Douglas Tompkins donó una superficie similar a la de Dinamarca al gobierno chileno.
HÉCTOR ABAD FACIOLINCE
Nada más sospechoso, para la extrema izquierda y la extrema derecha, que un judío rico. Ocurre en tiempos de Putin y de Trump, como ocurría antes, en los de Hitler, o mucho antes, en los de Isabel la Católica, o en la antigüedad, en los de Poncio Pilatos. Y de este “judío millonario”, de nombre Douglas Tompkins, se hicieron muchos chistes hace un par de años porque habiendo sido el inventor de los mejores trajes térmicos (North Face fue su primera empresa), se murió de frío en un lago chileno.
En realidad ni siquiera era judío (se crio como anglicano), pero la mezquindad y la mentira inventan lo que sea con tal de hacer daño y sospechar que en toda donación se encierra una maldad, un interés, un cálculo. A Tompkins lo acusaron de las más abominables fantasías: que iba a fundar otro Estado judío en Patagonia; que tenía en mente un inmenso proyecto inmobiliario; que ocultaba intereses en la industria minera; que había que expulsarlo cuanto antes del país pues estaba despojando a los chilenos y a los argentinos de su propia tierra.
Tompkins se había enamorado de la Patagonia desde su juventud, cuando todavía no tenía ni un peso, pero hizo un viaje de aventura desde el norte de Estados Unidos hasta el estrecho de Magallanes. Cuando liquidó todo lo que tenía en su segunda gran empresa, Esprit, y empezó a comprar en Chile y Argentina toda la tierra que le quisieran vender, lo acusaron de tener oscuros planes y las más escabrosas intenciones: vender el agua de los glaciares del sur a los países árabes; hacer depósitos subterráneos para alojar allí los residuos tóxicos de Europa y los desechos nucleares de las centrales atómicas de Estados Unidos y Japón. Los viejos terratenientes chilenos y argentinos lo odiaban, porque no lo entendían. Era imposible que hubiera un loco dedicado a comprar haciendas con la sola intención de ponerlas a producir árboles, agua, oxígeno y belleza.
Douglas Tompkins decía que a su muerte iba a donar las más de 400 mil hectáreas que había ido comprando después de vivir un cuarto de siglo en la Patagonia, siempre y cuando el gobierno chileno se comprometiera a convertir ese territorio en un parque nacional. Con el aporte gubernamental, que es todavía mayor, las nuevas extensiones protegidas por Chile suman más de 4.5 millones de hectáreas, cuenta el periodista Carlos E. Cué: “una superficie similar a la de Dinamarca”. Dentro de ese territorio hay árboles milenarios, alerces, que iban a ser explotados industrialmente. Y en lugar de industrias de alimentos, Tompkins impulsó pequeñas empresas de agricultura ecológica y sostenible.
La socialista Michelle Bachelet le deja a Chile un legado grandioso al aceptar el regalo de Tompkins y al tomar la decisión de aumentarlo. No había trampas ni mentiras en las declaraciones que no querían creerle al filántropo gringo. ¿Quién va a regalarle al planeta más de 350 millones de dólares? La viuda de Tompkins, Cris McDivitt, lo explica así: “tu último traje no tiene bolsillos”. No nos llevamos nada a la tumba. Pero la propia vida y la herencia que dejas a tu muerte puede ser una gran inspiración. Uno de sus mejores amigos y compañero de aventuras (estaba en otro kayak cuando Doug murió), Yvone Chouinard, le dice a Cué: “espero que su ejemplo sea contagioso”, y añade: “Doug y yo éramos muy pesimistas sobre el futuro del planeta, las cosas están muy mal, y más ahora con Trump en EE.UU, pero bueno, al menos están estos proyectos en Sudamérica.”
Luz en la oscuridad.
Se dice que este regalo en la Patagonia es la donación privada de tierras más grande de la historia. Tompkins fue uno de los primeros en señalar las consecuencias del cambio climático y en luchar contra él. Por comprar tierras con el único fin de conservar el paisaje y el ecosistema, lo acusaron de todos los delitos imaginables. Hoy ya no quedan dudas: su filantropía es un ejemplo para los ricos de todo el mundo que ni siquiera saben qué hacer con su dinero.
Fuente:hectorabad.com
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