IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Es nuestra, Jerusalén es nuestra. Esas son las palabras que el general Motta Gur transmitió por radio al comando central del Ejército de Defensa de Israel, el 7 de Junio de 1967. Acaso las palabras más importantes que haya pronunciado un judío en los últimos dos mil años; acaso las palabras más anheladas por toda una nación a lo largo de toda la historia.
Podría decirse que la historia comienza 2130 años atrás, cuando en el año 63 AEC el general romano Pompeyo ocupó militarmente la capital del Reino de Judea, y el pueblo judío perdió su libertad. Tenían su ciudad, pero eran súbditos de Roma. O tal vez 1993 años atrás, cuando en el año 70 esas mismas tropas romanas, ahora bajo el mando del general Tito Vespasiano, destruyeron la ciudad por completo, junto con su magnífico Templo, y comenzó el lamento por el lugar sagrado perdido y el sueño por la reconstrucción. O tal vez 1835 años, porque fue en el año 132 que el Emperador Adriano ordenó construir una nueva ciudad allí y cambiarle el nombre. Quiso llamarla Aelia Capitolina, y de ese modo inauguró la infame costumbre de decirle al pueblo judío “no es tu ciudad, es mía…”.
Pero, a efectos de practicidad, digamos que la historia comenzó dos días antes, el 5 de Junio de 1967, cuando el Ejército de Defensa de Israel lanzó el operativo militar más importante en la historia milenaria del pueblo de Israel.
Ese día se jugaba la sobrevivencia del joven Estado Judío y, probablemente a mediano plazo, la de todos los judíos del mundo. Durante las semanas previas, la Liga Árabe bajo el mando del presidente egipcio Gamal Abdel Nasser había comenzado a desplegar su artillería alrededor de Israel, y se habían dedicado a pregonar a los cuatro vientos que destruirían la nación judía, que exterminarían a su población, que los que sobrevivieran a las balas serían ahogados en el Mar Mediterráneo.
Nadie dijo nada. Condolencias, por supuesto, en todos lados. El Rabino Shmuel Lerer (Z”L) me contó que en ese tiempo era profesor en la Universidad de Ohio, y capellán de la comunidad judía estudiantil. Otros profesores y algunos directivos de la universidad acaso le dijeron que sentían una profunda pena por la situación que estaba a punto de enfrentar Israel, más o menos en el mismo tono que una persona va a presentar sus condolencias a un desahuciado que está en fase terminal y al que le quedan pocas horas de vida.
La ONU no tuvo una sola palabra de condena contra la agresión árabe. La ex-URSS y los Estados Unidos tampoco hicieron ningún esfuerzo por contener la situación. El sábado 3 de Junio en la mañana la capilla donde se realizaban los servicios matutinos de Shabat estaba llena. En el rostro de los alumnos se veía la angustia, la duda. Me dijo el rabino Lerer que acaso la pregunta más difícil que tuvo que encontrar fue “¿Qué va a pasar?”. La venía escuchando desde días antes; y lo único que había contestado era “vengan el sábado en la mañana al rezo; la Torá tiene respuestas para todo”.
Y es cierto. La Torá tiene respuestas para todo.
¿Coincidencia? Esa mañana se leyó Levítico 26:7-9, y sus palabras calaron hondo en el alma de esos estudiantes. En realidad, me atrevo a decir, en el alma de todos los judíos del mundo que asistieron a una sinagoga en ese día que se sentía como la antesala de lo fatídico.
“Y vosotros perseguiréis a vuestros enemigos, y caerán a espada delante de vosotros. Cinco de vosotros perseguirán a cien, y cien de vosotros perseguirán a diez mil, y vuestros enemigos caerán a espada delante de vosotros. Me volveré hacia vosotros y os haré fecundos y os multiplicaré y confirmaré mi pacto con nosotros”.
Después de escuchar eso ¿qué más se podía hacer? ¿Esperar? Los judíos en todo el mundo no tenían otra alternativa, pero los judíos en Israel sí. Optaron por no esperar.
El lunes 5 de Junio Israel tomó la iniciativa y lanzó un ataque sorpresa contra los ejércitos árabes. Fue uno de los golpes estratégicos más impresionantes en toda la Historia: en vez de atacar las posiciones de artillería que estaban alrededor de Israel, atacó los aereopuertos militares de Siria y Egipto, destruyendo o inutilizando sus aviaciones. Una vez que se confirmó que, pasara lo que pasara, Israel tendría el control absoluto del cielo, vino el ataque frontal contra las tropas y la artillería.
Los árabes nunca se imaginaron que la estrategia de Israel fuera a ser esa: cinco persiguiendo a cien, cien persiguiendo a diez mil.
Hasta ese momento, Jordania se había mantenido al margen del conflicto. Su participación no estaba decidida. Sin embargo, el 5 de Junio en la tarde el rey Hussein recibió un comunicado de parte de Gamal Abdel Nasser, diciéndole que los israelíes estaban siendo derrotados en todos los frentes. Que era el momento de intervenir.
El rey Hussein se creyó la mentira de Nasser. Mentira desesperada, porque la realidad es que Israel estaba destruyendo a los ejércitos árabes.
