Enlace Judío México.- El ataque terrorista de Barcelona obtuvo las mismas reacciones que todos los grandes atentados en Europa: lágrimas, oraciones, flores, velas, ositos de peluche y quejas de que “el islam significa la paz”. Cuando la gente se congregó para exigir medidas más duras contra la creciente influencia del islamismo en todo el continente, se encontraron con una contramanifestación “antifascista”.
Los musulmanes organizaron una manifestación para defender el islam; afirmaban que los musulmanes que viven en España son “las principales víctimas” del terrorismo. El presidente de la Federación Española de Entidades Religiosas Islámicas, Munir Benyelún El Andalusí, habló de una “conspiración contra el islam” y dijo que los terroristas eran “instrumentos” del odio islamófobo. La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, lloró delante las cámaras y dijo que su ciudad seguiría siendo una “ciudad abierta” a todos los inmigrantes. El presidente de Cataluña, Carles Puigdemont, usó casi el mismo lenguaje. El presidente del Gobierno de España, Mariano Rajoy, conservador, fue el único que se atrevió a llamar al terrorismo por su nombre. Casi todos los periodistas europeos dijeron que las palabras de Rajoy habían sido demasiado duras.
Los grandes periódicos europeos que describían el horror intentaron una vez más buscar explicaciones a lo que seguían llamando “inexplicable”. El primer diario español, El País, escribió en un editorial que la “radicalización” es el fruto amargo de la “exclusión” de ciertas “comunidades”, y añadía que la respuesta era más “justicia social”. En Francia, Le Monde dijo que los terroristas querían “incitar al odio” e insistió en que los europeos debían evitar los “prejuicios”. En el Reino Unido, The Telegraph explicó que “los asesinos atacan a Occidente porque Occidente es Occidente; no por lo que hace”, pero hablaba de “asesinos”, no de “terroristas” o “islamistas”.
Varios especialistas en antiterrorismo, entrevistados en la televisión, dijeron que los ataques, perpetrados en todo el continente a un ritmo cada vez más rápido, se volverán más mortíferos. Señalaron que el plan original de los yihadistas de Barcelona había sido destruir la catedral de la Sagrada Familia y matar a miles de personas. Los especialistas repetían como loros que los europeos tendrán simplemente que aprender a vivir con la amenaza de las matanzas indiscriminadas. No ofrecían ninguna solución. Otra vez más, muchos dijeron que los terroristas no eran verdaderamente musulmanes, y que los atentados “no tenían nada que ver con el islam”.
Muchos líderes de los países europeos occidentales tratan el terrorismo islámico como una ley de vida a la que los europeos deben acostumbrarse, como una especie de aberración sin vínculos con el islam. A menudo evitan hablar de “terrorismo”, directamente. Tras el atentado en Barcelona, la canciller alemana, Angela Merkel, condenó brevemente el “repugnante” suceso. Expresó su “solidaridad” con el pueblo español, y después pasó a otra cosa. El presidente francés, Emmanuel Macron, tuiteó un mensaje de condolencia y se refirió al “trágico atentado”.
En toda Europa, las expresiones de ira son marginadas a conciencia. Las llamadas a la movilización, o a cualquier cambio importante en la política migratoria, sólo vienen de políticos denigrantemente tildados de “populistas”.
Incluso la más leve crítica al islam levanta inmediatamente una indignación casi unánime. En la Europa occidental, los libros sobre el islam que se encuentran por todas partes están escritos por personas cercanas a los Hermanos Musulmanes, como Tariq Ramadán. También existen libros que son “políticamente incorrectos”, pero se venden por debajo del mostrador como si fuesen de contrabando. Las librerías islámicas venden folletos incitando a la violencia sin ni siquiera esconderse. Decenas de imanes, parecidos a Abdelbaki Es Saty, el sospechoso de ser el cerebro del atentado en Barcelona, sigue predicando con impunidad. Si los detienen, son rápidamente puestos en libertad.
Impera la sumisión. El discurso omnipresente es que, a pesar del aumento de las amenazas, los europeos deben seguir viviendo con la mayor normalidad posible. Pero los europeos ven que la amenaza existe. Ven que la vida no es ni ligeramente normal. Ven a policías y soldados en la calle, que proliferan los protocolos de seguridad, y los controles en la entrada de teatros y tiendas. Ven la inseguridad por todas partes. Se les dice que ignoren sin más la fuente de las amenazas, pero saben cuál es la fuente. Dicen que no tienen miedo. Miles de personas gritaron en Barcelona: “No tinc por” (“No tenemos miedo”). En realidad están muertos de miedo.
Las encuestas demuestran que los europeos son pesimistas, y que piensan que el futuro será desolador. Las encuestas también revelan que los europeos ya no confían en sus gobernantes, pero sienten que no les queda otra opción.
Este cambio en sus vidas se ha producido en muy poco tiempo, en menos de medio siglo. Antes, en la Europa occidental, sólo había unos pocos miles de musulmanes, la mayoría obreros inmigrantes de las antiguas colonias europeas. Se suponía que iban a estar en Europa temporalmente, así que nunca se les pidió que se integraran.
Pronto empezaron a contarse por cientos de miles, y después por millones. Su presencia se volvió permanente. Muchos adquirieron la ciudadanía. Pedirles que se integraran se hizo cada vez más impensable: la mayoría parecía considerarse en primer lugar musulmanes.
Los líderes europeos dejaron de defender su propia civilización. Empezaron a decir que todas las culturas debían tener la misma consideración. Parecían haberse rendido.
