IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Otra vez, a raíz de las controversiales medidas tomadas por el gobierno israelí en relación al Kotel (Muro Occidental, último vestigio del Segundo Templo) y la Ley de Conversiones, ha surgido el debate que parece confrontar irremediablemente al Judaísmo llamado “ortodoxo” (o ultra-ortodoxo) con el Reformista y el Conservador.
Sin afán de resolver ese debate (que requiere de un espacio propio), voy a hacer algunas observaciones sobre lo que ha sido y es el Judaísmo Liberal, desmontando algunos mitos generalmente aceptados por muchas personas respecto a la aparente imposibilidad de reconciliación con los sectores tradicionalistas.
Comienzo con una frase digna de hacerse notar, dicha por el Rebbe Menajem Mendel Schneerson, último Rebbe de Lubavitch: “No existen judíos ortodoxos, o reformistas, o conservadores. Existen judíos más observantes o menos observantes”.
Uno de los mitos más frecuentes, y que nos sirve como punto de partida porque nos acerca muy bien a los puntos relevantes del tema, es que el Judaísmo Liberal es un fenómeno que sólo se dio en el Judaísmo Ashkenazí, y que el Judaísmo Sefaradí siempre ha sido “ortodoxo”. En esa lógica, se deduce que el Judaísmo Liberal es un fenómeno que apenas apareció en el siglo XVIII con el surgimiento de los movimientos Reformista y Conservador.
Eso es falso. O, más bien, erróneo.
La tensión entre los sectores liberales y tradicionalistas está presente en todos los grupos humanos, ya sean políticos, religiosos, culturales o hasta deportivos. Y eso sucede desde que existe la sociedad humana. No es un fenómeno nuevo.
Si nos ponemos a rastrear en la misma Biblia, podremos encontrar muchos rasgos que, vistos en la perspectiva adecuada, denotan esas tensiones entre lo liberal y lo tradicionalista. El mejor ejemplo está en la literatura profética, porque el Profeta es –por definición– una persona anti-institucional.
Sólo hay que contrastar dos ideas bien concretas para ver hasta qué punto los profetas podían ir contra el orden establecido. La primera –la institucional– es todo el sistema de sacrificios establecido por la Torá. Hay un libro entero (Levítico-Vayikrá) dedicado a esto. Durante siglos y siglos, el culto religioso del antiguo Israel primero en el Tabernáculo y luego en el Templo, giró en torno a todo tipo de sacrificios de animales que se celebraban allí. Incluso, se protagonizaron largas e intensas discusiones con los líderes religiosos del Reino de Samaria respecto a dónde era correcto presentar ese tipo de sacrificios. La teología predominante en la Biblia gira en torno a la idea de que el único lugar aprobado para ello era Jerusalén; la disidencia en el Reino de Samaria decía (a juzgar por la propia evidencia bíblica) que cualquier lugar era legítimo (y por ello la constante queja bíblica de que “los lugares altos no eran quitados”).
Sin importar a qué tendencia atendamos, una cosa es segura: los sacrificios eran el epicentro de la religiosidad israelita. O al menos eso parecería, porque los profetas tuvieron otras ideas.
“Aborrecí, abominé vuestras solemnidades, y no me complaceré en vuestras asambleas. Y si me ofrecieréis vuestros holocaustos y vuestras ofrendas, no los recibiré, ni miraré a las ofrendas de paz de vuestros animales engordados” (Amós 5:21-22).
Es una declaración contundente que va en contra del estatus religioso de la época, en la que un profeta declara que D-os puede, literalmente, arder en furia a causa de la práctica religiosa.
Por supuesto, hay una explicación, y el Judaísmo la tiene bien clara: la práctica religiosa entendida como los formatos externos sólo tienen razón de ser cuando la experiencia es coherente con la conducta correcta, con la obediencia a la ética de la Torá. No sirve de nada cumplir con todo lo exterior, si se hace de una manera hipócrita.
Creo que en eso estamos de acuerdo todos los judíos. Pero eso es fácil explicarlo luego de casi 2,750 años que Amós escribió su libro. Por un momento imaginemos que estamos allí, en ese preciso momento, viendo cómo aparece un personaje marginal, siempre en fricción con las autoridades, a decirle a la gente que D-os no se complace en sus prácticas religiosas.
Vamos, si lo quieren contextualizar, imagínense que una persona poco deseada en los medios institucionales actuales, se aparece repentinamente en el Kotel y le empieza a gritar a todos los judíos que están rezando allí que D-os no se complace en sus oraciones ni en sus lecturas de la Torá.
