Los problemas de Medio Oriente ya no se resuelven con la doctrina Kissinger

GEORGES CHAYA

Cualquiera sea la opinión de Henry Kissinger sobre el mundo y mencionando su contribución al debate internacional durante las últimas seis décadas, una cosa es cierta: ha tenido su propia visión para medir lo correcto y lo incorrecto en términos políticos. Esa visión, en su tiempo fue denominada por EEUU como “el equilibrio de poder”.

Sin embargo, la visión de Kissinger es un concepto que encuentra su origen en la Europa medieval, y su base se observa analizando los denominados “tratados de Westfalia”, cuyos fines eran organizar las relaciones entre las naciones emergentes en Europa. Ello sin perjuicio de la consistencia de Kissinger en la promoción de su política exterior como un medio para estabilizar el status quo, y con independencia de las consideraciones morales o ideológicas.

En su versión de la Realpolitik, el objetivo de Kissinger era “congelar” en vez de intentar cambiar el mundo, lo cual siempre resultó en una estrategia de riesgos y peligros.

La visión neo-westfaliana de Kissinger sobre las relaciones internacionales produjo cierta distensión que -posiblemente- prolongó la existencia de la Unión Soviética por un par de décadas y su diplomacia congeló el statu quo posterior a 1967 en materia del conflicto Palestino-Israelí que nos atraviesa hasta nuestros días. El mismo enfoque puso el sello de aprobación sobre la anexión de Vietnam del Sur por el Norte comunista.

Pero sin duda, la última contribución de Kissinger aparece al menos controversial y se refiere a la campaña contra ISIS, donde advierte que: destruir al ISIS podría allanar el camino a un “Imperio radical iraní”.

En otras palabras, para Kissinger “se debería abandonar la visión de que ISIS es una amenaza grave y activa para Oriente Medio y Europa por temor a verla reemplazada por una amenaza más peligrosa representada por un imperio chiíta radical en la región”.

Como ha sido usual, hay muchas variables al analizar las ideas de Kissinger y el uso que hace de conceptos europeos medievales para evaluar situaciones actuales en otras regiones del mundo, de mínima se presenta confuso ante las amenazas del Siglo XXI.

Un análisis básico muestra que Kissinger parece pensar que el régimen Khomeinista y el Califato de ISIS pertenecen a dos categorías diferentes. Sin embargo, la verdad es que son dos versiones de una misma realidad negativa. A mi juicio, ambas constituyen expresiones de falsos positivos con escasa diferencia ideológica utilizando métodos que difieren muy poco para alcanzar y lograr legitimidad en el mundo musulmán.

El lector se podrá preguntar: ¿Cuál es la diferencia entre el Ayatollah Ali Khamenei, que reclama como “Imán” el liderazgo supremo sobre todos los musulmanes del mundo, y la afirmación similar de Abu Bakr al-Baghdadi, que lo hace como “califa”? Hay diferencias, aún cuando ambos reclaman tener la versión verdadera del Islam con la misión de conquistar el mundo entero en su nombre.

El hecho de que ISIS y el régimen Khomeinista se retroalimentan también se ilustra en la actual línea de propaganda de Teherán, que, en otras palabras, está diciendo a los ciudadanos iraníes que deben tolerar la opresión brutal del régimen como precio por la protección contra ISIS.

El segundo punto a destacar como impropio de la doctrina Kissinger es pensar que “no es posible luchar contra dos versiones del mal sin favorecer una”. Lo cierto es que en la confrontación contra dos males se debe operar con estrategias por separado. En 1945, era imprescindible derrotar a la Alemania nazi a pesar que tal resultado pudo haber fortalecido a la URSS. Pero una vez que el primer mal fue neutralizado, la lucha para derrotar al segundo comenzó en la forma que se desarrolló: la Guerra Fría.

