Enlace Judío México – Un estudio del historiador Christian Ingrao publicado en su libro “Creer y destruir. Los intelectuales en la maquina de guerra de las SS”, sigue la trayectoria de 80 intelectuales que ingresaron al servicio de información de las SS, hicieron carrera en la burocracia y personal nazis y fueron parte de la teorización, planificación y exterminio de millones de personas.
Eran historiadores, filólogos, economistas, sociólogos, filósofos, juristas o profesionales en campos afines. Varias de ellas, personas cultivadas, estudiosas, informadas. Provenían de distintas partes de Alemania. ¿Qué tenían en común aquellos hombres que se hicieron miembros de la SD, el Servicio de Seguridad nazi? Compartían una infancia durante la Primera Guerra Mundial y la época de disturbios que le siguió, hasta mediados de la década de los veinte. Pero, y esto es esencial, estos hombres guardaban silencio sobre la derrota militar y el Tratado de Versalles: el silencio del trauma.
Conocían el duelo: se estima que la mitad de los alemanes –unos 18 millones de personas– fueron afectados por la guerra perdida: familiares muertos, heridos o prisioneros. Otros, la inmensa mayoría, experimentó el hambre: “El hambre, el duelo, la sensación de estar luchando por la supervivencia cotidiana constituyeron así los tres elementos principales de la experiencia de los niños”. Un trauma masivo y masificado. La guerra, en el imaginario y en los discursos predominantes de Alemania, había sido en defensa propia y para evitar su desmembramiento.
Crecieron y se formaron con la sensación de vivir en un mundo de enemigos, que contrastaba con el espíritu völkish (visión etno-nacionalista) que comenzó a pulular y expandirse en asociaciones, clubes, gremios, universidades y como corriente de opinión. El enemigo era peligroso, inhumano, atrasado. “En numerosos hogares acomodados y cultivados que constituían sociológicamente el consentimiento alemán al conflicto, la guerra se convirtió así en el lugar de una forma de utopía milenarista”.
La guerra dotó a la sociedad de sentido y visión: Alemania era un colectivo etno-nacional con enemigos. Los brutales relatos de lo ocurrido, a menudo invenciones, mantuvieron vivo el imaginario de una guerra que continuaba y continuaría: el territorio alemán podría desaparecer, también la identidad biológica.
Estudiar significó dar inicio a distintas formas de militancia. Participaban en los movimientos deportivos y estudiantiles, cada vez más politizados y asociados a modalidades de la teoría völkisch, que gozaba de la aprobación silenciosa de la mayoría de la sociedad. Eran nacionalistas, racistas y antisemitas. Radicales derechistas.
La tesis de Ingrao es que, durante el período de entreguerras, los sistemas de representación se cargaron de prejuicios y argumentos biológicos. Fueron la base de un vínculo frecuente entre excelencia universitaria y militancia völkisch y nazi. Y esa fusión fue la base para convertir la geografía, la historia, la sociología, la filología y la etnografía, en ciencias legitimadoras: una ciencia que blanqueaba la responsabilidad de Alemania en la Primera Guerra Mundial. Los saberes técnicos, hasta 1933, irrumpieron en la política. A partir de ese año, se produciría el giro: la nazificación del saber.
Una ciencia capaz de perseguir.
Esto significó que la ciencia adquirió el carácter de arma de combate. “Las Zeitungswissenschafen –ciencias de la información– son un ejemplo adecuado de ese fenómeno (…). Combina las ciencias políticas, la historia, la civilización y las lenguas”. Con estos y otros recursos de las humanidades, comenzó el estudio de la producción escrita de los enemigos: judíos, cristianos, comunistas, masones y otros, fueron categorizados como enemigos del germanismo.
Investigar, militar y reprimir eran indisociables. La renovación generacional profundizaba la visión única del determinismo racial nazi. La antropología racial se tornó preponderante: saber basado en los estudios de la sangre y las genealogías. La judeofobia se envolvía de cientifismo.