Por el momento, sus razones para hacerlo son lo de menos. Lo que quiero destacar en este momento es la cuestión externa, el formato, lo irritante que puede ser una persona que rompe con el modo tradicional de hacer las cosas, las cuestiona, y se pone a gritarnos que las cosas están mal y que hay que corregirlas.
Es obvio que no tiene por qué tener la razón. De hecho, a juzgar por el propio relato bíblico, hubo muchísimos profetas que nunca tuvieron la razón. Los verdaderos profetas, los que lanzaron este tipo de críticas con una razón bien justificada y sustentada, y que realmente propusieron alternativas correctas, fueron pocos.
Pero en este momento no me interesa tanto discutir quiénes tuvieron razón y quiénes no. Sólo me interesa señalar que ya desde el Judaísmo antiguo estaba presente esa tensión entre un sistema tradicional e institucionalizado, al que podemos identificar sin problemas como el Judaísmo Sacerdotal que desarrollaba sus actividades en el Tabernáculo y luego en el Templo, y un Judaísmo disidente, anti-institucional y siempre listo para la crítica, al que podemos identificar como el Judaísmo Profético, que desarrollaba sus actividades siempre al margen de lo tradicionalmente aceptado.
Si lo tuviésemos que explicar con términos modernos, estaríamos hablando del Judaísmo Tradicional contra el Judaísmo Liberal de aquella época.
Por supuesto, es obvio que esos términos no aplican en este caso porque el contexto social de entonces era completamente distinto. Pero la tensión es exactamente la misma: una visión bien organizada y estructurada de cómo debe ser la vida religiosa, y otra visión crítica y disconforme que todo el tiempo está en oposición a la primera.
Si nos atenemos al cómo se desarrolló el proceso histórico, está claro que la mayor parte de las veces la razón la tuvo el Judaísmo Sacerdotal (que hoy sería el tradicionalista). Es lógico: la evolución de una sociedad se tiene que dar en el ámbito de las estructuras que regulan la convivencia entre sus integrantes. No se puede dar desde el caos, sino que tiene que darse desde el orden.
Pero del mismo modo está claro que los avances en la religión judía no vinieron desde el sector institucional. De hecho, si hubiera dependido de ellos, el Judaísmo habría desaparecido en el siglo VI AEC, cuando el Templo de Salomón fue destruido. Si el Judaísmo sobrevivió fue porque existía una tendencia que llevaba casi dos siglos insistiendo en que la dimensión más profunda de la religión no estaba en el Templo, sino en el corazón. Y que eso no lo podían destruir ni los asirios ni los babilonios. Y esa tendencia fue la de los Profetas, la de los disidentes al estatus religioso.
Seis siglos y medio después, cuando la destrucción del Segundo Templo, se vivió exactamente el mismo proceso: la institucionalidad sacerdotal colapsó (esta vez, para siempre) y el Judaísmo tuvo que replantearse una reorganización radical, que culminó con el fin del liderazgó de los Kohanim y el surgimiento de la autoridad basada en el conocimiento y el estudio. Eso y no otra cosa es el Judaísmo Rabínico.
Y volvemos al punto: el Judaísmo hubiera desaparecido si todo hubiera dependido de los Saduceos. Sin Templo, sin rituales, no tenían nada que hacer ni mucho que aportar. Si el Judaísmo siguió vigente e incluso activo, fue gracias a los Fariseos, acaso los únicos que habían entendido el verdadero sentido del mensaje de los profetas, al grado de que supieron que los sacrificios del Templo (que desde el año 70 ya no se pudieron realizar más) podían ser sustituidos por algo que nadie le puede quitar al judío: la tefilá, la oración.
El Judaísmo, tal y como lo conocemos, es hijo directo de una gran dosis de institucionalidad (tradicionalismo) que le da firmeza y orden a la vida, y una dosis de genialidad creativa que necesariamente proviene del otro extremo, el profético (liberal), que nos reta a ver más allá de nuestras narices y de nuestra normatividad. Nos enseña a mirar el corazón del ser humano.
Repito: eso no significa que la disidencia liberal siempre tenga la razón, así como la tradición institucionalizada tampoco está siempre equivocada.
La genialidad del Judaísmo ha sido su capacidad para siempre encontrar el justo equilibrio entre ambos polos.
Volvamos a la actualidad: es falso que el Judaísmo Liberal apareciera apenas en el siglo XVIII y en el contexto Ashkenazí. En realidad, siempre ha estado presente en la vida judía. Lo único que sucede es que por razones de contexto histórico y político, tomó un rumbo muy especial en el Judaísmo del norte de Europa.
