La vida después de un huracán categoría 5

Enlace Judío México.- Decidí escribir esto porque, aunque me llena el corazón de alegría ver lo que está sucediendo en México, la realidad de mi nueva casa (Puerto Rico) no puede estar más alejada.

ARTURO JOLOY PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

¿Alguna vez has tenido sed y no poder tomar agua? ¿Alguna vez has tenido esa necesidad urgente de bañarte y no tener dónde hacerlo? ¿Ir a una reunión importante, o tener que llegar a trabajar y no tener manera? ¿No poder contactar a tus familiares y amigos cercanos cuando su vida cuelga de un hilo por días por falta de red? ¿Querer salir a caminar en la noche pero tener miedo de que te asalten o metan preso?

Estas son sólo algunas de las cosas que nunca pasaron por mi cabeza que viviría en esta experiencia, de hecho, nunca en mi vida pensé pasar por un sufrimiento para cubrir mis necesidades más básicas; pero estos son solo unos de los muchos problemas con los que nos estamos enfrentando día a día los que tuvimos la “suerte” después del paso de María por la isla.

Hoy es el día 6 después del huracán, el 100% de la isla sigue sin luz y debido al precario sistema del país, sin agua. Ya que la mayoría de las cisternas se encuentran en los techos de las casas o edificios y el agua es “empujada” con la ayuda de electricidad.

Desde que voy camino al hospital principal de la isla (en donde estoy haciendo mi internado en Cirugía Maxilofacial) mis ojos se llenan de tristeza al ver que no queda ni un solo árbol en pie y ni qué decir de la inmensa vegetación que precisaba antes de que todo pasará, de la cual no queda rastro alguno; los postes de luz y sus cables no tuvieron mejor suerte, la mayoría siguen bloqueando avenidas principales e inclusive carreteras, y de los muy pocos que quedaron en pie no hay uno solo que su foco no haya reventado al paso de los fuertes vientos; paso por las gasolineras y casi todas se encuentran cerradas, pero es tal la desesperación y angustia de la gente que inclusive en esas hay largas filas esperando un milagro, y en las que sí hay servicio se dice que el tiempo de espera aproximado para cargar el tanque de gasolina o un bote (con la esperanza de alimentar su planta de electricidad y tener agua por unos minutos aunque sea) es de 3 a 5 horas (con límites de lo que puedes cargar una vez logrado ), ningún restaurante está abierto, ya sea por el nivel de destrucción, falta de comida, agua o diésel para la luz.

Llego al hospital y parece irreconocible: vidrios rotos por doquier, letreros en el piso, la fachada con evidentes daños, rejas y árboles por los suelos, y como en todos lados, caras largas, malos humores, desesperación, incertidumbre y un sinfín de sentimientos encontrados que no los deja ni siquiera pensar claro.

Entro al hospital con la esperanza de que las cosas se vean diferentes y solo siguen las malas noticias; la energía, que unas horas antes habían anunciado que estaba restablecida en el hospital, vuelve a fallar, el agua lo mismo, los aires acondicionados igual, 2 salas de operación en funcionamiento para miles de pacientes con necesidades inmediatas, el escaso equipo de profesionales que todavía puede acudir, teniendo que tomar decisiones sobre cuáles son de vida o muerte para darles prioridad, mientras que los demás pueden esperar semanas bajo condiciones inhumanas antes de ser operados, todas las conversaciones entre la gente se oyen igual: “lo perdí todo” dicen algunos. “No he logrado comunicarme con mi familia” comentan otros entre llantos, ya que la realidad de los pueblos aledaños es peor: 6 días después muchos de ellos siguen bajo el agua y no se tienen noticias suyas, ya que ni sus propios gobernadores han podido establecer contacto, la gente escucha la única estación de radio que sobrevivió esperando escuchar esperanzas en las palabras del gobernador, que en llanto pide ayuda a un país al cual “pertenecen” pero son marginados, un presidente que los desconoce como si fueran un hijo bastardo.

