En busca del Yo perdido. Capitulo XIV

EL ZOCALO NO ES UN PUEBLITO

Narfeld enfiló por Isabel la Católica. Unos pasos más adelante estaba el portón del Casino Español. Entró en el gran patio, cubierto por un techo encristalado. Había una exposición de pintura con los tan conocidos paisajes provincianos. Ascendió por la escalinata para visitar el “Salón de los Reyes”. Subió contando los escalafones. Entró al salón decorado con pinturas alusivas a la realeza española. Su magnitud impresionó a sus Yoes.

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Estuvo aquí el Rey de España en su última visita, según leí en la prensa – comentó Memorioso mientras los demás se limitaron a admirar. En el pasillo que rodea el patio, vio desde arriba las mamparas de la muestra pictórica.

¿Hace cuánto que no visitas una exposición? – Preguntó Burlón Alter mientras bajaban rumbo a la calle, Nostálgico y Memorioso trataron de recordar. Simón con algunos condiscípulos estuvieron en Bellas Artes en una de Diego Rivera y otra la Escuela de París, le impresionaron unos girasoles de Van Gogh. De la de Diego, recordaba un retrato de Pita Amor, desnuda, mostrando el vedado vello púbico que provocó gran escándalo. Posteriormente quizás, a una de un amigo en el Deportivo Israelita, pero no recordaba más.

Salió, su Yo diletante empezó a despertar. Enfrente, desde el zaguán de un antiguo palacio colonial, se veía el patio con corredores en la parte alta. Era agradable el ambiente sombreado por arbolitos. Al fondo una escalinata monumental doble, con un mural alusivo a las víctimas de la Revolución en el descanso.
Debe ser de Orozco Romero – Trató de adivinar Diletante: Los demás callaron por no saber.
Curioso, insatisfecho con lo visto, lo impelió a volver a Madero. Esa calle estaba atestada de gente, las tiendas y los “Centros Joyeros”, también. Vio organilleros con sus cajas de música.

Llegó al Zócalo. Por unos instantes quedó atónito ante las dimensiones de la plaza. Había gradas, tiendas de lona, entarimados de escenarios y torrecillas con reflectores que obstruían la vista pero no demeritaban su grandeza ni la de la larguísima fachada del Palacio Nacional. A la izquierda la Catedral, con sus dos torres, coronaba con cupulillas en forma de campanas entre ésta y el palacio se veían unas construcciones coloniales y a lo lejos unas cúpulas. Tras un mar de gente un prisma gris que no recordaba haber visto. Del lado derecho, los edificios casi gemelos del Gobierno del Distrito Federal, con sus portales y el Palacio de la Suprema Corte de Justicia.

Allí. Hay que ir a ver los murales de Clemente Orozco – Nadie hizo eco a la sugerencia de Diletante.

Al centro de la plaza, ondeando por encima de todos, una descomunal bandera nacional sobre una gruesa asta de acero.

Los Yoes y Alter, permanecieron en silencio ante el espectáculo de la muchedumbre y los viejos edificios. Atávico se encogió. La bandera no dejaba de impresionarlos.

Curioso dijo, indicando el ángulo izquierdo entre la Catedral y el Palacio Nacional: “Adelante”.

Simón obedeció, mecánicamente fue en esa dirección, esquivando como torero a los automóviles. Fue entretenido también esquivar a lo largo de toda la acera, los puestos de vendedores, hasta la calle Seminario y la Plazuela Bartolomé de las Casas. La densidad de puestos se hizo más compacta. En un espacio vacío entre éstos, como en el claro de un bosque, unos huehuenches, bailarines ataviados a la supuesta usanza azteca, con pectorales, taparrabos, escudos y cascos de tela con vistas de papel de estaño o aluminio de colores, con geometría entre autóctona y helenista, penachos de plumas. Armados de sonajas, sahumerios y cascabeles atados a las pantorrillas, marcaban el ritmo mientras ejecutaban una danza de reminiscencias prehispánicas. Más adelante, en una extensa hondonada, se veían los restos de unas construcciones aztecas, vestigios del Templo Mayor.

Antes sólo se veía una mínima fracción, en la esquina de Guatemala – dijo Memorioso.

También se ven en el sótano del palacio de enfrente – opinó mosqueado el Yo diletante recordando sus paseos juveniles.

¿Dónde están las construcciones coloniales de la calle Seminario? – Inquirió Nostálgico.

