En “La niña en el balcón”, la poetisa Angelina Muñiz-Huberman cuenta cómo su madre le reveló que era judía

Enlace Judío México – Como parte de la celebración de la IV Cumbre Erensya, que reúne a miembros de comunidades sefaraditas del todo el mundo y que por primera vez se celebra en México, la poetisa mexicana Angelina Muñiz-Huberman leyó un conmovedor texto titulado “La niña en el balcón” en el que relata la manera en que le fue transmitida la verdad de su origen y su pertenencia al pueblo judío. A continuación, el texto completo de su ponencia.

“LA NIÑA EN EL BALCÓN: UNA HISTORIA EN DOS PARTES”
La historia que voy a contar tiene dos partes. La primera es la siguiente.
La escena sucede en un balcón. Como si fuera en una obra clásica. Una madre habla con su hija. Es un fresco atardecer en la colonia Condesa de la ciudad de México. La fecha es 1942, en medio de la Segunda Guerra Mundial. La niña escucha con atención; sólo tiene seis años pero adivina que algo muy importante le va a ser dicho. La niña se apoya ligeramente en el balcón y la madre esboza una ligera sonrisa.
¿Por qué escoger un balcón para decir algo que será crucial en la vida de la niña? ¿Tal vez porque es una parte remota de la casa? ¿Una parte separada, que pareciera flotar en el aire? ¿Un espacio íntimo? ¿Un espacio en donde se puede guardar un secreto?
En un espacio sin espacio y en un tiempo sin tiempo, con instantáneas palabras concentradas, se le revela la verdad a una pequeña niña. La luz del conocimiento ilumina el balcón y ahora sabe que pertenece al pueblo de Israel. Su madre le confiesa cómo por los siglos de los siglos sus antepasados trasmitieron el secreto de sus orígenes, siempre de madre a hija, de una manera velada y en un lugar recluido, para evitar la persecución. A partir de entonces, la niña adquiere la responsabilidad de continuar con esa tradición. Ha prometido nunca olvidar y trasmitirla, cuando llegue el momento, a sus propios hijos.
La luz ilumina el balcón, pero un sello secreto se ha establecido. Como cada minuto cuenta, la madre continúa con la confesión. Le enseña a su hija un signo que la identificará como judía: con las manos extendidas, unirá los dedos por pares imitando la forma de la primera letra de Shadai, el nombre divino. Le explica que su apellido, Sacristán, en apariencia tan cristiano, no es sino la traducción del hebreo Shamash y le cuenta cómo los miembros de su familia eran llamados “los judíos” en el Casar de Talamanca, el pueblo del que provenían.
Cada día que pasa se agrega un nuevo azulejo al mosaico; una nueva pieza del rompecabezas halla su lugar. Poco a poco, la niña arma el complejo patrón de su familia. Tan lejos como la memoria puede ir, la familia había vivido en España durante siglos. En 1492, cuando se emitió el Edicto de Expulsión contra los sefardíes, su familia no salió al exilio, sino que permaneció en España y fue forzada a convertirse al cristianismo, ingresando a las filas de los criptojudíos.
Si su familia no abandonó España en 1492, ¿qué hace en México en 1942?, cuando pareciera que sólo una inversión de números la hubiera trasladado mágicamente. En realidad, le ha llegado el turno del exilio. Sus padres, de convicción republicana, salen de España durante la Guerra Civil y la niña nace en Francia. Unos pocos meses antes de que se declare la Segunda Guerra Mundial, la familia tiene la suerte de embarcarse a tiempo hacia algún destino del continente americano. El barco arriba a Cuba, donde la niña y sus padres permanecen tres años para después dirigirse a México.

Una vez en México, la familia cambia de residencia varias veces. Hay un viaje a Nueva York en 1945, para reunirse con parte de la familia que había huido de la persecución nazi.

De regreso en México, la pequeña conoce en el colegio a niños sobrevivientes de campos de concentración. Escucha con atención sus historias porque un día será escritora y considerará su deber relatar esas historias.

