Tiro al aire / Desde el Condado de Dorset y con añoranzas de Tenochtitlán

Enlace Judío México.- La otra vez había escrito acerca de Inglaterra y los ingleses, las cosas que les gustan y las cosas que no me gustan a mí, viviendo aquí.

SHULAMIT BEIGEL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO- Pero esa vez me olvidé de lo que menos me gusta: ir a caminar. Lo confieso con vergüenza, pero es la verdad: ni una sola vez desde que estoy aquí (y creo que en toda mi vida) había salido a caminar. Y eso que en el pueblo de Dorchester las grandes arboledas, los inmensos castillos a los lados del camino, las orillas del río Frome, la timidez del sol cuando asoma entre las nubes eternas, todo parece invitar a largas caminatas. Aunque solo sea para pisar las hojas húmedas del color del bronce caídas de los árboles en otoño.

Camino de mi cama a la sala, y esto ya me resulta suficiente. Enciendo la televisión, me echo en mi mullido colchón de cama “King Size”, pongo una buena película, y les digo adiós a las hojas de otoño, adiós a los castillos ingleses anclados en el tiempo, adiós a la casa turística de un tal Thomas Hardy que solo visitaré cuando algún familiar o amigo venga a visitarme. Algo clavado en mí como si fuera “la inevitable casa del compromiso turístico”.

En mis años de adolescente en México donde crecí, ahora lo comprendo, la única ventaja además de los tacos, el mole, las enchiladas y el tequila, era que nadie, absolutamente nadie, quería que saliera yo a dar un paseo. Ni siquiera para ir al canal de las estrellas a conquistar el mundo desde las luminarias de Jacobo Zabludosky. No hace falta que les recuerde todos los inconvenientes del D. F. hoy llamada Ciudad de México y antes Tenochtitlán. El smog, el interminable ruido, las mujeres y los niños que te rompen el corazón pidiendo limosna, los delincuentes agazapados por allí. Todo ello me aseguró una inmunidad permanente contra las caminatas. Ojos que no ven, mexicana que no siente.

Y de repente, el destino me trajo aquí. A Dorchester. Desde que llegué los amigos en el pueblo, que no son muchos, no vayan a creer, dos que tres, cuando me llaman (rara vez), es para decirme: ¿qué te parece si vamos a caminar? Nooooo, por favooooor. ¡Caminar no!
No me gusta el clima de Inglaterra y menos en invierno, pero sé, aterrada, que en cualquier momento (a menos que la lluvia esté cayendo, como casi siempre), alguna de esas pocas amistades me llamaría para decirme repentinamente: “Lets go for a walk” ¡salgamos a caminar!, con un tono monárquico e imperativo tal, que había pensado que solamente existiría en el perogrullo supino que asoma a borbotones entre los israelíes.

Después de haber vivido aquí durante algunos años, he llegado a creer que los ingleses piensan que hay algo existencialmente noble o aristocrático en el deseo de dar un paseo, y si no me lo creen recuerden sus películas, donde siempre salen a caminar. Quizá sea por los bosques, quizá por los asesinos seriales de novelas y películas, que quedaron enclavados como fantasmas agazapados en las esquinas de cada caminata. O quizá porque simplemente se aburren en sus mansiones cuando afuera llueve. Y llueve interminablemente.
Y es por eso que los ingleses piensan que tienen el derecho de imponer su voluntad a los demás, a todos aquellos a quienes ven cómodamente encogidos en un sillón, leyendo un libro, tomando un té a las 5 de la tarde o mirando impulsivamente su celular. Yo, por ejemplo.

Y sé cómo soy, que no puedo, como tantos otros, decir simplemente “No”. Y entonces busco alguna excusa que de repente se me ocurre pero que sé que es poco convincente. “Me encantaría, pero estoy escribiendo un artículo y debo entregarlo esta noche”. “Ay, justo hoy quedé en cocinar para unos amigos que me cayeron de sorpresa desde Jalisco”. “No puedo, me llamaron de Israel para que me ocupe de unas conversaciones relacionadas al proceso de paz y estoy metida en eso”.

Estas y otras fórmulas son insatisfactorias, pues nadie me cree, y es que no suenan convincentes y por eso me obligan a levantarme de mi cómodo sillón inglés, ir a la computadora y sentarme a escribir algo, lo que sea, hasta que mi visitante (que no se atreve a llamarme mentirosa y da vueltas al derredor como si fuera un moscardón de verano) se haya ido. Este sillón es mi mundo y en él soy feliz.

