SHULAMIT BEIGEL, EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO- Sabemos que como vienen se va. Que las ilusiones son aves migratorias y que lo mismo puede sonreír el cielo como tronar la tormenta. Y esto fue lo que les pasó a los argentinos en este Simjat Torá, cuando Leo Messi le metió tres goles a Ecuador, logrando clasificar agónicamente a una Argentina que ya parecía que vería el mundial de Rusia 2018 desde las pantallas de los televisores. Y es que la gloria hay que ganársela a pulso y en una conexión inalámbrica con los dioses de la modernidad.
Yo de fútbol no sé nada. En varias ocasiones lo confesé sin vergüenza. Pero aquel día quedé impresionada escuchando a los comentaristas hablándoles apasionadamente a los argentinos que atiborraban las tribunas del estadio en Quito, o estaban en sus casas, en las oficinas públicas, frente a los televisores del mundo entero. Y todos repetían las palabras como un rezo: “Vamos vamos, Argentina, vamos vamos, a ganar, que esta barra, kilombera, no te deja, no te deja de alentar”.
Y ¡oh, qué horror! el partido comienza y al minuto Ecuador mete un gol… pero no, no puede ser, “la … madre que los parió”, gritaban los argentinos como si estuvieran elevando sus más altas preces al altísimo. Claro, no podía ser de otro modo, contando con el gran ícono de nuestros tiempos. Al final Argentina ganó con 3 “latigazos” “diviiinos” de Messi, el Zeus “de la redonda”.
Simjat Torá cobraba de repente otro sentido.
Millones de ellos se habían encomendado a Leo Messi, para pedirle que ganara, que los salvara de la peor humillación posible para su ser nacional: quedar afuera de un mundial de fútbol.
Porque la divina providencia se la debía a los argentinos, ya que hubo otros momentos en que el destino no pudo ocuparse tanto de una Argentina que, mientras aspiraba a alcanzar lo único que realmente le interesaba, el cielo futbolístico, estuvo al borde del infierno financiero. En tiempos en los que se contaba que el mejor negocio del mundo era comprar un argentino en lo que vale y venderlo en lo que dice valer.
Todo el mundo lo sabe: Además de un ego sumamente exacerbado, los argentinos padecen de Mundialitis Aguda, una enfermedad que, más que una enfermedad, es la pasión llevada a su punto de no hay vuelta atrás. Sin ir más lejos, la canción favorita de Diego Maradona era Mi enfermedad.
Para los argentinos, el fútbol, Maradona antes, Messi ahora, es una enfermedad que minimiza todas las demás urgencias patrióticas. Ni los ataques suicidas en el mundo, ni el terremoto en México, ni los tsunamis, ni las guerras, ni la inflación, ni siquiera las relaciones amorosas pasionales, interrumpen el festivo flujo emocional que implica un ganar en el fútbol. Cuando echa a rodar la pelota, Argentina entra en una especie de trance, en una meditación colectiva, en un silencio que solo estalla cuando se hace un goooool.
Es como que todos los argentinos, estén donde estén, sean ricos o sean pobres, niños, adolescentes o adultos, todos sueñan con lo mismo, buscan lo mismo: ganar en la cancha. Si lo hicieron una vez, lo volverán a hacer. Irán en busca de la gloria. Eso es lo único importante. Si no ganan, no son nada. La vida no vale nada entonces. La vida se reduce al destino del balompié.
En 1978 las masas estaban en las calles de Argentina celebrando la victoria, mientras en los campos de concentración de la dictadura militar las víctimas y los verdugos gritaban los goles en un instante que diluía los terribles antagonismos. Habían ganado. Estaban juntos. Unidos –y con una buena suma para sobornar a los peruanos- ganarían aquel mundial.
Pero nada se compara con el Mundial de 1982, en los umbrales de la derrota militar en la guerra contra Gran Bretaña por las Malvinas. Las radios alternaban las noticias acerca de la batalla con el relato del mundial entre la Argentina y Bélgica. 25 millones de argentinos, cantaban enfervorizados “ganaremos el mundial”, mientras que en las semanas previas a aquel mundial el dictador Galtieri, con una botella de whisky en la mano gemía: “Si quieren venir que vengan, hic, hic, que les ofreceremos batalla”.
En 1994, en EE.UU., Diego Armando Maradona – “Maradroga”, como lo llaman sus detractores- fue suspendido por doping. Los argentinos debatían apasionadamente sobre ello mientras la mutual de la comunidad judía de Buenos Aires volaba en mil pedazos.
En el 2002, con la crisis económica y lo que se llamó “el corralito a flor de piel”, se hablaba de “devolverle una alegría a los argentinos”.
En el 2010 fue la pelota quien hizo que se calmaran los odios entre pro y anti-kirchneristas. Y es que comenzaba el “fútbol para todos”. Pan y circo.
Y en el 2014, en Brasil, la sociedad argentina estaba como hipnotizada. Miles de argentinos se endeudaron para estar en los estadios, mientras gritaban: “Brasil, decime qué se siente, tener en casa a tu papá”.
Y ahora sucedió una vez más. Messi les tocó otra vez las zonas erógenas con forma de pelota, y la multitud de argentinos en el mundo se exaltó casi como por el arte de un acto reflejo.
Y aquí llegamos de nuevo a Simjat Torá. Las calles en Israel repletas de gente cantando. Los argentinos ese día no estaban entre ellos, se encontraban en sus casas, cantando y rezando también a un dios que no está en los cielos pero sí en las canchas: la “pulga” Lionel Messi.
Amén.
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