El anhelo del amo todopoderos retorna en muchísimas patologías y conductas tiránicas familiares.
FERNANDO YURMAN, EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO
Suceden tiempos nuevos difíciles de descifrar, muestran un retroceso de la atmósfera democrática en todos los centros neurálgicos del planeta. Todo confirma que la democracia no es solo una postura formal de las leyes, sino un delicado talante de la vida social. Se registra un ánimo sordo e inclemente de sometimiento, urgencia y abuso, que unifica los acontecimientos. El creciente autoritarismo del gobierno polaco, la voluntad fascista del húngaro, los arrestos nacionalistas de los ingleses, el teatral pero sangriento caudillismo islámico de Erdogan, y el incesante ordenamiento represivo y feudal de Putin, potencian mutuamente los ecos autocráticos de Europa. Muchos de ellos tienen un pasado histórico que los tienta, el zarismo anterior a octubre, la corte previa a los jóvenes turcos de Ataturk, el oscurantismo nacional polaco, el fascismo nunca olvidado de Horthy. Quizás el ejemplo más triste de esa defección ética sea Donald Trump. El respeto institucional, que fue matriz de la sociedad norteamericana, y que Lincoln mantuvo incluso en plena Guerra de Secesión, es vulnerado hoy sin escrúpulos. Estas coincidencias no son casuales, exceden la anécdota política, indican el horizonte de valores que nos acompaña.
Venezuela es sintomática de Sudamérica, la soberbia criminal de Nicolás Maduro parece cebarse del mismo ambiente permisivo, y la magnitud del affaire Odebrecht alerta la septicemia de corrupción. Pocos estados se salvan de esta nueva Edad Media. En el democrático Israel, el largo desempeño de un Primer Ministro, de dudosa eficacia para todo lo que no sea perpetuarse en el sillón, también integra esa oleada mundial de populismo autoritario y oportunista. Las fuertes reservas democráticas de la sociedad israelí se desgastan en los codazos del embate político y religioso.
Muchos discursos actuales, secos de ideas, se precipitan en la vulgaridad o en un relativismo moral obsceno. El lucido Dr Johnson, según cuenta James Bosswell, había observado que los buenos modales y la gentileza también eran una forma de la moral. Esa condición se multiplica en la política, dado el carácter preventivo, casi pedagógico, de todo discurso público. Los efectos futuros de algunos vómitos verbales de Trump contra sus adversarios son hoy desconocidos, pero hacen recordar con desazón el destino histórico de aquel discurso que llamaba “criaturas” o “plagas” a los judíos. El primer envilecimiento es siempre del lenguaje, pero no el último. Chávez hablaba de “Refritar la cabeza de sus enemigos”, a los que llamaba “escuálidos”. Su hijo político los convirtió por hambre en verdaderos escuálidos, y luego los refritó en las calles.
Es una notable paradoja que sea Alemania, que tiene en su memoria el crimen más ominoso del siglo XX, quien sostenga hoy el aliento pluralista y receptivo de Europa. Señala quizás una lección: la pesada herencia de redención que deja la ligereza ética en los pueblos. Cuando Benjamín Netanyahu viajó años atrás a Berlín, sostuvo con frescura que Hitler no era en realidad tan antisemita, y que el Mufti de Jerusalén era la verdadera raíz antisemita de entonces. La cuidadosa Merkel no aceptó esa afirmación de revisionismo histórico improvisado. Lo tremendo es que la haya hecho un ministro israelí y desconozca que los símbolos del mal son tan intocables como los del bien, y que disminuir la malignidad de Hitler no es inocuo para ningún judío. Supone representar el mundo judío con mucha convicción pero ningún fundamento. Una cosa es que la airosa “jutzpá” israelí sustituya la legendaria prudencia judía, otra es que sea la mera ignorancia.