Así, un mundo de exilios la rodea: el de los judíos y el de los españoles republicanos. Sus padres suelen ir a los cafés y la llevan consigo porque son inseparables. Reunidos con otros refugiados no dejan de hablar sobre el fin de la guerra y su regreso a España, una vez que sean derrotados Hitler, Mussolini y Franco. Siendo la única niña en esas reuniones se convierte en una experta en oír y aprender de los adultos.

Pero la historia no sucede como se quisiera. Hitler y Mussolini son derrotados, mas no Franco. Así, el exilio se convirtió para los refugiados en el modo de vida que duró hasta su muerte. La niña, obsesionada con la idea de regresar algún día a España, nunca consideró el lugar en el que vivía como definivo, sino siempre en tránsito.

A partir de entonces, se convertirá en extranjera. Una vez, jugando en la calle, un borracho que pasaba le gritó: “¡Güereja judía!”, lo que no consideró insultante sino al contrario se sintió orgullosa de que la habían reconocido. Otras veces se la llamaba “gachupina” o “refugacha”, como si ella hubiera cometido los pecados de los conquistadores de la época colonial.

Se acostumbró a acumular exilios y a refugiarse en un mundo interior donde la imaginación y la libertad reinaban a sus anchas. Sin saberlo, empezaba a trazar el sendero de su creación literaria.

Años después, combinó la historia de sus exilios en la figura de Santa Teresa, cristiana nueva, que utilizó en Morada interior (1972), la primera novela neohistórica y de la mística sefardí en las letras mexicanas contemporáneas, y 4ª. de Latinoamérica. En otras novelas, Tierra adentro y La guerra del Unicornio, trata de la vida de hispanohebreos en las épocas medieval y renacentista. En La lengua florida recopiló una antología de literatura sefardí y en Las raíces y las ramas se propuso analizar y explicar algunos aspectos de la Cábala hispanohebrea. En El mercader de Tudela, narró y recreó la vida del famoso viajero medieval Benjamín de Tudela. El tema del exilio español aparece en Dulcinea encantada y en Las confidentes, además de otros poemas y relatos. Ambos exilios se entremezclan en Rompeolas, su poesía reunida.

En el género que nombró como seudomemorias: Castillos en la tierra, Molinos sin viento, Hacia Malinalco, vida y creación se unen a exilio y palabra en un nuevo espacio hallado. En El sefardí romántico utiliza historias de la familia entre el humor y la trasgresión.
De este modo, el ciclo se cierra y la niña en el balcón conservará como una nostalgia la pasión por alcanzar las primeras raíces del ser.

