Juntos venceremos
jueves 21 de noviembre de 2024

Tres momentos en la vida de mi papá

IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – No podría decir en qué momento exacto lo conocí. En realidad, creo que lo conocí varias veces, porque fue proceso de descubrirlo en sus diferentes facetas. Por supuesto, conforme iba evolucionando en su forma de ser, pero también conforme yo también hacía lo propia. Cada tantos años él tenía nuevos aspectos que yo debía descubrir; cada tantos años, yo tenía un modo nuevo o diferente de descubrir las cosas.

Por eso son tres los momentos que tengo particularmente grabados, y que de algún modo me dan la pauta para entender cómo fue nuestra relación.

El primero y acaso el más determinante fue aquella mañana en la que me desperté inquieto a eso de las 5 de la mañana y ya no pude dormir otra vez. Mi cabeza era un torbellino de ideas y sensaciones, y durante unas tres horas –en las que seguí enfundado en mis cobijas– me repetí una y otra vez que todo el relajo que traía por dentro era, simple y sencillamente, irracional. Injustificado. Simplemente, sentimientos tan volátiles como fugaces.

Hasta que me despertó el timbre. Fueron toquidos insistentes, me atrevo a decir que histéricos (el timbre de mi departamente, sorprendentemente, tiene volumen; si apachurras suave el timbre, suena suave; si lo apachurras fuerte, suena fuerte; y era evidente que en esta ocasión alguien lo estaba apachurrando con mucha histeria de por medio). Brinqué de la cama y en dos segundo estaba en el interfón preguntando qué pasaba, aunque es evidente que de algún modo ya lo intuía. Sólo recuerdo que escuché la voz de mi mamá, tan histérica como el timbre unos segundos antes, diciéndome que a mi papá le había dado un ataque y que estaba completamente inerte.

Menos de un minuto después, estaba vestido y corriendo los escasos doscientos metros que separan mi edificio de la casa de ellos. En mi cabeza sólo retumbaba una plegaria: “No, D-os, por favor; todavía no”.

Lo encontré inerte, efectivamente, sobre su cama. Estaba frío. Sus labios ya no tenían el mismo color de siempre. Sus ojos apuntaban hacia ningún lado. El paramédico nos dijos, unos minutos después, que tenía tres o cuatro horas de haber fallecido (justo las mismas que tenía yo despierto e inquieto). A todas luces, ataque cardíaco fulminante.

Después de ese ajetreo final, me quedé solo con él, listo para decir el Shemá Israel más doloroso que haya tenido que decir. Por cuestiones de distancia geográfica, a mí me tocó cerrar sus ojos para siempre, decir las primeras plegarias, y comenzar con todos los trámites y protocolos para empezar a preparar el entierro.

Desde ese momento hasta que regresé a mi casa después del panteón, prácticamente no probé bocado ni dormí. En cambio, por primera vez comprendí la naturaleza del ayuno como expresión luctuosa. Lo demás, lo posterior, los siete días de Shivá, los días de Shloshim, los meses en los que tuve que aprender a convivir con su ausencia, sólo los puedo resumir en una palabra: desolación. Era una experiencia para la que no estaba preparado.

Pero, pregunto: ¿acaso se puede estar preparado? Conforme fui reconstruyendo todo lo que él había significado para mí, me fue quedando cada vez más claro que no. Nadie en su sano juicio estaría preparado para algo así. No sería justo, no sería correcto. Lo más humano es simplemente desear que esos vínculos, aún en su estado físico, no se alteren jamás.

Poco a poco descubrí el infinito valo que significaba para mí decir que eso me tomó por sorpresa, y que la vida me lo había quitado demasiado pronto.

En realidad, era ilógico: mi papá fue hipertenso desde su juventud, así que estaba sentenciado a no vivir más que unos sesenta años o algo así. Pero además de ser alguien muy fuerte, siempre fue disciplinado y sano, muy cuidadoso en su alimentación, voraz consumidor de ajos y cebollas para ayudar su circulación. A los sesenta y nueve fue que tuvo el primer infarto, luego otro a los setenta y dos, y el tercero y definitivo (el que me lo arrebató esa mañana invernal) fue a los setenta y tres. Para entonces y desde el primer infarto, llevaba un poco más de tres años enfermo y en deterioro progresivo. En realidad, cualquier mente fría y ecuánime se hubiera dado cuenta que se estaba muriendo.