Las recientes medidas del rabinato religioso israelí para mantener su control, es también un eco vibrante de la corriente antidemocrática. Religiosos o laicos, los judíos nunca precisaron empujar el pensamiento más allá de su frente para ser judíos. La identidad no es una voluntad excepto para el fascismo; naturalmente es un resultado, una consecuencia histórica, por eso su vigor. El pueblo judío no tuvo durante milenios una autoridad política centralizada, ni tampoco un Papa, y esa dispersión unificó su paradójico destino. La deliberada intemporalidad perduró y atravesó la historia: su fragilidad tenía la fuerza de un diamante. Como ocurre con algunos pájaros, la identidad cuando se aprisiona muere. Ahora la autoridad religiosa, usando las supersticiones más elementales, procura otorgar legitimidad a los judíos y dictaminar su ser. Este dominio, aparte de errado, es siempre vecino a la corrupción. En la diáspora jamás se dio el caso de reelegir un rabino o funcionario que haya estado preso por corrupción o transgresiones peores, pero esos casos ensombrecen muchas devociones en Israel. Caudillos religiosos con conducta delictiva, o declaraciones restrictivas brutales, son aceptados por estos contubernios religiosos sin filtro y de gran poder político. Sus efectos pueden ser mayores que el simple oprobio. El fervor antidemocrático, aunque se sostenga en pasiones minoritarias, no es inocuo para el destino social, y menos en un país de vasto pasado mítico pero de reciente memoria “real”. Cabe recordar que se fundó y sostuvo sobre una delicada pasión ética, para no ser mera “leyenda” litúrgica, y la degradación afecta más que a otros estados sin fundamento.
El padre, el amo y la cultura política
El síntoma característico que ilustra estas tendencias regresivas es el ataque a la división de poderes que había postulado Montesquieu. La intolerancia a la diferencia, la rigidez excluyente y antidemocrática, procura disolver esa distribución del poder que lo balancea y equilibra. Los argumentos opuestos a Montesquieu heredan siempre las razones de Carl Schmitt, que depositaba la norma en el caudillo. La misma que convertía en enemigos los adversarios políticos. Es curioso que el caudillismo, un carácter distintivo latinoamericano, se revele hoy como una malsana condición universal, dispuesta a emerger en todas las sociedades. Un amo que concentre la decisión parece el fundamento arcaico de esa tendencia que erosiona el progreso.
Los pueblos, en verticalidad con el líder que los constituye, son fundamentalmente imaginarios, su temporalidad es mítica. Se advierte que solamente las instituciones alcanzan solidas funciones simbólicas (aunque guarden atavismos míticos). El pasaje del caudillo inicial al gobierno o parlamento no sucede en una sola generación. Foucault describe una transformación del poder de tres siglos, desde El Príncipe de Maquiavelo, en el siglo XVI, a la constitución del gobierno parlamentario y las instituciones del Estado en el siglo XVIII. Ese cambio lo advertimos en la evolución psicológica de una misma persona en el tercio de una sola generación. Todo adolescente normal guarda internamente el poder del padre cuando está en una cadena generacional, pero luego se desprende y lo simboliza. Las entidades colectivas no “crecen” igual. Quizás puedan saltarse etapas como en la China actual, o detenerse siglos en la autoridad religiosa como en el Oriente Medio, pero su ritmo no se asimila a la evolución del vínculo de lo imaginario con lo simbólico como lo registra el individuo. La subjetividad social y la individual cortan de la misma tela, pero tienen moldes distintos. El traslado del modelo simbólico individual permite una sugerente ilustración metafórica como en las figuras “América grande”, “infancia de la cultura”, “el verdadero Israel” , “crepúsculo de la civilización” o “joven Italia”, pero poca precisión para contemplar los procesos sociales reales.
Durante largo tiempo la función del padre fue cambiando, distribuyendo su poder en la cultura. El amo original se dispersó en pediatras, maestros, funcionarios, y todas las autoridades que con la marcha civilizatoria mostraban que la historia no es en fila india, que los coetáneos también nos forman, y tanto como los orígenes. No obstante, el anhelo del amo todopoderoso, retorna en muchísimas patologías y conductas tiránicas familiares. Lo extraño es que ahora sea también una tendencia general de la cultura política, como si hubiera ocurrido un derrumbe cívico general que no pudimos advertir.
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