Desaparecieron – Respondió con júbilo Curioso, ahora hay un nuevo edificio, vean – fijaron la vista en el Museo del Templo Mayor, como un cubo gris.

Me gustaban más las viejas casas, tenían más carácter – comenzó Nostálgico.

¡Bah! – dijo disgustado Curioso – entremos al Museo.

Simón no se movió. Sus piernas no lo obedecían. Miró hacia el Portal de Mercaderes. Había unas mesas de restaurante con cómodas sillas, a doscientos metros le hacían guiños y Simón, dando media vuelta, se dirigió a ellas. Estaba ya muy cansado. Al fin, llegó a un asiento. Pidió un refresco.

El precio era estratosférico pero no podía ya estar de pie. Tardaron en servirlo. Mientras contemplaba el Zócalo y la enorme bandera, de sus profundidades surgió el Yo Patriota.

Todos los caminos de México conducen hacia esta bandera – dijo – quizás lo soñaron los Tenochcas, lo intentaron los Conquistadores, pero quien al final lo logró fue la Revolución, forjando una unidad nacional.

Unidad imperial – interrumpió Alter, dispuesto a importunar a cualquier Yo que osara resplandecer, cubriéndolo con su sombrío manto, para hacerlo sentirse más pequeño de lo que era. Patriota prosiguió:

Probablemente sólo auxiliada por la modernidad, no sería posible que todo México saludara a una bandera sin las comunicaciones terrestres, aéreas, alámbricas e inalámbricas. De miles de etnias, lenguas y pueblitos, creó una Patria.

Alter volvió a arremeterse sarcástico:

Deliras, por el cansancio. Te insolaste y desvarías.

Ni insolación ni delirio. Sé lo que te digo. Lo sé por años de vivirlo. En “Rodamientos” surtimos a más de mil clientes en toda la República. Los contactamos por nuestros agentes que recorrieron todas las rutas. Los seguimos sirviendo por el correo, el telégrafo, el teléfono, los ferrocarriles, los camiones y los aviones. Eso no hubiera sido posible sin el cobijo de una bandera.

Sigues encadenado a “Rodamientos”. ¿Cuándo te liberarás? Eterno esclavo del Gueshef, de la empresa. Debías saber que fuera de las ciudades que surtías hay miles de comunidades, rancherías y etnias que ni saben que son de la “Gran República” y que ni hablan el español o lo medio hablan. Repeló Alter desde su sombra.

Memorioso saltó de su rincón. Recordando:
En tiempos de Benito Juárez sólo dos de los doce millones de habitantes del territorio hablaban la Castilla, como le decían al español.

Cientos de miles no saben quién fue Benito, aunque Juárez les suene conocido por haber calles con ese nombre en muchos pueblos. Arremetió Alter

Tampoco saben quién fue el presidente anterior y quizás ni el actual, aunque el radio repita su nombre veinte veces al día.
Y, pensando en acabar con Patriota dijo:

Nunca te vi llegar al Zócalo, la noche del “Grito” con tu sombrero zapatista de paja, con la leyenda “Viva México Jijos” y banderas tricolor ensartadas en la copa – Concluyó con sorna.

Memorioso entró al quite, recordando lo dicho por un profesor de la vocacional.

Soy Patriota no patriotero. Lo demuestro trabajando. Así hago patria, no gritando en el Zócalo con una botella de mezcal en la mano.

Observemos a la gente – sugirió Curioso.

Los que están tomando fotografías de edificios o grupos son turistas nacionales o extranjeros. Ese par de individuos de calzón y camisa de manta con sombrero de petate llevan, según me consta, cincuenta años pidiendo dinero para una causa agraria, deben ser del barrio de la Merced. Los demás que salen y entran del metro y que cruzan la plaza… imposible saber si son de Sonora o Yucatán, Veracruz o Mazatlán, ¿Serán puros chilangos?

¡Buh! Fuera– dijeron los demás a coro.

Trajeron el refresco pedido en un vaso adornado con una raja de limón y una cereza. Todos guardaron silencio como aletargados, mientras Simón bebía dando muy espaciados sorbos al popote. Atávico despertó avivado por el dulce jarabe de la limonada y el desfile de damas de gran variedad de complexiones, portes, vestimentas, edades, condiciones, que lo mantuvo alerta.

Simón reaccionó al oír las campanas del reloj de la Catedral. Eran las dos y él no sintió el paso del tiempo.

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