Enlace Judío México.- ¿Cómo olvidarlo?
Estábamos, mi familia y yo, sentados todos en el comedor de la calle Huichapan, cerca de la Flor de Lis, donde vendían los mejores tamales de la ciudad de México, y encima del otro restaurante, que no sé si todavía existe, llamado Napoleón, (donde por primera vez comí ancas de rana), muy tranquila toda la familia, como les contaba, cuando de pronto nos levantamos de nuestros asientos, salimos de prisa y corrimos hacia la calle. Todo ello sin una causa “aparentemente” visible, porque no nos encontrábamos en Japón.
SHULAMIT BEIGEL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO
Eran las dos de la madrugada, días después lo recordaríamos… y, como si la colonia Condesa se hubiese puesto de acuerdo previamente, a un mismo tiempo se abrieron de prisa todos los zaguanes, y nuestros vecinos, a quienes nunca habíamos visto ni conocido antes, salieron a la calle: jóvenes, chamacos y viejos, hombres y mujeres, en pijamas y camisones, y hasta como Dios los trajo al mundo. ¿Qué había sucedido? Pensé que alguien ahí arriba nos estaba tomando el pelo. Pero no. Lo que pasó es que estaba temblando.
Quien nunca ha estado en un temblor, no sabe lo que es eso. “Hoy día ya no estoy para estos sustos”, dijo al día siguiente el Señor Ramírez, un vecino tan antiguo (por no decir viejo), como el mismísimo Matusalén. La verdad es que hasta para moverlo de la mecedora había que ayudarlo, tal y como nos lo contó su esposa unos días más tarde. Pero vino el temblor aquel día, y la carrera que dio hasta la esquina de Campeche fue tan grande, que sus nietos llegaron cinco minutos más tarde que él.
Fue en 1957, cuenta la historia, el año en que se cayó el Ángel de la Avenida Reforma, cuando la tierra se puso a bailar mejor que la Tongolele, bailarina y vedette mexicana que ya pocos recuerdan. En realidad, ese baile tembloroso duró varios meses, pues a cada rato parecía que en las entrañas del planeta estaban bailando un jarabe tapatío. Fue entonces que en un periódico de provincia, cuyo nombre no recuerdo, algo así como Atzatingo, se publicó una noticia según la cual una gallina había puesto un huevo en un pueblito veracruzano, en el que se notaba claramente que México sería castigado. Pero no se decía el porqué. Y un sábado, en el D.F. hoy Ciudad de México, se descargó una furiosa tempestad que más bien parecía un huracán, (que no se llamaba ni Katrina ni Sandy ni Patricia ni Irma), como si el cielo se hubiese venido abajo con unos vientos, rayos, truenos, relámpagos y granizos que no la igualó ni aquel otro día cuando en la ciudad, (cuya toponimia procede del náhuatl, Tenochtitlan, de origen prehispánico), nevó, y salimos a Toluca en el coche Valiant de mi mamá, usando las alfombras plásticas para deslizarnos con felicidad.
Pero sigamos con la historia y olvidémonos de las historietas. Algunos ríos en diferentes estados de la república mexicana manifestaron que ellos, los ríos, podían más que los temblores, y en Teloloapan, lugar donde yo trabajaría años más tarde, algunos de estos ríos cambiaron de curso, y en uno de ellos una niña se cayó desde un puente, mientras que un tal Juan Pérez se lanzó para rescatarla sana y salva.
Y volvamos a mi casa, ahí, en la calle Huichapan, ¿cómo dormir? Si los sacudimientos eran tan continuos y más grande el miedo de despertarnos envueltos con las vigas del techo. O peor aún, que la tierra se abriera y nos tragara como en Pompeya en la antigua Roma, enterrada por la erupción del Vesubio, donde todos sus habitantes fallecieron en el año 79.
Claro que en esos momentos en que tembló no pensábamos en todo esto. Eso fue después. Cuando no dejábamos de hablar y hablar de los temblores. Uno de los edificios de no recuerdo qué calle, pero estoy casi segura que ahí había estado el changarro de Hilario, en el Parque México, aquel señor que rentaba bicicletas, se cayó. Otro quedó inclinado por no decir chueco, como la torre de Pisa, y hubo que derribarlo, porque no podían con él los temblores.
Ahora que vivo en Inglaterra he olvidado algunas cosas de cuando vivía en el campo, en Venezuela, (donde también temblaba muchas veces), cosas que he aprendido y que antes no sabía. Como que en los pueblitos campesinos cuando tiembla, las vacas doblan las rodillas, no se sabe si por miedo a Dios o si por mantener el equilibrio. Y en los pueblos mexicanos, para saber cuándo hay temblores suaves, se construyen sismógrafos domésticos, mediante el sistema de colocar una botella de tequila o mezcal, de pico sobre el pico de otra, así que al más leve movimiento, aunque sea de un gato que las mueve mientras persigue a un ratón, la botella de arriba cae al suelo. Entonces se sabe que ha temblado y que uno ni siquiera se despertó.
Recuerdo la anécdota de un vecino de aquella época en que yo vivía en México, que era célebre en la colonia Hipódromo-Condesa, porque decía que tenía el sueño muy pesado. Se encontraba durmiendo la siesta, cuando ocurrió uno de los fuertes temblores de un sacudido año, el cual fue casi un terremoto. Todo mundo se lanzó a la calle donde después que tembló, se alargó por varias horas la fiesta de pláticas, chismes, gritos, rezos y comentarios. Al fin llegó Juan Aguilar, que así se llamaba o tal vez todavía se llama nuestro vecino, a la hora de despertarse, y cuando se dio cuenta por la ventana de que algo anormal pasaba por ver a tanta gente, salió a la puerta de su casa preguntando qué sucedía: ¿la Revolución otra vez?
Y yo aquí, que actualmente vivo en Inglaterra, donde de lo único que se habla (pues es lo único que pasa), es del clima. Que si lloverá hoy o no.
¡Qué vida tan aburrida la mía!
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