Enlace Judío México.- ¿Por qué los países europeos y los organismo de la ONU –como la UNESCO– siempre han cedido y hasta con notable facilidad a la propaganda árabe y su activismo anti-israelí?
IRVING GATELL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO
Hay momentos en que la conducta de estos países es irracional. Por ejemplo, la nada brillante canciller sueca, Margot Wallstrom, llegó a decir que la culpa del terrorismo islámico era de Israel, bajo un argumento tan torpe como infumable que se resumía en “los terroristas árabes están frustrados porque Israel maltrata a los palestinos y por eso masacran gente en Europa”.
El clímax de esta sinrazón absoluta se ha visto en la UNESCO, espacio donde sistemáticamente se ha intentado borrar del discurso oficial de la ONU la realidad objetiva de que el pueblo judío tiene un vínculo más sólido y perdurable con ese lugar llamado “Tierra Santa”, que cualquier otro pueblo u otra religión. En general, siempre se usa esa odiosa frase de “esa tierra le pertenece a las tres religiones”, como diciendo “ni sueñen los judíos con que vamos a reconocer que son dueños de algo, ni siquiera de su propia tierra de origen”; en los casos extremos, simplemente se dice que ciertas zonas (Jerusalén, Hebrón, etc.) son parte del patrimonio islámico y nada más parte del patrimonio islámico.
Perdón la rudeza, pero es una postura idiota. La abundantísima evidencia histórica y arqueológica lo desmiente (por supuesto, la UNESCO ha tenido el cinismo y descaro de protestar por las investigaciones arqueológicas de Israel, apelando que “son un obstáculo para la paz”; porque, claro, demostrar que los judíos tenemos un vínculo con nuestra tierra es un obstáculo para la paz; es decir: la paz sólo es posible si los judíos admitimos que no tenemos nada ni derecho a tener nada).
Las razones de esa conducta son fáciles de explicar. Se llama antisemitismo, y es una tara cultural heredada por Europa desde hace casi veinte siglos.
¿Cuál es su origen? Guste o no, el Nuevo Testamento y el origen del Cristianismo están en el epicentro de esta controversia.
Lo que sucede es lo siguiente, y hay que ponerle atención.
El Nuevo Testamento pasó por dos fases fundamentales en su proceso de integración. La primera fue la etapa en la que se escribieron los veintisiete libros que lo conforman. Por supuesto, también se escribieron muchos otros libros más (centenares, literalmente). Por ello, se requirió de una segunda etapa en la que de entre todos esos libros, veintisiete fueron seleccionados para establecerse como la Escritura Sagrada autoritativa del Cristianismo.
El período de redacción de esos libros está íntimamente relacionado con el período en el que los judíos se levantaron en armas contra el Imperio Romano.
En las pocas referencias que el Nuevo Testamento hace hacia ese contexto histórico, puede notarse que los cristianos (que para entonces ya eran no judíos en su abrumadora mayoría) calcularon que Roma iba a pasar por encima de los rebeldes judíos. Era lógico: la maquinaria militar imperial no tenía quién se le pudiera resistir.
Hasta ese punto, el cálculo fue correcto: Roma se impuso en las dos grandes rebeliones judías (años 66-73 y 132-135). Pero también es claro que la percepción cristiana es que como consecuencia de dichas derrotas, el Judaísmo estaba condenado a desaparecer.
No fue una situación sencilla para los propios cristianos, convencidos de que el pueblo de Israel jugaba un rol importante en el “plan de D-os”, ya que de allí venían los profetas y el mismo Jesús. Luego entonces, había que darle una justificación teológica a la debacle del nacionalismo judío y la destrucción de su país y de sus instituciones políticas y religiosas.
Máxime, porque en ese momento –finales del siglo I e inicios del siglo II– comenzaba la controversia contra otra forma de Cristianismo, el Gnosticismo, que apelaba a que el Judaísmo y sus textos sagrados no tenían ningún valor para el cristiano. Según los Gnósticos, el dios de los judíos y de la Torá era un Demiurgo, un ser imperfecto que ni siquiera tenía conciencia real de su naturaleza, y se creía el Único y Verdadero. La religión judía, por lo tanto, era una revelación dada por un ser inferior y torpe, completamente atorada en lo material y sin ningún valor espiritual.