El tercer punto endeble de la visión política de Kissinger hoy, es olvidar la contribución de la administración Obama al fortalecimiento del régimen Khomeinista. Obama le permitió sobrevivir inyectándole millones de dólares y miró hacia otro lado cuando Teherán aplastó el levantamiento popular de la Revolución Verde iraní ante el fraude electoral que dio la reelección al ex presidente Ahmadinejad en 2009. Aunque luego se apresuró a dar legitimidad diplomática a la farsa que salvo a un régimen ahogado económicamente por las sanciones y en consecuencia le permitió escapar de sus propias y fallidas políticas económicas.

Actualmente, después de casi cuatro décadas, los khomeinistas no han podido construir instituciones del Estado sin despojarse de su teocracia, algo sin lo cual no hubieran podido sobrevivir. En consecuencia, contrariamente a lo que sostuvo Kissinger, la elección no es entre ayudar al régimen khomeinista o emprender una guerra a gran escala contra él. Lo que las democracias occidentales deberían hacer es no ayudar a los khomeinistas a salir de los problemas que su mala gestión económica género y que emergen de sus propias contradicciones políticas.

El siguiente elemento que en el presente escenario de conflicto deja fuera de juego la “doctrina” Kissinger, y que es compartido por varios colegas y expertos en todo el mundo, es sobrestimar ampliamente la solidez y el poder del actual régimen en Teherán. Es cierto que el régimen Khomeinista tiene suficiente poder para causar muchos y graves problemas en la región, y lo está haciendo. Pero eso no significa que sea capaz de construir un imperio, hacerlo requiere una fuerte base de origen que el actual régimen iraní ya no tiene, si es que la tuvo en algún momento.

En el presente, los khomeinistas tienen dificultades para reclutar a iraníes para sus guerras extranjeras, por lo que se ven obligados a contratar a mercenarios libaneses, afganos, sirios y paquistaníes. Sin la inyección de dinero de EEUU y sus aliados, los khomeinistas estarían obligados a pagar salarios y financiarse con recursos propios para la construcción de su imperio, y ese sería un grave problema para ellos.

Aunque es cierto que los más débiles de los alborotadores pueden hacer algo de daño como lo vimos con el delirio imperial del teatro montado en su momento por Muammar Kaddafi o actualmente como lo observamos en la comedia quijotesca del dictador de Corea del Norte. Pero esos alborotadores están condenados a desaparecer como ocurrió con Kaddafi o Saddam Hussein.

Finalmente, quizás el error más grande de la doctrina Kissinger, es la suposición en cuanto a que la única opción que dispone Oriente Medio es entre el “Califato” de Raqqa o el “Imanato” en Teherán. Cualquier persona familiarizada con la situación sobre el terreno sabe que este no es el caso. Una abrumadora mayoría de sirios, incluidos algunos seguidores de Bashar al Assad, desechan la opción de un futuro bajo la tutela de Teherán. En Irak, incluso figuras como Nuri al-Maliki, han comprendido la dificultad que significaría una dominación iraní como receta para el futuro, por eso que el ex primer ministro al-Maliki (chiita) está tratando de obtener apoyo de Moscú en Irak.

Ni el “Califato” de Raqqa, ni el “Imanato” de Teherán son capaces de proporcionar la estabilidad que la región necesita y que Kissinger consideró en su tiempo como el objetivo final de su política exterior. Y ello es porque ambos son las causas gemelas y parte del problema de la tragedia actual en la región.

En consecuencia, es allí donde la Realpolitik no puede ser considerada a efectos de resolver el complejo tablero político del Oriente Medio

El innecesario caos creado por el gobierno de George W. Bush y profundizado al infinito por su sucesor Barack Obama dio lugar a peligros que, a su vez, han producido nuevas oportunidades en las que la visión de Henry Kissinger “sobre un equilibrio posible de poder,” pierde sustentación en el escenario actual de un abierto conflicto en el cual ISIS no es la pelea de fondo, sino que va mas allá de la derrota del Califato y tiene que ver con la madre de todas las batalla y allí la disputa es y será entre Irán y Arabia Saudita.

Fuente: Infobae

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