Esta es la primera parte de la historia de la niña que, en realidad, no es otra sino mi historia. La segunda parte complica las cosas. Y es la historia de mi padre. Provenía de una familia aristócrata. Mi abuelo era marqués de Palacio y de la Caridad y su genealogía se remonta al siglo XIII. Se casó siendo muy joven y pasado un año la esposa lo abandonó dejándole un hijo y sin volver a saberse de ella. Poco después conoció a la que iba a ser mi abuela con la que vivió el resto de su vida, pero sin poder casarse con ella ya que España era un país católico que no permitía el divorcio.
Educado como católico mi padre abandonó la religión y era librepensador. Sin embargo, en la relación con mi madre le extrañaba que ella insistiera en sus orígenes judíos o, más bien, criptojudíos. “¿Por qué crees que eres de origen judío?”, le decía con frecuencia. En cambio, mis tías paternas fueron siempre muy católicas o así lo creía yo. Hasta que descubrí algunas cosas y fui atando cabos.
Mientras, mi madre seguía reforzando su judaísmo. Era una gran lectora y me inculcó el hábito de leer. Tenía una Biblia, la de Casiodoro de Reina y Cipriano Valera, autores conversos, de la que sólo se valía del Antiguo Testamento y de niña me leía fragmentos los días sábados. Como vivíamos en un barrio judío, compraba comida judía y preguntaba a sus amigas qué significaban algunas tradiciones que recordaba. Poco a poco se afianzaba más en la certeza de sus orígenes y me lo trasmitía. Cuando crecí me pidió que me casara con un judío.
Para redondear la historia de mi madre, decidí acudir a mi abuela, a quien nunca conocí pues se quedó toda la Guerra Civil y durante el franquismo en España. Le escribí una carta en la que le preguntaba acerca de algunas palabras de origen hebreo castellanizadas, por ejemplo, “desmazalado” (tan frecuente en el Quijote) y, en efecto, las conocía.
Otro dato que me ha hecho pensar últimamente es referente a la quiromancia o lectura de la mano y la baraja española. Resulta que mi madre sabía leer la mano y echar las cartas o baraja española, lo que entronca con cierto aspecto de la vida de los criptojudíos. Y hasta se ha pretendido que la palabra baraja provenga de beraja, pero en definitiva es incierto su origen etimológico. Otra teoría propone que ante la prohibición de leer el Antiguo Testamento los criptojudíos simulaban estar jugando a las cartas para ocultar la Torá colocada sobre su regazo.
Sabemos que las menciones de la mano, yad, parten de la Torá y son frecuentes en el Zóhar. La mano y los cinco dedos son los cinco llibros de la Torá o Pentateuco. También mi madre me enseñó a leer la mano, aunque por mi parte soy incrédula.
Retomando la historia de mi padre eran muy notorias las blasfemias contra el cristianismo que utilizaba, algo propio de los criptojudíos. Pasaron muchos años más hasta que fui sorprendiéndome por hechos que seguía descubriendo. En primer lugar, en mi familia paterna hubo varios casamientos mixtos. Una tía y una prima se casaron con judíos. Mi tía siguió siendo muy católica, pero sin ella saberlo tenía costumbres judías. Por ejemplo, cuando moría un miembro de la familia mantenía velas encendidas en su recuerdo. Cumplía con la ley de separar utensilios para la leche y la carne, y cuando murió mi tío judío no quiso enterrarlo en un cementerio católico, sino en el jardín de la casa. Había amado intensamente a mi tío y cuando se perdió la Guerra Civil en España y en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, temiendo que fuera perseguido por judío, sobornó a un cura para que le diera un certificado de bautismo en el que aparecía como católico hijo de católicos. Esta mezcla de catolicismo exagerado y de reminiscencias judías, me hizo pensar si mi abuela paterna no provendría también de encubierto origen judío, unido al hecho de ser de Villanueva de la Serena, en Extremadura, lugar de intensa vida judía desde la época medieval.
Debido al Edicto de Expulsión de los judíos el año de 1492 se abrió un parteaguas en la vida española que dio lugar a una ambigua situación entre ambas religiones y parte inevitable de la vida de cristianos nuevos y cristianos viejos. Llegó un momento en que tanto unos como otros vivían irremediablemente bajo la sospecha inquisitorial. En esa conflictiva situación fueron las mujeres las que mantuvieron el recuerdo de su judeidad que, a lo largo de los siglos, fue desdibujándose lentamente. En los procesos inquisitoriales estas mujeres fueron llamadas “empecinadas” por su apego a los orígenes.
De tal modo que muy bien podría haber sido que mi familia paterna por la línea materna también descendiera de conversos. Algo que no podré resolver, pero que, por la mezcla de elementos contrastantes, de dudas e inquietudes contribuye a una fractura identitaria aunque a la vez a una ampliación de la propia idiosincrasia. Cuanto más enrarecida una circunstancia humana mayor es la proyección dentro del mundo de la creatividad literaria, ya que las palabras pueden ampliar su interpretación y, con frecuencia, representar un doble filo de la realidad. Sobre todo cuando esas palabras se basan en la memoria, la más frágil de las actividades mentales y la más propensa a la invención para redondear historias. Tal vez, ese sea mi caso.

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