Pero ¿por qué habría yo de tener la mente fría y ecuánime, si era mi papá? No era el vecino. No era un pariente lejano. Era el gran referente que había tenido yo toda la vida para entenderme como ser humano y como varón.

Unos tres años después pude ver el video que tomamos en la cena de Año Nuevo, en Diciembre de 2003, apenas veintiún días antes de que muriera. Me sorprendió su aspecto. Verdaderamente era una persona físicamente acabada. Se le notaba el peso de tres años de problemas cardíacos serios. Se le veía también la plácida tranquilidad de quien sabe que está en el trayecto final de su vida, de quién está consciente de que no falta mucho para rendir cuentas ante su Creador.

Pero yo no lo veía así. De hecho, no lo recuerdo así. En mi cabeza en ese entonces todavía cabía la posibilidad de que se recuperara, de que resistiera pese a su salud disminuida.

¿Ingenuidad? ¿Inconciencia? No. Yo sólo diría amor. Un humano, imperfecto, limitado, pero sincero y profundo amor. Ese amor que no soporta la idea de que esa persona se está despidiendo de ti, y sólo reacciona hasta que la separación es definitiva. Hasta que ves el ataúd bajando a tierra. Hasta que una navaja rasga la solapa de tu saco y alguien te recuerda que D-os es el Juez de la Muerte y luego tienes que sacar fuerzas de lo más profundo de tu ser para decir el primer Kadish.

Yo no era una persona religiosa. Pero no encontré mejor manera de honrar la memoria de mi papá que guardando los rezos correspondientes durante todo el primer año, hasta llegar la Yorzeit. Fue la época en la que me acostumbré a estar en la sinagoga puntual, por lo menos cada viernes en la noche. No iba en búsqueda de consuelo, ni de respuestas. No tenía ningún interés en atenuar mi dolor. De algún modo sentía que era lo más tangible que me quedaba de mi papá, y quería dejarlo allí donde estaba, causándome un hueco enorme en el corazón.

Para sorpresa mía, todo el protocolo luctuoso de mi religión terminó por convertirse en una fuente de fortaleza indescriptible para mí, y en la pauta que me permitió entender que la gente que amamos en realidad no se va. Sólo hay que aprender a convivir con ellos de otra manera.

Y algo más: en ese misterio que es el proceso de despedida, logré entender como nunca había entendido lo que había significado mi relación con mi papá.

Ahí fue cuando entendí el valor de otro momento anterior, doce años atrás, que nos marcó para siempre.

Fue durante una época difícil en la cas. Él estaba en medio de una etapa muy irregular en cuestiones de trabajo, y los ingresos familiares se habían desplomado. Eso, por supuesto, provocó las tensiones inevitables y, con ello, fricciones, pleitos y en los casos más desagradables, molestias y hasta rencores. Hasta una noche en que tuvimos que sentarnos a la mesa a decirnos las cosas directamente, todos contra todos (en realidad, mis papás, un sobrino y yo nada más; mis hermanos no estaban en casa).

Fue difícil, pero positivo. Se limaron asperezas, nos entendimos unos a otros en nuestras facetas más humanas, y nos propusimos seguir adelante cada quien con su compromiso para resolver la situación lo antes posible.

Pero hubo algo más: descubrí que mi papá representaba para mí algo entrañable. Parece extraño dicho así, pero en ese tiempo (tenía yo veintiún años de edad) estaba en esa típica época en la que los hijos se desentienden absolutamente de los padres. Como si incluso estorbaran. Eran los días en los que me sentía autosuficiente porque había conseguido mi primer trabajo y ya podía pagarme mis fiestas y mis salidas y entradas, y mis papás iban siendo reducidos a dos personas a las que nada más se les decía “hola” en la mañana y “buenas noches” en la noche. Y eso, sólo cuando los encontraba despiertos. Vivíamos en la misma casa, pero no en los mismos horarios. Ni en la misma frecuencia.

