Hay un modo infalible de perder una guerra: hacer como que la guerra no existe.
GABRIEL ALBIAC
Muy pocas veces, en los últimos siglos, una guerra fue declarada de modo más solemne. Y menos equívoco y con ratificación más reiterada. La yihad fue primero dictada por Jomeini, quien hoy aparecería al Daesh como un insoportable moderado. Los ayatolas de Qom emitieron fatwas contra ciudadanos concretos, a los cuales condenaban a muerte: el caso Rushdie es sólo el más simbólico. Vinieron luego las proclamas que llamaban a destruir Israel y los Estados Unidos (en la jerga iraní el Pequeño y el Gran Satán). En lógica implacable, los de Bin Laden extendieron la declaración de guerra santa a todo el occidente no musulmán. Y, a partir de 2001, iniciaron las operaciones en territorio enemigo. No es verdad que sus blancos hayan sido aleatorios o indiferenciados. Su blanco fue y es la población civil. Tanto más directamente apuntada cuanto más inocente. En la lógica del terror yihadista, el pánico será mayor cuanto más irracional sea su objetivo.
La guerra en la cual estamos atrapados es una guerra de tiempo largo, único tiempo que cuadra a las guerras de religión. Puede que hayamos olvidado lo que eso significa. Pero los libros de historia deberían bastarnos para recordar lo que fueron y duraron los asaltos islámicos contra el occidente cristiano entre los siglos VIII y XVII. Si no entendemos que estamos ahora en una coyuntura paralela y no nos preparamos para una larguísima guerra de desgaste y resistencia, es que hemos aceptado ya ser siervos de quienes sólo conocen la sharía como norma de vida pública y privada.
Unos amigos que vuelven de Nueva York me narran su admiración ante el Memorial del 11-S, que yo no he tenido aún ocasión de visitar. No fue el descomunal trabajo de arqueología histórica allí realizado lo que más los impresionó. Fue algo sencillo: los vídeos en bucle de los autores de los atentados en el momento de pasar impunemente controles de aeropuerto que hasta un niño de pecho hubiera podido saltarse. De esas pequeñas negligencias nació la mayor matanza religiosa de la era contemporánea. Y la guerra mundial en la cual vivimos y a la cual no vemos hoy desenlace.
Muchas veces he comentado a mis alumnos, en el correr de mis clases sobre el siglo XVII, el pasaje en el cual cristaliza Spinoza la paradójica relación que fija la perspectiva moderna de lo político: “La libertad de pensamiento, o fuerza anímica, es una virtud privada. Mientras que la virtud del Estado es la seguridad”. Hasta el día de hoy, ese axioma es el único suelo firme de la ciudadanía: somos hombres libres –podemos serlo– porque toda la potencia del Estado –que es mucha– está enfocada al único objetivo de garantizar nuestra seguridad. Si el Estado fracasa en esa garantía, no nos queda más destino que ser siervos (que, por cierto, es lo que “musulmán” significa en árabe: “sometido”).
Hay un modo infalible de perder una guerra: hacer como que la guerra no existe. En eso estamos.
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