Yo no digo que caminar sea algo negativo. Al contrario, tal vez sea una cosa buenísima, como dicen todos aquellos que lo practican. Pero para mí no lo es. Y menos en estos lugares donde una siempre está expuesta a quedar en el medio de un diluvio como un barco errante. Y todos sabemos que los barcos no se hunden por el agua que los rodea, sino por el agua que entra en ellos. Como en esas caminatas que te pueden empapar hasta hundirte en el barro.

Mi amigo Julio por ejemplo, que vive en Venezuela, me ha comentado que su mente funciona muy bien cuando camina a lo largo de los páramos, sobre colinas y valles. Yo no puedo decir lo mismo, y no lo recuerdo así, de aquel domingo por la mañana en que un amigo inglés, mi vecino en realidad, me ha “obligado” a participar de su aventura. Solo nos unen las caminatas, que son un espanto, como diría desvariando Jorge Luis Borges.

La experiencia me ha enseñado que mis grandes placeres en Inglaterra se han asociado plácidamente con los días de invierno, sentada con alguna amistad, divirtiéndome con una buena charla, aunque sea en inglés, o sentados sobre la alfombra mientras está prendida la chimenea, con los leños frescos ardiendo junto a nuestros corazones.

Y toda la magia desapareció aquél domingo, cuando mi vecino John se levantó de repente, y dijo que se iba a dar un paseo y que lo acompañara. Porque John no es Ken Loach, ni Sherlock Holmes ni Lennon. Ni yo Yoko Ono.

Las ideas que me planteaba hacía unos minutos, tan interesantes, mientras nos encontrábamos sentados cómodamente, desaparecieron. ¿Dónde están ahora? ¿Dónde desapareció ese conocimiento enciclopédico que mi vecino John desplegaba hacía un momento, hasta el momento en que habló de salir a caminar? ¿Dónde quedó la fantasía que iluminó como un rayo de luz todos los temas que se iniciaron al estar sentados delante de la chimenea, y que se evaporó por arte de magia digno del mago Houdini? El rostro de John, tan intenso y lleno de luz por nuestra charla (y el vinito), se volvió estático. Se esfumó la luz de sus ojos. No me quedó de otra y salí a caminar con él.

Cada vez que pasábamos por algún lugar, me explicaba que “este hombre que vive ahí es muy “nice”, y su mujer “es una de las mujeres más encantadoras que he conocido”. Dijo “charming”, ahora lo recuerdo. Comenzaba a aburrirme. Lo que yo llamaría un típico aburrimiento inglés.

Pasábamos por distintos lugares y el hombre, John, mi vecino, me leía todo en voz alta, pues creía que como soy latina no entiendo nada: Esa es la cantina “brazos de reyes”, esta otra “El roble real” y otra cantina más, que aquí los llaman pubs…”Shulamith”, me decía, así con hache al final, como para hacerme sentir un poquitín Smith, es decir anglosajona, algo que no me pega ni con goma. “Shulamith, no hay experiencia más “british” que disfrutar de una buena pinta de cerveza en un típico pub inglés hasta que se llegue al fin del mundo”. Están en todas las grandes ciudades e incluso en los pueblos más remotos y pequeños, como en el mío, en Dorchester, en un recóndito condado perdido en los mapas.

Empiezo a desesperarme presagiando que durante lo que falta del resto de la caminata mi “ex amigo” a esta altura de las cosas, me leerá en voz alta cualquier inscripción que veamos. “Bathroom”, dice muy serio para señalarme los retretes con tuberías de desagüe.
Todo lo señala con su viejo bastón inglés mientras me dice: “Mira, esta fue la ciudad amurallada de los romanos, mira, éstos son los jardines de Borough, mira, solo son ocho millas (y yo que solo sé pensar en kilómetros y estoy sin internet para descifrarlas de tanto andar) hasta Weymouth, donde está la playa, y 120 kilómetros más hasta la esquina del Hyde Park en Londres, donde encuentras a los parlanchines de toda índole mejorando y empeorando el mundo, todo a la vez.

Doblamos una esquina cerrada al pie de una colina. John apunta a la pared y me lee: “Conduce despacio”. Como si yo no supiera leer. Claro, para él soy Totonaca de México, es decir tercermundista, aunque sepa hablar cinco idiomas y él solo el inglich.

Pasamos por un jardín con un letrero que decía: “Propiedad Privada”. “Los intrusos serán procesados”, me explica como dándome a entender que ya tendría que estar llamando a un abogado. Me pongo a pensar que en la Inglaterra post Thatcher todo es privado. Pero me callo, y en silencio pienso: pobre John, será bueno caminando pero mentalmente es un desastre. Se ha quedado en la edad del Hierro. O de la mujer de Hierro, como le dicen por aquí. Todo un caminante blanco, como los de juego de Tronos.