Se cambiaron los currículos escolares. A los niños se les enseñaba que Europa y Occidente habían saqueado el mundo musulmán, y no que, en realidad, los musulmanes habían conquistado el Imperio cristiano bizantino, el norte de África y Oriente Medio, la mayor parte de Europa oriental, Grecia, el norte de Chipre y España. A los niños se les enseñaba que la civilización islámica había sido espléndida y opulenta antes de que supuestamente la colonización llegara para devastarla.
Los países ricos, establecidos en el periodo de postguerra, empezaron a crear una gran subclase de personas permanentemente atrapadas en la dependencia, justo cuando el número de musulmanes en Europa se multiplicó. El aumento del desempleo masivo —que afectaba sobre todo a los trabajadores menos cualificados— transformó los barrios musulmanes en barrios de parados.
Los organizadores de las comunidades venían a decirles a los musulmanes en paro que después de haber saqueado a propósito sus países de origen, los europeos habían utilizado a los musulmanes para reconstruir Europa y que ahora los estaban tratando como herramientas que habían perdido su utilidad.
El crimen arraigó. Los barrios musulmanes se convirtieron en barrios con una alta tasa delictiva.
Llegaron los predicadores musulmanes extremistas; reforzaron el odio hacia Europa. Dijeron que los musulmanes tenían que recordar quiénes eran; que el islam debía cobrarse venganza. Explicaron a los jóvenes delincuentes musulmanes encarcelados que la violencia se podía utilizar para una causa noble: la yihad.
La policía recibió órdenes de no intervenir para no agravar la tensión. Las áreas de alto nivel delictivo se convirtieron en zonas de exclusión, en semilleros para el reclutamiento de terroristas islámicos.
Los líderes europeos aceptaron la transformación de varias partes de sus países en territorios enemigos.
Se produjeron disturbios, y los líderes hicieron más concesiones todavía. Aprobaron leyes que limitaban la libertad de expresión.
Cuando el terrorismo islámico golpeó por primera vez Europa, sus líderes no sabían qué hacer. Siguen sin saber qué hacer. Son prisioneros de una situación que han creado ellos y que ya no pueden controlar. Parecen sentirse impotentes.
No pueden incriminar al islam: según las leyes que ellos han aprobado, es ilegal hacerlo. En la mayoría de los países europeos, cuestionar siquiera el islam se tacha de “islamofobia”. Acarrea fuertes multas, si no juicios o sentencias de cárcel (como les pasó a Lars Hedegaard, Elisabeth Sabaditsch-Wolff, Geert Wilders o George Bensoussan). No pueden reestablecer la ley y el orden en las zonas de exclusión: eso requeriría la intervención del ejército y un giro hacia la ley marcial. No pueden adoptar las soluciones propuestas por partidos que han empujado a la oposición en los márgenes de la vida política europea.
No pueden ni siquiera cerrar sus fronteras, abolidas en 1995 con el acuerdo Schengen. Reestablecer los controles fronterizos costaría tiempo y dinero.
Los líderes europeos no parecen tener ni la voluntad ni los medios de oponerse a las nuevas olas de millones de migrantes musulmanes que provienen de África y Oriente Medio. Saben que los terroristas se están escondiendo entre los migrantes, pero siguen sin vetarles la entrada. En su lugar, recurren a subterfugios y mentiras. Crean programas de “desrradicalización” que no funcionan: los “radicales”, por lo visto, no quieren ser “desrradicalizados”.
Los líderes de Europa intentan definir “radicalización” como un síntoma de “enfermedad mental”; se plantean pedirles a los psiquiatras que resuelvan el caos. Después, hablan de crear un “islam europeo”, totalmente diferente del islam en todos los demás lugares del planeta. Adoptan una actitud altanera para crear la ilusión de superioridad moral, como hicieron Ada Colau y Carles Puigdemont en Barcelona: dicen que tienen unos principios elevados; que Barcelona seguirá estando “abierta” a los inmigrantes. Angela Merkel se niega a afrontar las consecuencias de su decisión política de importar a innumerables inmigrantes. Reprende a los países de Europa Central que se niegan a adoptar sus medidas políticas.
Los líderes europeos se dan cuenta de que se está produciendo un desastre demográfico. Saben que en dos o tres décadas, Europa estará regida por el islam. Intentan anestesiar a las poblaciones no musulmanas con sueños sobre un futuro idílico que nunca existirá. Dicen que Europa tendrá que aprender a vivir con el terrorismo, que no hay nada que se pueda hacer al respecto.
Pero sí hay muchas cosas que se pueden hacer, simplemente no quieren: les costaría votos musulmanes.
Winston Churchill le dijo a Neville Chamberlain: “Pudisteis elegir entre la guerra y la deshonra. Elegistes la deshonra y ahora tendrás la guerra”. Lo mismo ocurre hoy.
Hace diez años, describiendo lo que llamó “los últimos días de Europa”, el historiador Walter Laqueur dijo que la civilización europea estaba muriendo y que sólo sobrevivirían los monumentos y museos antiguos. Su diagnóstico era demasiado optimista. Los monumentos y museos antiguos también podrían saltar por los aires. No hay más que ver lo que los seguidores encapuchados de “Antifa” —un movimiento “antifascista” que es totalmente fascistoide— están haciendo con las estatuas de Estados Unidos.
La catedral de la Sagrada Familia de Barcelona se libró únicamente gracias a la torpeza de un terrorista que no sabía cómo manejar explosivos. Otros lugares podrían no tener la misma suerte.
La muerte de Europa será casi indudablemente violenta y dolorosa: nadie parece estar dispuesto a frenarla. Los votantes aún podrían hacerlo, pero tendrán que hacerlo ahora, rápidamente, antes de que sea demasiado tarde.
Fuente:es.gatestoneinstitute.org
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