De pronto, esa conversación lo cambió todo. Me hizo percibir vaga, pero eficazmente, que ese distanciamiento no tenía razón de ser. Poco a poco, reestructuré mis hábitos y horarios de tal modo que se repitieran las charlas largas e intensas la mayor cantidad de veces posibles. Volvimos a ver fútbol juntos. Nos hicimos asiduos a las noticias para discutirlas y analizarlas. Construimos entre los dos feroces críticas contra nuestros gobiernos locales y nacionales. Compartimos lecturas, revistas, libros; algo de literatura, pero sobre todo, Judaísmo. Redescubrimos, cada uno a su modo, el valor de nuestra herencia ancestral. Recuperamos la costumbre de hacer Kidush los viernes en la noche. Nos acostumbramos a terminarnos una botella completa de Manischewitz.

Fue cosa de un par de años para que mis ritmos de vida estuvieran reconstruidos. Por entonces, mi papá tenía un taller textil en Cd. Sahagún, Hidalgo, y pasaba media semana fuera de la ciudad. Cuando regresaba a casa, lo primero que mi mamá hacía era avisarme por teléfono: “Llegó tu papá”. Ya sabíamos los tres que era la señal para que yo apresurara todo lo que estuviera haciendo para llegar lo más temprano posible a casa, porque me esperaba una larga charla a la hora de la cena. Y que si yo no tenía nada que hacer al día siguiente en la mañana (ah, esos maravillosos horarios de músico), a eso de las once habría la obligada sesión de revisión a fondo del periódico entre los dos, no sin antes habernos surtidos de una Coca Cola y pan dulce.

Allí fue donde aprendí que la sofisticación de la comida y la bebida no tienen nada que ver con la felicidad. Una rebanada de strudel con una cerveza europea me provocó exactamente los mismos placeres que un refresco o una limonada con unos Pingüinos (pan dulce empaquetado; aclaración para mis lectores no mexicanos). Porque la delicia no estaba en eso, sino en la persona con la que compartía eso.

Así se me fueron doce años de mi vida, desde los veintiuno hasta los treinta y tres, hasta es mañana en la que desperté y descubrí que todo eso se me había ido en un instante, en un infarto.

Pero me quedó la satisfacción de haberlo logrado, de haberlo hecho. De haber recuperado a mi papá en el momento en que más nos benefició a los dos. De habernos convertido en los mejores amigos, los mejores cómplices.

Eso fue lo que determinó que esa mañana de Enero de 2004 su partida se convirtiera en el dolor más profundo que haya experimentado. Pero de eso aprendí que hay dolores que valen la pena. Triste, trágico, que se me hubiera ido y me hubiera quedado con el remordimiento de conciencia de no haberlo dsifrutado realmente como padre. Su pérdida me rompió el alma, pero me dejó con la enorme satisfacción de que así como se dieron las cosas, fue lo mejor.

Desde que murió mi papá, hubo otra idea que se me vino mucho a la cabeza durante dos, tal vez tres años: el recuerdo de que yo nací justo medio año después de que mi abuela (paterna, por supuesto) había muerto.

Recuerdo que a veces me quedaba viendo el cielo y decía (le decía) “más suertudo tú que yo; cuando se fue mi abuela, esperabas un hijo”.

Nunca había pensado tan detenidamente en ese detalle que, evidentemente, marcó nuestra relación. Y es que si bien puedo decir que a los veintiún años míos (sesenta y uno de él) nos recuperamos, también debo decir que durante mi infancia su prescencia fue absoluta, permanente.

En parte, porque fui el último de sus hijos, nacido diez años después de mi hermano. Pero, además, porque llegué justo cuando él estaba en proceso de desalojar su luto por su propia madre.