John se da cuenta que me aburro, y después de un recoveco en el camino desaparece de mi lado. Y entonces vuelvo a pensar en lo sabrosa que es mi soledad, y cómo ansío volver a mi cama para ver una película inglesa. Porque las pelis inglesas me encantan. Tienen ese toque de distinción que las hace diferentes. Como sus series. Como la espectacular y profética Black Mirror.

Seguramente nunca, después de la amarga lección de esa mañana, saldrá John a dar un paseo más conmigo. Y menos aún ver juntos una serie inglesa. Él, que solamente sabe caminar.

Una hora más tarde lo veo pasar con un nuevo compañero. Lo miro desde una esquina fuera de su vista.
Sé lo que seguramente está diciendo. Que soy muy aburrida para ir a caminar conmigo. Seguramente le dice a su nuevo acompañante que soy una de las mujeres Más aburridas con las que alguna vez fue a caminar. Luego se dedicará a leer las inscripciones a su nuevo acompañante.

Cómo puede ser este repentino deterioro en alguien? Hasta hace una hora yo era la mujer más simpática que él conocía. ¿Le sucedió ese cambio solamente por el caminar? O cundió la decepción de verme embobada frente a mi televisor de 50 inch. Tan bello y receptivo como la mejor de las moradas de Thomas Hardy.

Pienso que hay “algo” en los caminantes blancos ingleses como él, que trasciende la razón. Por su “alma” inglesa, supongo. Por sus ojos azules como cegados en el tiempo. Sí, debe ser el alma la que lo empuja a un compulsivo y rápido caminar, ¿o será el frio de las tierras del norte, más allá de tantos muros? Y yo soy solamente una mexicana con un gen latino (más que nada mexicano y venezolano), cadencioso…lento…
¿Hacia dónde va la gente cuando llueve por aquí? pregunta mi alma latina. ¿Cuál es su destino, caminar por caminar…sin ningún tipo de misión o ideología?

El cuerpo esbelto de estos ingleses achicharrados por tanta lluvia, caminando así siempre, como si estuvieran inertes, carentes de vida como este clima gris. O si simplemente es porque el mero hecho de hacerlo, fuera una indicación que suponen de segura nobleza, de una honradez llena de una grandeza de carácter imaginario.

Pero yo, dice mi cerebro latino, rechazo esta tontería del orgullo del alma.

Tal como es, les confieso que este escrito fue pensado en el transcurso de un paseo esta mañana. Lo tomo como viene. Los que caminan aquí siempre están hablando y presumiendo de eso, del caminar. Y yo no puedo dejar de pensar, y volar con mi imaginación caribeña.
Me gusta caminar, un poco tal vez, pero no deseo ir a ver a nadie. En realidad, nunca saldré a caminar por caminar. No soy el caminante que no tiene camino ni uno que hace camino al andar. Solo voy guiándome por el golpe a golpe de mi rojo corazón.

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Shulamit Beigel: Llegué de Israel a México a la edad de siete años. La primaria y la secundaria las hice en el Colegio Hebreo “Tarbut”. Mis recuerdos de aquella época son excelentes. Mi primer trabajo como periodista, lo hice recortando periódicos en la Embajada de Israel, en el departamento de prensa, a cargo en aquel entonces, de Sergio Nudelstejer. La prepa, fue en la Escuela de la Ciudad de México, en Campos Elíseos, que me permitió conocer otra gente y otros aspectos de la vida mexicana. Estudié y me gradué en antropología y en letras, en la universidad de las Américas, en Cholula. La maestría, en Antropología, fue en la UNAM. Antes de incursionar a la universidad viví en Teloloapan, Guerrero, haciendo trabajo de comunidad y siendo jefa de organización campesina para varias instituciones gubernamentales. Viví varios años en Israel. En esa época, los ochentas, fui productora de Ariel Roffe y Erika Vexler para Televisa desde Medio Oriente. Tuve una columna que se llamaba “Burbujas” en el periódico israelí en español Aurora, otra, “Al Margen” en la revista Semana, que ya no existe. Viví cuatro años en Caracas, cuando mi ex esposo fue sheliaj del KKL. Actualmente vivo entre Londres y Venezuela, he dejado de creer en la política y mi pasión es la literatura, el cine y la música. Confieso que ya no tengo grandes respuestas ante la vida, pero que soy muy feliz.