Una de las diferencias más importantes entre el Judaísmo Ashkenazí y el Judaísmo Sefaradí es que el primero se desarrolló en un contexto sin unificación política y fue siempre itinerante, y el otro se desarrolló en un mundo políticamente estable y sin necesidad de grandes traslados.
El Judaísmo Sefaradí tuvo su primer epicentro en España, donde estuvo bajo dominio cristiano hasta el siglo VII, luego bajo dominio musulmán hasta el siglo XIII, luego bajo dominio mixto cristiano-musulmán hasta el siglo XV, y apenas hasta ese punto se vio obligado a migrar (por el decreto de expulsión de 1492). Sin embargo, su mayor contingente se estableció en territorios del Imperio Otomano, y allí se mantuvieron fijos hasta finales del siglo XIX, cuando la propia descomposición de dicho Imperio provocó una diáspora que repartió a los sefarditas por todo el planeta, de un modo que nunca antes habían conocido.
La experiencia del Judaísmo Ashkenazí fue completamente distinta. Europa del Norte nunca estuvo unificada políticamente, así que las diversas comunidades judías tuvieron suertes disímiles todo el tiempo. Mientras algunas eran perseguidas y marginadas, otras pasaban por momentos estables y hasta prósperos. Por ello, las migraciones fueron permanentes en estos grupos. Poco a poco, el contingente original establecido en Alemania (Ashkenaz, en hebreo) se fue diseminando por todo el norte, y la mayoría acabó establecida en Europa del Este, aunque conservando su lengua germánica original: el Yiddish.
Aunque no lo parezca, este tipo de situaciones influyen mucho a la hora de desarrollar ciertas dinámicas sociales en cualquier grupo humano.
En el caso concreto de la tensión entre lo tradicional y lo liberal al interior del Judaísmo, las comunidades sefarditas nunca se plantearon la necesidad de llevar ese “conflicto” hasta la posibilidad de un cisma. Si acaso había una separación de grupos, lo único que pasaba es que los disidentes abrían su propia sinagoga y ya. En la cabeza de esa gente no existía la posibilidad de “fundar otra tendencia del Judaísmo”.
Pero la realidad ashkenazí era muy distinta. En primer lugar, estaban acostumbrados a la división política. Nunca habían tenido un solo gobernante, y había comunidades judías regadas bajo cualquier cantidad de sistemas políticos o hasta religiosos. Luego entonces, la separación de tendencias les resultaba algo normal.
Más importante que eso, las continuas migraciones aderezadas con la permanente inseguridad de no saber cuánto tiempo podrían funcionar bien las cosas en el nuevo lugar al que se llegaba a vivir, hicieron que muchos judíos ashkenazíes desarrollaran un deseo de estabilidad geográfica que para el judío sefardita nunca fue demasiado problema. Por ello, la tentación de la asimilación se hizo más presente entre ashkenazim que entre sefaradim.
Estas tensiones internas maduraron y llegaron a su punto climático en el siglo XVIII, y pasaron a la realidad con la aparición de los movimientos Reformista y Conservador, dos intentos –muy distintos uno del otro– por darle al Judaísmo un toque de modernidad que le permitiera afianzarse en un lugar fijo (Alemania, para ser específicos).
La diferencia fundamental fue que para los Reformistas dicho toque de modernidad pasaba por superar el concepto de Halajá, visto como un atavismo prescindible y, en los casos más extremos, hasta innecesario. En contraste, los Conservadores sólo apelaron a que había que aprender a ver la Halajá con ojos modernos, pero sin renunciar a ella en ningún modo, pues era una parte esencial del Judaísmo.
No eran los únicos movimientos que estaban buscándole soluciones a la problemática judía de ese momento. En el otro extremo ideológico, fue también el punto en el que apareció el Jasidismo, y como consecuencia inmediata surgieron los llamados “mitnagdim” (opositores), dos tendencias que –en esencia– estaban haciendo lo mismo que reformistas y conservadores: buscando una redefinición del sentido del ser judío, aunque en el lado tradicionalista. Ese que por oposición al Reformismo luego fue llamado Ortodoxo.
Regresando al tema de Reformistas y Conservadores, esas fueron las principales razones por las cuales se convirtieron en movimientos autónomos dentro del Judaísmo Ashkenazí. Mientras tanto, en el Judaísmo Sefaradí, las personas que pudieran haber mantenido perspectivas muy similares a la de los Reformistas o Conservadores nunca se plantearon la necesidad de fundar movimientos nuevos. Podían mantener su postura liberal dentro de sus comunidades.