Es obvio que no tengo recuerdos precisos, y que mi memoria de mis primeros años depende –como nos pasa a todos– de lo que la familia me cuenta. Pero gracias a ello sé que cada vez que mi papá llegaba a casa después del trabajo, lo primero que hacía era preguntar por mí. Lo segundo, cargarme, cantarme tangos, bailar conmigo en brazos.

La única imagen vaga que tengo de entonces –tal vez ni siquiera original mía, sino construida por los relatos de familia– es la de un tipo enorme y bigotón.

Lo que sí definitivamente recuerdo –y ese es el tercer momento del que siempre debo hablar cuando se trata este tema– es de esa mañana, por ahí de 1976, cuando se quitó el bigote para siempre.

Era la época en la que nuestra rutina dominical empezaba con una visita al puesto de periódicos. Él se compraba el Excelsior, y a mí me compraba tres cómics. En teoría, sólo uno era para mí (Tarzán o Batman, lo que yo escogiera); otro para mi mamá (Walt Disney, o –como se les llamaba por entonces– “cuentos de patos”), y otro para mi hermano (Supermán). En realidad, el único que los leía completos de tapa a tapa era yo. Además, el Excelsior traía su famoso Magazine Dominical, y toda una sección dedicada a tiras cómicas. Sensacional esta última: leerla era todo un ritual, porque era un enorme pliego de papel doblado en ocho, pero si recortar, así que primero había que cortar todo a la mitad, y luego cada mitad una vez más para así armar un cuadrenillo. Allí conocí a Mafalda, a Woody Allen, a Mutt y Jeff, o al Príncipe Valiente.

Fue también la época en la que quedé deslumbrado con el relato del Diluvio, justo la primera ocasión en la que mi papá –alguien nada afecto a los protocolos religiosos y más bien arraigado a sus valores masónicos– me sentó en sus piernas y me dijo “vamos a estudiar Torá”.

Así se me fue la primera infancia y me llegó la segunda, y con ella las visitas semanales al Estadio Azteca, en esos tiempos en los que por lo menos había un partido allí cada semana, porque lo usaban como sede el América, el Cruz Azul y el Atlético Español (que luego recuperó su nombre original: Necaxa).

Así evolucionaron las cosas hasta que llegué a los catorce o quince años. Y entonces empezó ese extraño, tal vez inevitable proceso, en el cual me empecé a distanciar. Supongo que por entonces me sentía yo muy satisfecho y autocomplacido con las cosas en las que me iba involucrando (música y arte, ese universo tan pretencioso como fascinante).

Nunca me dijo si resintió mi distanciamiento. Quiero suponer que sí. Pero me queda claro que cinco o seis años después, cuando apenas empezaba a dar mis primeros tumbos como adulto, nos habíamos convertido en dos perfectos desconocidos.

Hasta que nos recuperamos.

La vida me regaló el privilegio de hacerlo doce años antes de que su corazón no pudiera más. Doce años que le dieron sentido a toda una vida, que me hicieron aprender que la gente que realmente amamos siempre se va demasiado pronto, y nunca estamos listos para eso.

Lo interesante e intenso es que la vida no se detiene, y ahora me ha puesto en el otro lado de la barrera. Ahora yo soy el papá.

Hace algún tiempo me preguntaron que qué era lo que yo más deseaba de la vida. Lo pensé por un momento, me acordé de esos tres momentos en la relación con mi papá (la mañana del infarto fatal, la discusión donde empezamos a recuperarnos, el domingo en el que se quitó el bigote) y todo lo que había alrededor de ellos, y me limité a contestar: que algún día mi hija derrame una lágrima sincera y se quede pensando “cómo extraño al viejo”.

Justo como yo lo extraño a él.

Sí, será un lugar común lo que voy a decir, pero estaría dispuesto a cambiar casi todo lo que tengo por volver a abrazarlo y estar con él cinco minutos.

Casi todo, porque de él aprendí que hay personas que no pueden entrar en esa negociación. Una, por supuesto, es mi mamá; luego, evidentemente, el resto de la familia.

Pero, por encima de todos, mi hija.

La única razón por la cual puedo tolerar que el próximo domingo no tendré a quién felicitar, pero podré decir satisfecho que todo ha valido la pena.

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