El Cristianismo, opuesto al Gnosticismo, tuvo que demostrar que no era así, y por ello construyó una teología en la que tuviera lógica la debacle de Israel, paralela al ascenso de la Iglesia. Esta idea concreta fue luego denominada “Teología del Remplazo”, y en resumen dice que tras la venida de Jesucristo, el “pueblo de D-os” dejó de ser una nación específica (el pueblo judío), y se abrió la dimensión universalista de la salvación. Por ello, el nuevo “pueblo de D-os” pasó a ser una nación espiritual, sin límites geográficos, étnicos, culturales, sociales o políticos: la Iglesia.
Por supuesto, se trata de una interpretación muy propia del Cristianismo de ese tiempo, surgida de un marco controversial muy preciso, que al Judaísmo le resulta ajena y hasta extraña. Pero no es razón para infartarse. A fin de cuentas, Cristianismo y Judaísmo son dos religiones distintas que no necesitan ponerse de acuerdo en sus muy particulares creencias.
Sin embargo, se dio un problema a partir de esta noción: los cristianos que estaban elaborando los libros del Nuevo Testamento, en la época en la que los judíos estaban enfrentándose infructuosamente contra el Imperio Romano, evidentemente calcularon que los judíos no íbamos a sobrevivir. Que tras la derrota ante Roma, el Judaísmo simplemente desaparecería, y el único vestigio que quedaría de él sería el que conservara la Iglesia.
Por eso, toda su lógica teológica –especialmente presente en el Nuevo Testamento– reflejó ese cálculo y se expresó del Judaísmo como algo destinado a desaparecer en sus rasgos generales, y de lo que sólo quedaría un remanente (bajo la lógica de que dicho remanente sería el de judíos conversos al Cristianismo).
Por supuesto, su cálculo falló. Los judíos sobrevivimos, porque para ese tiempo hacía mucho que el Templo había dejado de ser el centro de la vida religiosa del Judaísmo en la diáspora.
Por ello, los cristianos posteriores al siglo II se toparon con un problema teológico: los judíos estaban retratados en el Nuevo Testamento como un pueblo, literalmente, maldito. Y entiéndase: un pueblo bajo maldición; es decir, bajo un destino trágico.
Todos los teólogos y biblistas cristianos modernos serios coinciden en que esta imagen original del Nuevo Testamento no tiene una intención antisemita. Y es correcto: si se llegó a ver al pueblo judío como “maldito”, fue porque los autores cristianos de ese momento veían a un pueblo luchando desesperadamente contra el ejército más poderoso del planeta.
Pero los cristianos de dos siglos después (y posteriores) ya no entendieron ese asunto del mismo modo. Lo que ellos veían eran esos textos ya anacrónicos donde se hablaba del pueblo judío sometido al juicio de D-os, por un lado, y a comunidades judías que se desarrollaban con toda naturalidad, por el otro.
Algo que los autores del Nuevo Testamento, evidentemente, no habían previsto.
En consecuencia, eso provocó que amplios sectores de la Iglesia (no todos, pero sí una mayoría) reinterpretaran esos contenidos del Nuevo Testamento para construir una nueva teología en la que el judío era un “pueblo maldito” por definición. Eso provocó la construcción de todo tipo de acusaciones infundadas: pueblo deicida, usan sangre de niño cristiano en sus platillos los días festivos, tienen cola y cuernos (en serio; había gente que literalmente se lo creía porque el cura local literalmente se los decía de ese modo), envenenan los pozos de los cristianos, etc.
La difamación caló tan hondó en la población cristiana durante tantos siglos, que por sorprendente que parezca todavía hay gente (muy cristianos, generalmente) que verdaderamente cree que los judíos somos un grupo en un permanente complot para arruinar al Cristianismo, y que todas las desgracias de occidente han surgido de las perversas maquinaciones de nosotros, los judíos. Les parece lógico: somos bien malos, tanto que matamos al Cristo; tanto que queremos destruir la sociedad occidental.
