Ecos, zumbidos y resonancias de la Historia

El paralelismo insólito, las coincidencias justicieras o infames, hacen recordar aquellos fenómenos de sincronía que llamaron la atención de Jung, o con mayor rango poético, los multiuniversos que sospechaba Borges. La aguda observación de Mark Twain “la historia no se repite, pero a veces rima”, se enriquece de sentidos con estos estribillos del tiempo. Algunos fueron aprovechados por los especuladores del oscurantismo, como los descifradores de profecías de Nostradamus o los amantes superficiales de sofismas cabalísticos, pero otros son enigmas resplandecientes, no hollados todavía por la superstición. Combinatorias que permiten nuevas melodías al pensamiento, arrebatos de fantasía y arte sin malbaratar por las rebajas de los trujamanes del espíritu.

FERNANDO YURMAN PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Recientemente fue el aniversario 500 del Gueto de Venecia, el primero que Europa practicó con los judíos. El decreto aislante fue emitido en 1516, casi al mismo tiempo que se abría la visión de la etnia indígena americana a los exploradores, conquistadores y colonizadores Europeos. Fue un capítulo simultáneo en la organización europea del Otro, el inquieto perfil del extraño. En el Caribe, los banqueros Welser del orbe alemán de Carlos I, lograron en 1517 la concesión para recorrer los ignotos territorios de esa costa que, por la abundancia de palafitos, desde Americo Vespuccio se había acordado llamar Venezuela. La declinación parece hoy despreciativa, pero entonces era solo un diminutivo que recordaba a Venecia, y se trasladó luego a toda la región. Les admiró esa sociedad en canoas que construyó sus aldeas sobre el lago de Maracaibo (Nueva Núremberg para los incipientes bautizadores), también les fascinó la vecindad higiénica con el agua y el vigor saludable de los habitantes. Toda esa región era de notable belleza y libertad, y los efluvios de las impresiones bíblicas la ornaban en las crónicas de entonces. En su cuarto viaje, Colón conoció las bocas del Orinoco y escribió a los reyes de España sobre “una tierra de gracia” que sospechaba situada cerca del Edén de la Biblia. Otros vieron amazonas en la jungla, sirenas en los riachos, en algunos empezó el mito de El Dorado, la riqueza escondida de América, mientras otros intuían allí un paso del Mar del Sur. No pocos cronistas dibujaron habitantes con un solo ojo en la frente, un solo pie o cuatro brazos, alentados por el misterio del extraño, como aquella hipotética cola y el olor de azufre que para los gentiles poseían los judíos en Europa.

En Venecia, los judíos habían sido localizados en un terreno inhóspito, cerca de una cárcel y del cementerio de los reos condenados. Las puertas del barrio con guardianes permitían salir de noche solo a los médicos judíos, de reconocida sapiencia y concentración para las cosas del cuerpo gracias a su tozuda ignorancia de los “bienes del alma”. También podían comerciar, otorgar préstamos, y una silenciosa prosperidad los hizo multiplicarse sobre el mismo terreno restringido. El gueto creció hacia arriba, casa por casa, con pausada exclusión vertical, y su población incluyó los expulsados de España y Portugal, doctos viajeros que gestaron su carácter cosmopolita. Tuvo renombre en países que habían expulsado sus judíos siglos atrás, y todavía no los habían repuesto, como Inglaterra, donde la fama del gueto permitió que un dramaturgo imaginase a Shylock, sin haber conocido ningún judío. Claro que su personaje era de una comedia farsesca y recién en el siglo XIX fue actuada como tragedia. No obstante, ese personaje imaginario está cargado de una realidad presentida, y es todavía la dimensión siniestra que se adivina tras las máscaras de Venecia, la complicidad de la gran belleza con la atrocidad moral.

Contra los cerros del Ávila, los barrios de Caracas (nombre que se da en Venezuela a urbanizaciones marginales, como las villas miseria de Argentina, las favelas de Brasil o el cantegril uruguayo) cercan la ciudad en el valle. Como el gueto de Venecia, crecen hacia arriba en un caracoleo de escalinatas y escaleras, que estiran las cañerías y los cables eléctricos, en una vecindad vertical, donde todo techo es piso y el espacio tiene costumbres y leyes propias. Esos cerros, cuando eran verdes y vacíos, fueron admirados por Humboldt, a comienzos del bucólico Siglo XIX, pintados por Pizarro antes de fundar el impresionismo en Francia, descritos por Miguel Cané y José Martí cuando terminaba el mismo siglo, y luego convertidos en depósito social, un enorme remedo del gueto veneciano. Su marginalidad es no convencional, invierte los términos simbólicos del poder, que siempre copiaron metafóricamente la ley de gravedad. La pobreza y el submundo suelen estar abajo, en las alcantarillas, en los subterráneos y bajo los puentes, pocas veces en la misma superficie y casi nunca arriba. Al revés, estos barrios miran la sociedad excluyente desde lo alto, donde mirar es casi juzgar. Fueron segregados paulatinamente hacia arriba. En otro eco tardío, Venecia fue el emporio financiero y comercial del Mediterráneo, como la comunidad de Curazao, frente a Venezuela, lo fue del Caribe y las colonias continentales. De su puerto salieron muchos impulsos libertarios y también ensueños fracasados.

La ficción literaria es siempre un desenlace creativo de tendencias supersticiosas, un ejercicio plástico de la metafísica y las imaginaciones sin frontera. Años atrás, en Caracas, había descrito en una novela histórica, “El Legado”, una suerte de maldición inescrutable, el anatema que había convertido la “tierra de gracia” en una sede del infierno, hizo de su guerra de independencia la más sangrienta y destructiva del continente, de la federal una barbarie estéril, y de su revolución utópica una hecatombe demográfica. Ya había escrito antes otra ficción, “La pesquisa final”, que también fue profética del desastre. Mitos y creencias encadenaban las causas que nadie entiende.

El perseguido poeta judío ruso Joseph Brodsky, después de cantarle a una Venecia agobiada con ecos despiadados, murió en ella y tiene su tumba en la isla cementerio. En uno de sus versos había observado que “el agua es igual al tiempo y proporciona un doble a su belleza”. Quizás nosotros podríamos imaginar que los universos de la opresión tienen sinuosos canales venecianos en el tiempo, ámbitos fantasmas que intercambian como líquidos sus tragedias remotas.

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