El celular de guardia, más callado que nunca, y créanme, no por falta de urgencias, ya que los pasillos están completamente retacados por pacientes desolados buscando medicamentos para lidiar con dolores inimaginables, si no porque el celular no pertenece a la única compañía telefónica que tiene señal, en algunos lugares, a escasas horas.

Los respiradores artificiales dejan de funcionar mientras gotas siguen recorriendo las paredes desde el techo que busca mantenerse en sitio con sus últimas fuerzas antes de ceder; los enfermeros corren de un lugar a otro intentando abastecer con respiración manual a una larga lista de pacientes conectados, cero elevadores en funcionamiento, lo cual vuelve una tarea imposible el traslado de pacientes en camillas hacia salas de operaciones. Y todo esto entendiendo que somos el único hospital con las “facultades necesarias” para abrir sus puertas.

Salgo de mi largo turno, con las escasas esperanzas de encontrar un lugar abierto en donde pueda comprar algo de comer, una hora y media de fila es lo que me espera para llegar a la entrada de Walgreens, en donde cada uno de los pocos empleados presentes escolta a cada cliente por la tienda para evitar robos y para decirte los límites de cada artículo a comprar por familia: “sólo 1 galón agua” me dice, “de ese atún solo puedes llevar 2”

Salgo cada vez más exhausto, cargando mis compras hasta con la ayuda de mis dientes y, obviamente, mi medio de transporte del diario (Uber) está deshabilitado por falta de señal y los taxis que se han ido poco a poco quedando sin gasolina han determinado que es mejor quedarse en casa a reparar daños. 4 horas después (con reloj en mano) veo a lo lejos pasar un taxi que no tiene intenciones de frenar por mí, tal es mi desesperación que me detengo enfrente, imposibilitando su camino, no dándole opción de decirme que no me llevaría: “ya no llego, no tengo gasolina” con una voz de desilusión; “me tienes que llevar, ya van a ser las 6:00 p.m. y empieza el toque de queda” (diario de 6:00 p.m. a 6:00 a.m) le contesto entre risa nerviosa; “hagamos el intento”, me dice.

En el camino vemos a la mitad de la carretera coches viniendo directo contra nosotros, “es que no hay paso, todo bloqueó los caminos” dice el taxista “hay que arriesgar la vida, es la única manera” a partir de ahí mi corazón no dejó de latir con una fuerza que pocas veces había sentido.

A la hora de bajar, ya arrastrando los pies, recuerdo que la persona que me está dando asilo (que no conozco, pero conseguí mediante la extraordinaria comunidad a la que tengo el honor de pertenecer) por el momento (ya que mi casa está inhabitable) vive en un 11avo. piso y mi única opción se reduce a las escaleras, aunque ahora son 4 las manos que cargan.

Cuando por fin creo que podremos relajarnos en la terraza con una cena fría a base de atún a la luz de las estrellas, se empiezan balazos a escuchar a una cuadra; seguramente otro asalto liderado por alguien con hijos en casa para obtener necesidades básicas como agua potable.

¿Por qué no te has ido? Me preguntan todos mis conocidos, porque es el país con la gente con el corazón más grande que he conocido (y vengo de México, país que creí que era imposible superar en ese rubro), porque de ésta no van a salir sin ayuda, porque están pidiendo a gritos silenciosos la atención del resto del mundo por algo sin precedentes, porque es aquí donde tengo que estar; por éstas y un millón de razones más grito #PuertoRicoSeLevanta y no me voy de aquí hasta que eso pase.

Por eso te pido a tí, que sé que estás preocupado por México, que separes un poquito de esa ayuda y la intentes hacer llegar aquí, en verdad se necesita, se necesita más que nunca después de un fenómeno que no respeta género, clases sociales, religiones ni cualquier otro tipo de distinción, que nos pegó a todos por igual.

¡Gracias de corazón!

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