Enlace Judío México.- En el momento en el cual suena el Canto de los partisanos, Emmanuel Macron ha entornado los ojos. Y, quizá por única vez en estas semanas, ha exhibido una conmoción verdadera.
GABRIEL ALBIAC
Es su primer acto institucional. El azar ha querido que la segunda vuelta de las presidenciales se resolviera, este año, en la víspera del 8 de mayo. Y esa fecha, la del fin de la Segunda Guerra Mundial, es una de las dos fiestas mayores (la otra es el 14 de julio) de la nación francesa. La banda militar, ante la llama del soldado desconocido en el Arco del Triunfo, ha entonado ese canto de combate que compusieron, en 1943, tres clandestinos resistentes. No es una canción benévola. Ni dulce. Es el manifiesto tenaz de los que nada pueden ya esperar salvo la muerte: “Aquí, cada cual sabe lo que quiere y lo que hace cuando pasa. / Amigo, si caes, otro amigo sale de las sombras para tomar tu puesto…” Es el himno a la dureza extrema de quien toma las armas en un callejón sin salida. No es difícil dejarse llevar por la emoción estoica de ese canto.
Nada que ver con el Macron de 12 horas antes. La música que sonaba a todo volumen durante la celebración en el Carrusel del Louvre era ese pop mestizo que aquí arrasa entre los adolescentes periféricos. Nada, a decir verdad, que imponga ni estoicismo ni grandes emociones. Música para bailar, sin más historia. Las gentes concentradas allí para ovacionar al nuevo presidente sólo tenían un factor de identidad común: eran, en su inmensa mayoría, jóvenes, muy jóvenes. Y muy ajenos a esa jerga a la cual los de mi edad llamamos discurso político. Ninguna identidad étnica: los orígenes asiáticos, europeos o africanos se barajaban indiferentemente en la noche del Carrusel del Louvre. Pero la identidad estaba allí. Más ligada a la edad que a ninguna otra cosa. Y, con la edad, a la vaga esperanza de poder salir de un mundo que nunca fue tan hostil para los recién llegados.
La exclusión laboral –económica y social, por tanto– de los más jóvenes es, desde hace un decenio y medio, la tragedia irresoluble de Europa. Y sobre esa tragedia se han ido tejiendo peligrosamente los hilos de la nueva demagogia a la que llaman populismo y que no es, en realidad, más que una variedad ligeramente actualizada de los viejos fascismos. En Austria como en Holanda, en Italia como en Alemania o España, la demagogia populista ha sabido explotar –ya a “izquierda”, ya a “derecha”– ese malestar hondo que es hoy el de los europeos de menos de cuarenta años: el de los condenados a ser una generación perdida. En Francia, la explotación política de esa angustia tiene un nombre: Frente Nacional. Como en Holanda tiene el suyo: el Partido de la Libertad de Geert Wilders. Y FPÖ en la Austria de Stracher y Hofer.
Hofer en Austria y Wilders en Holanda fueron puestos ante las urnas por los electores; aunque se hayan enquistado en porcentajes de clientela alarmantes. El problema con el FN francés era, sin embargo, de otra envergadura: la que se corresponde con el papel que, junto a Alemania, juega Francia como columna vertebral de la Unión Europea. De haber vencido Le Pen y haber promovido el referéndum de salida que incluía su programa, la UE hubiera entrado en fase resolutoria. Y, con ello, todo el juego de las relaciones internacionales hubiera sido trastrocado. No sucedió. Es el tercer golpe parado. Y el decisivo. A la espera de Alemania.
En la noche del 7 de mayo, una muchedumbre de jóvenes, de abigarradas etnias pero por igual franceses, buscaban la identificación generacional que no acaban de hallar en un sociedad exangüe. En la mañana del 8, el joven presidente al cual ovacionaban marcaba su emoción al escuchar el canto de los viejos partisanos. En el puente entre esas dos mitologías tendrá que asentar su triunfo. O será su derrota. Y la de todos.
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