Con el desarrollo del racionalismo y de la modernidad, muchas cosas han cambiado no sólo en Europa (continente cristiano por excelencia), sino al interior de las iglesias cristianas. Por ejemplo, durante el Concilio Vaticano II se inició el abierto proyecto de erradicar de las creencias de la Iglesia Católica las tonterías que durante siglos se repitieron sobre el Judaísmo. Los papas posteriores al Concilio –sobre todo Juan Pablo II y Benedicto XVI– hicieron notables esfuerzos por mejorar la relación entre católicos y judíos.
En el panorama protestante ha sido más complicado el proceso, porque no existe la unidad estructural que tiene el Catolicismo. Cada iglesia se maneja por su propia ruta, y si en algunos casos las relaciones entre Judaísmo y algunos grupos cristianos protestantes y/o evangélicos es muy buena, en otros casos es todo lo contrario.
Pero, por lo menos en teoría, se puede decir que es un problema superado. Es decir, no existe ningún historiador, sociólogo, antropólogo o teólogo serio que sostenga las tonterías medievales sobre la perfidia de los judíos.
Sin embargo, la tara cultural allí sigue. Parece que no es sencillo derrotar la inercia de casi dos milenios. Tanto repetir que los judíos son malos, que sigue habiendo muchos europeos –estilo Margot Wallstrom– que piensan con mucha facilidad que, efectivamente, los judíos somos malos.
Y algo más: que hay un remplazo.
Porque todo esto viene de la llamada Teología del Remplazo. Es decir, de esa noción de que Israel había llegado a su punto límite y ahora era otro grupo quien tenía que tomar su “herencia”, su identidad (a nivel espiritual) y su rol en el mundo.
Muy parecido a lo que intentan los palestinos.
La similitud es externa, por supuesto, ya que las motivaciones de los palestinos y de la propaganda árabe provienen de otro contexto ajeno al Cristianismo (el Islam).
Pero es evidente que le causa una gran fascinación a muchos europeos porque les toca una fibra muy íntima, esa tara cultural que no han querido solucionar, ese sentimiento atávico anegado en el prejuicio religioso, y por ello no tienen empacho en aceptar el revisionismo histórico promovido por los palestinos, por irracional y absurdo que sea.
Lamentablemente, en ese burdo y rudimentario dejarse llevar por sus instintos antisemitas, arruinaron a la UNESCO, una organización que se supone tenía que ofrecerle al mundo una guía de primer nivel en materia de ciencias, cultura y educación.
Pero quedó reducida a mero panfleto, politizado, contaminado, y peleado con la Historia. Todo, para agredir a una nación a la que no se le quiere reconocer su derecho a tener algo, a tener un país, a tener su propia Historia.
Para mala suerte de ellos (UNESCO, palestinos, pro-palestinos y europeos enamorados de su tara cultural), se están enfrentando contra el pueblo que derrotó a los romanos.
Porque a fin de cuentas eso fue lo que pasó: la maquinaria imperial romana destruyo nuestro país, destruyó nuestras instituciones, destruyó nuestro Templo. Pero no destruyó el espíritu judío. A la larga, el Imperio Romano colapsó (igual que el egipcio, el asirio, el hitita, el mitanio, el babilonio, el medo-persa, el macedónico, el seléucida, el bizantino, los califatos, los reinos cruzados, el mameluco, el otomano, el nazismo, la Unión Soviética, y el panarabismo de mediados del siglo XX), y nosotros aquí seguimos, renovándonos como pueblo en Israel, y haciendo de ese pequeño país un líder en investigación, cultura y ciencia.
Así que sólo nos queda sentarnos a contemplar como la UNESCO también se derrumba, como todos nuestros enemigos de antaño.
A menos que se corrijan, por supuesto. Se pueden salvar.
Por lo menos, parece que ya entendieron un poco de cómo va el asunto, y en contra de los pronósticos dejaron de lado la candidatura de un katarí, y designaron como próxima Directora General a una judía francesa.
Pero el daño causado por la UNESCO está hecho, y será muy difícil que recupere su credibilidad.
Mientras, nosotros seguiremos construyendo nuestro país.
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