Había diferencias en el pensamiento, pero tenían un fundamento común: el proyecto de refundación socio-biológica de Alemania: determinismo racial, nordicismo y antisemitismo. Un sistema de representaciones fundamentado en el espacio y la raza. “El sistema de creencias interiorizado por los intelectuales de las SS reformula la historia, transformándola en una sucesión de luchas, de enfrentamientos y de combates identitarios, marcados todos ellos por el sello de étnico.
El determinismo racial aporta al intelectual de las SS una representación de la historia atravesada por la inmanencia, transfigurada por la providencia, orientada por el finalismo”. La promesa nazi consistía en la refundación de un imperio étnico, que recuperaría la fuerza genética y el espíritu alemán. Las SS se asumían como colectivo pionero y vanguardista de la genética nórdica. Sus relatos y trayectorias demuestran que no eran oportunistas: creían. Aunque sus trayectorias fueron distintas –no me referiré en esta nota a la complejidad organizacional que Ingrao describe con rigor– sus sentimientos nazis no se debilitaron, sino que se hicieron más intensos con el tiempo.
Militar y actuar, indisociables.
Comenzaron por vigilar la escritura de los enemigos. Y fueron creando y perfeccionando los métodos de su actividad. Diseñaron ficheros. Sistematizaron la vigilancia y recogida de información. Se especializaron: espionaje, formación paramilitar, propaganda antisemita, planificadores de la expansión territorial, de la expulsión de personas, de la aniquilación de los enemigos. Seguían los pasos hasta de sus propios colegas. Se infiltraban. Tomaban parte de las luchas internas: sus aportes fueron decisivos para que Himmler lograse hacerse del poder total de las policías.
A partir de 1933 aquellos voluntarios fueron profesionalizados: en adelante serían funcionarios plenos de la maquinaria del nazismo. También a partir de 1933, los enemigos políticos se convirtieron en enemigos del Estado a los que se acusaba de actuar en contra de las esencias racial, ética y espiritual del pueblo alemán.
A comienzos de 1937 se organizaron una serie de conferencias: “El judaísmo, enemigo del nacionalsocialismo”. El judío era un enemigo biológico. Su alteridad absoluta, como absoluta su malignidad. Cuando se habla de investigar, en realidad, ello significaba verificar: la actividad de la SD era silogística: las conclusiones estaban previamente deducidas.
“En 1938, el SD ya no es un grupúsculo de activistas con métodos artesanales, y la Gestapo se ha convertido en uno de los pilares del Estado nazi. Los Einsatzkommandos que actúan en los Sudetes, en Austria y en Checoslovaquia son la demostración de esa evolución numérica, del desarrollo de métodos de investigación y de su especificidad, mientras sigue ejerciéndose una violencia de esencia política”.
Cuando ocuparon Checoslovaquia, los Einsatzkommandos tenían funciones claramente descritas: estabilizar el nuevo orden; detener a toda persona hostil al Reich; salvaguardar todo documento que sea expresión de hostilidad al Reich; liquidar las organizaciones hostiles al Reich; ocupar las sedes de las policías checas para instalar en ellas las operaciones de las policías nazis. Meses después, cuando se produce la invasión a Polonia, los Einsatzkommandos dan un salto cualitativo y cuantitativo: la violencia guerrera adquiere realidad.
El este, espacio mítico.
Entre julio de 1939 y junio de 1941, los intelectuales del SD parten a la guerra del Este. “El Este simboliza para los miembros de la las SS un espacio mítico, una tierra virgen que hay que conquistar, una tabla rasa que la germanidad podrá modelar, el lugar donde todo es posible debido precisamente a que está ocupado por unas etnias consideradas inferiores”.
En el Este utópico los intelectuales se convirtieron en hombres de acción, actores de una guerra donde todo era posible y necesario con el propósito de nazificar la realidad. A partir de 1939 y hasta 1944, los intelectuales fueron fundamentales en la planificación de la conquista. Estudiaban las poblaciones, medían los índices de germanidad, determinaban quiénes se quedaban y quiénes eran expulsados. Habilitar un espacio significaba distinguir y censar a los alemanes y a los no alemanes. Unos datos sirven de ejemplo al lector: de 45 millones de “alógenos”, el plan sugería: 14 millones serán esclavizados y 31 millones expulsados.