Demostrarlo es fácil. Por ejemplo, en países como Estados Unidos, México o Argentina, muchos judíos sefarditas han abandonado sus comunidades originales y se han integrado al Movimiento Conservador. Puede haber muchas razones posibles para ello, pero sin duda la más frecuente es que el Conservadursimo se ajusta más a su modo de entender y disfrutar el Judaísmo. Por decirlo en cierto modo, con todo y ser “sefarditas ortodoxos”, ya eran Conservadores en sus posturas y convicciones. Sus ancestros en Izmir, Aleppo o El Cairo no contemplaron la posibilidad de “cambiar de sinagoga” porque en su contexto eso simplemente no existía. Pero ellos, ante la moderna realidad de que sí existen opciones, lo han hecho.
Ahora regresemos a la frase del Rebbe Schneerson con la que comenzamos nuestras observaciones: ¿qué tanta diferencia hay entre una comunidad judía tradicionalista y una liberal? En esencia, no mucha. En la comunidades liberales hay muchos judíos que son observantes estrictos de Shabat, Kashrut y otras normatividades propias de la vida judía. Y en las comunidades ortodoxas hay muchos judíos cuya observancia no tiene nada de rigor, y aunque se consideran ortodoxos (“malos ortodoxos”, incluso) llegan en coche en Shabat o comen cerdo y mariscos cuando se les antoja.
Termino planteando un problema simpático y bien concreto:
El Judaísmo Ortodoxo se define a mismo a partir de un modo de vivir, basado en la observancia de la Halajá tal cual se prescribe en el Shulján Aruj. Pero dicho modo de vivir no obliga a mantener exactamente las mismas ideas o criterios que el vecino. Al contrario: se reconoce y se valora la divergencia y la pluralidad.
En contraste, el Judaísmo Masortí (Conservador) se identifica a sí mismo a partir de un modo de entender el Judaísmo. Aquí el asunto no es de talante práctico, porque en la práctica un judío masortí puede vivir exactamente igual que un ortodoxo riguroso, y no por ello deja de ser masortí. La diferencia profunda está en el modo en que el Judaísmo Masortí reconoce el fenómeno humano en la Revelación Divina, y rechaza ciertas ideas que, por tradicionales que sean, hoy por hoy resultan anacrónicas (como imaginar que D-os le dictó a Moisés en Sinai todo el contenido del Talmud, y que durante 18 siglos este se transmitió oralmente y por eso se llama “Torá Oral”). Por decirlo con otras palabras, se opone a la idea antigua de que la revelación dada por D-os en la Torá es un acto unilateral de D-os en el que el ser humano sólo actúa como receptor, y prefiere la idea de que nosotros hemos tomado una parte muy activa en definir lo que es la Torá (idea que no le es tan ajena a la ortodoxia), porque la revelación no es sólo lo que D-os expresó, sino también lo que nosotros entendimos en un momento inicial, y hemos venido entendiendo desde entonces.
¿Cómo se define alguien que vive como ortodoxo pero piensa como masortí? Es decir, guarda Shabat, come kosher, cumple Nidá con su esposa, viste ropa de un solo hilo, usa tefilín y talit todas las mañanas, etcétera, pero cree que no hay problemas con que hombres y mujeres se sienten juntos a rezar en la Sinagoga, y asume que la Torá Escrita no es exactamente lo que D-os dictó, sino lo que nosotros alcanzamos a escuchar, y que si la Torá Oral es importante no es porque fuera un dictado complementario de D-os, sino porque es nuestro vehículo para lograr escuchar todo aquello que también se dijo en Sinaí, pero que por nuestras limitantes no quedó registrado en la Torá Escrita.
Vive como ortodoxo, y por lo tanto el Judaísmo Ortodoxo lo definiría como ortodoxo. Pero piensa como masortí, y por lo lo tanto el Judaísmo Masortí lo definiría como masortí.
Yo digo que es, simplemente, judío. Heredero de una vastísima tradición religiosa, cultual e intelectual que se ha forjado a lo largo de los siglos aprovechando el rigor institucional aderezado con las críticas anti-institucionales, y que por lo mismo le da cabida tanto a lo tradicional como a lo liberal.
El Judaísmo es una religión flexible, más de lo que a los extremistas en uno u otro bando les gustaría admitir.
Volviendo al tema del Kotel, dejemos que la piedra que no se dobla, la forma que no cambia, sea la de nuestro Muro. Es suficientemente grande como para que quepamos todos.
El papel inflexible le corresponde al Kotel, justo porque simboliza lo eterno e indestructible que cuida de todas las almas judías del mundo. Todas.
La flexibilidad es la que corresponde a nosotros. No somos tan fuertes, tan antiguos ni tan grandes como el Kotel. Nos queda como única posibilidad –más que suficiente– buscar nuestro lugar allí, y dejar que otros también lo busquen.
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