Engañado por su homólogo egipcio, Hussein ordenó un bombardeo contra posiciones israelíes en Jerusalén ese mismo día.
Error. Craso error. La respuesta israelí fue inmediata y al anochecer la fuerza aérea jordana también estaba completamente destruida, al tiempo que se preparaba el asalto de nuestra infantería. Al día siguiente, Ramallá y Yenin estaban rodeadas por los ejércitos judíos, y Haffez el Assad –presidente sirio y siempre tan mezquino– le notificó a Hussein que Siria no enviaría tropas para ayudarlo.
El rey jordano se quedó solo.
El 7 de Junio empezó la operación que, todos sabían, sería la más importante de esos difíciles días. Fue el General Motta Gur el que tuvo el privilegio de dirigir a los jóvenes paracaidistas judíos en la batalla que soñó el profeta Zejariah desde los tiempos bíblicos. Un grupo avanzó desde el Monte Scopus; el otro, desde el valle adyacente; uno más, comandado directamente por Motta Gur, fue el que llegó primero a la meta tan anhelada: un muro de piedra. Los jordanos apenas pusieron resistencia.
Cuando la situación estuvo bajo control, Gur tomó el radio y se comunicó con el mando central del ejército, y entonces dijo las palabras con las que nuestro pueblo soñó durante miles de años.
“Es nuestra, Jerusalén es nuestra”.
Allí estaba el grupo de paracaidistas judíos, frente al que hasta entonces se le llamaba Muro de los Lamentos, viendo cómo se volvió realidad aquello que durante casi dos milenios sólo fue una esperanza, tomada del mensaje de los antiguos profetas de Israel cuyas palabras daban un poco de consuelo y fortaleza a un pueblo que, por entonces, vivía sin patria y errabundo por todos los continentes, pero que de todos modos no dejaban de repetirse año tras año al concluir su fiesta por la libertad: Ha Shaná ba’a Viyerushalayim. El próximo año en Jerusalén.
Ya no era un sueño. Las milenarias piedras del Muro Occidental fueron los testigos del sagrado momento en el que el rabino Shlomo Goren, capellán del ejército israelí, hizo sonar el Shofar para anunciar la liberación de la ciudad más amada en toda la historia, y llevó un Sefer Torá para que por primera vez desde el año 63 Antes de la Era Común los judíos rezáramos otra vez allí, libres y soberanos.
El lugar no volvió a llamarse Muro de los Lamentos; se convirtió, simplemente, en el Kotel. Nuestro Kotel.
Los libros de Historia dicen que Jerusalén cayó sin dificultad. Pero nosotros sabemos que no es cierto. Jerusalén no cayó; recibió con los brazos abiertos a sus verdaderos hijos. Se entregó cual madre amorosa que, anciana y fiel, ve el regreso de sus vástagos después de un largo viaje en el que hubo muchas lágrimas, pero también muchas cartas para decirle que nunca la olvidamos, que nunca la dejamos de amar; cartas que llegaron vestidas como poemas, como canciones, como plegarias, y que todavía el día de hoy son el testimonio eterno de la historia de amor más hermosa que haya existido sobre la faz de la Tierra.
El amor de un pueblo por una ciudad.
Dudo que Malkitzedek, rey de la más antigua Jerusalén, se imaginara que Abraham, ese hombre que se presentó con él para dar ofrendas después de derrotar a sus enmigos, se convertiría en el padre de una nación indómita, tanto en su apego a la vida como en su amor por esa ciudad. Dudo que el rey David, cuando hizo de Jerusalén su capital, haya previsto todo lo que se iba a decir, a cantar, a luchar por esos muros y esas casas en los siglos venideros.
Los asirios la sitiaron, los babilonios la destruyeron, los romanos le cambiaron el nombre, Saladino y los cruzados la disputaron. Pero todos ellos se fueron. Nosotros, en cambio, simplemente la amamos; mientras imperios iban y venían, un grupo de judíos se mantuvo fiel e incorregible, viviendo allí, en lo que para los demás sólo era una ruina, y para nosotros era la esencia misma de nuestra identidad nacional. Nunca le dejamos de cantar, nunca la dejamos de anhelar, nunca perdimos la esperanza de que regresaríamos, porque el hogar está allí donde alguien te espera.
Y esa mañana de Junio de 1967 Jerusalén nos estaba esperando. El Kotel, el Muro, el alma misma de la ciudad, pudo contemplar a sus hijos reunidos, no como súbditos del sultán o del rey Jorge VI, sino como los guerreros de un Estado libre y joven, fundado en los cimientos de una nación antigua. Como si después de un largo noviazgo un hombre y una mujer por fin se vieran, frente a frente, debajo del palio nupcial sabiendo que ya no hay más barreras para su amor, que ya se pertenecen el uno al otro de manera absoluta y para siempre.
La espera terminó. Se cumplió el anhelo del poeta sagrado que repetimos todos los días en nuestros rezos:
Y a Jerusalén tu ciudad
Retornarás con misericordia
Y residirás en ella
Como está dicho
Reconstrúyela pronto y en nuestros días
Y un trono para David tu siervo
Prepara prontamente allí
Bendito eres Tú, Señor, que reconstruyes a Jerusalén
Baruj atá Adoshem, boné Yerushalaim
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