Ingrao cuenta de la exposición que, en el Palacio de las Princesas de Berlín, se celebró a finales de 1941. Se llamaba Planificar y acondicionar el Este. Se anunciaba, sin ambages y con el mayor detalle, la operación por la cual se haría tabla rasa y se organizaría la refundación biológica del territorio. Se describían ciudades que llevarían calles con los nombres de Hitler, Göring y Hess.
Entonces se produjo la gran oportunidad para los intelectuales: asumieron la tarea de justificar la violencia, narrar los fundamentos de la aniquilación, crear los argumentos para el genocidio del pueblo judío.
Fabularon hechos que explicaban la guerra como defensa, le dieron forma a la figura del francotirador enemigo que obligaba al arrase indiscriminado de civiles, crearon el ideario y los eslóganes que alentaban la guerra total. Cuando los Einsatzgruppen comenzaron a fusilar a mujeres y niños, en julio de 1941, aquello apenas constituyó un primer avance hacia el abismo de la violencia.
Los Einsatzgruppen que operaban en Rusia estaban integrados por unos 3000 miembros. En seis meses asesinaron a más de 550 mil personas. Es decir, aproximadamente un promedio de 3 mil asesinados por integrante. Tras unos primeros días de improvisación, el genocidio se sistematizó, en buena medida, gracias a la planificación y organización que los intelectuales aportaban.
El extenso y minucioso capítulo que el autor dedica a las operaciones en el Este, donde es inevitable volver a los escabrosos hechos de Bavi Yar (casi 35 mil judíos fueron asesinados en dos días, 29 y 30 de septiembre de 1941, de los cuales, centenares estaban vivos cuando fueron enterrados), hace patente que la violencia extrema no solo estaba normativizada: también tenía la categoría de rito de iniciación.
El camino al hundimiento.
“Los intelectuales de las SS asumieron, en efecto, un papel capital en la práctica discursiva de legitimación del genocidio, justificando hasta en el interior mismo de los comandos cada nuevo paso en la acción genocida, y acompañando a los hombres encargados de ponerla en práctica con una construcción dogmática.
Como oficiales de mando, desempeñaron por otra parte un papel decisivo en la organización y la codificación de las prácticas de violencia, concibiendo y desarrollando las técnicas de exterminio, de gestión del carácter trasgresor de la violencia y de legitimación de la acción genocida”.
Cuando comenzó a ser evidente la derrota en el frente ruso, los intelectuales generaron la retórica correspondiente: era difícil luchar contra una masa tan numerosa, fanática y embrutecida: se ratificaba la supremacía racial. Por encima de todo, evitaban llamar las cosas por su nombre.
Incluso cuando lo ocurrido era cada vez más difícil de eludir –a mediados de 1944, el número de prisioneros alemanes en manos de los rusos superaba la cifra de 200 mil–, la propaganda des-realizaba la derrota: difuminaba sus contornos, la vaciaba, la posponía.
En marzo de 1945, toda aquella institucionalidad, cohesión, solidaridad y disciplina desaparecieron. Cada quien empezó a actuar por su cuenta. Unos pocos decidieron resistir hasta el final. Otros huyeron y adoptaron nuevas identidades y oficios campesinos, pero finalmente fueron denunciados y encontrados. Algunos se suicidaron. Unos cuantos se entregaron a las autoridades.
Durante los juicios, las actitudes fueron diversas: negar, evitar las responsabilidades, justificar y justificarse. Lo asombroso, a fin de cuentas, es esto: creyeron de principio a fin. Impelidos por un pensamiento de base racial y milenarista, emprendieron la más vasta operación genocida que la humanidad haya conocido, que acabó con las vidas, una a una, de más seis millones de seres humanos judíos.
Fuente: Comité Central Israelita de Uruguay
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