron a tiempo. Se perdieron en un bosque. Cavaron un hoyo: su bunker. Pero los nazis descubrieron el escondite, y los rodearon. En este punto hay que detenerse. Oírlo. Y escribir aquí esas palabras, para que voz y letra perduren.

Un soldado disparó su fusil contra un árbol. Un pájaro cayó muerto. El soldado le dijo a la madre de Moisés: “Este muchacho tiene destino de vivir, porque cuando escapaba quise matarlo, pero se me trabó el fusil. Y ahora la bala salió para matar un pájaro”.

Los arrastraron, siempre a palos y a humillaciones, al gueto de Bialystock. Los separaron: el más doloroso preludio del crimen. Por un lado sus padres, por otro él y sus hermanos.

El tren arrancó.

Al pasar por Treblinka (otro campo de horror) dejaron dos vagones. Que ya no eran vagones: eran cámaras de gas. El método del que se ufanaban los nazis: matar a miles en el menor tiempo posible y con el menor gasto.
En esos vagones y así murieron sus padres.

El tren siguió. Muchos, desesperados, se tiraron. Pero los recibieron los fusiles y las ametralladoras. Uno de ellos fue el hermano de Moisés.

El calvario se alargó. Los dos fueron prisioneros del campo Majdanek, y después al Blyzin. Allí… ¡tifus! Su hermano se enferma. Lejos de atenderlo, lo tiran al piso en una de las infectas barracas, y cada día le dan un pedazo de pan negro y “un poco de agua negra que llamaban café” (Moisés dixit).

Muere al fin su hermano. Uno más de la espantosa disyuntiva: ¿mejor morir y liberarse, o soportar el horror hasta que la providencia tire un naipe a favor?

Moisés también se enferma, también lo tiran… pero se salva y vuelve a trabajar en el oficio que fingió, y del que nada sabe: talabartero.

Ese infierno que ni Dante imaginó se multiplica. Moisés pasa, penuria a penuria, por los campos de Plaszow, Wielicza, Mauthausen, Melk, Ebensee.

Ahora es 6 de mayo de 1945.

Hitler se ha matado con cianuro y bala el 30 de abril.

Nada queda del Tercer Reich, salvo los criminales que encontrarán refugio en países no menos cómplices. Brasil, Paraguay, Bolivia… y el nuestro.

Los soldados norteamericanos que liberan Ebensee, al poner el pie en esa pesadilla, vomitan. No pueden soportar ni por un minuto lo que Moisés soportó años.

Moisés y todos los que murieron en los campos, y el puñado de sobrevivientes. Judíos. Gitanos. Negros. Homosexuales. Lisiados. Todo lo que no fuera de la raza superior. Los arios… que violaban mujeres y mataban niños a palos y patadas.

O como aquel soldado ario… que ayudó a una niña de tres años a subir los escalones hacia la cámara de gas, porque sus piernas eran demasiado cortas.

O como, según me confió León, otro sobreviviente, el soldado ario que ante el ruego de una madre… mató a su hijo aplastándole la cabeza con su bota.

Moisés llegó a la Argentina en 1947. Dos veces viudo. Tres hijos varones. Nueve nietos. Se resistió por años, pero volverá a Polonia para ver a Sokoly, su aldea, por última vez.

Y después a Israel para celebrar el día de la Independencia.

Y de regreso… seguir contando.

Porque como rogó un judío mientras lo llevaban a la cámara de gas “Buenas gentes, cuenten… Buenas gentes, no olviden”, para eso sigue sobre la Tierra.

 

Fuente:infobae.com

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