El Café Izmir de Villa Crespo

Enlace Judio México.- El barrio de Villa Crespo se había convertido en los primeros años del siglo XX en un verdadero crisol de razas, por lo que se ha podido definir a la calle Gurruchaga, entre Camargo y Triunvirato (Corrientes), donde estaba el café, como devenida en “un colorido sainete de Vacarezza”.

CARLOS SZWARCER

Muy cerca del café Izmir, a apenas tres cuadras, sobre la calle Serrano 148, se encontraba un núcleo habitacional muy particular: las piezas en alquiler en las que Alberto Vacarezza se había inspirado para escribir “El Conventillo de la Paloma”, famoso sainete que tendría un espectacular éxito en 1929. La obra reflejaba con genialidad los nuevos prototipos porteños que fueron apareciendo con la llegada de la inmigración y cuya impronta modificaría el paisaje de la ciudad. En los conventillos e inquilinatos convivían el criollo, el tano, el gallego, el ruso, el turco, etc., y el barrio se fue caracterizando por la convivencia y dinámica relación entre las diversas etnias.

Gurruchaga fue la calle que concentró la inmigración sefaradí, llegada, sobre todo, de Turquía, (habla: “ladino”- castellano antiguo) y de Siria y Líbano (habla: árabe), otros grupos de menor proporción arribaron de Palestina, Egipto, Grecia, Bulgaria, Marruecos, España, Portugal y norte de Africa, que hablaban tanto “ladino” como español moderno.

“En Gurruchaga al 400, a juzgar por los comentarios de vecinos de aquella época, ‘la gente se cruzaba de vereda de aquí a allá’ como si fuera ‘peatonal, una feria, un mercado persa’… Los vendedores ambulantes ofrecían sus telas, ropa usada, plumeros y los más diversos artículos que uno pueda imaginarse, aunque lo más codiciado eran los manjares típicos, delicias paradisíacas para los sefaradíes.”

Algunas de esas exquisiteces tradicionales, que sonaban tan extrañas al oído del criollo eran: reshas (dulces en formas de ochos, con sésamo), mulupitas (redonda, tipo vainilla), sham malí (galletitas de sémola con azúcar y media almendra cubierta con jalea), bollos (suerte de empanada redonda de hojaldre: de acelga, queso o berenjena), burequitas (pequeña empanada rellena de queso, huevo o berenjena, cubiertas con sésamo), cadaif (postre con almíbar, relleno de nueces), baclavá (masitas de nuez con jalea dulce) y los más conocidos y menos elaborados huevos duros, almendras tostadas, semillitas saladas de girasol o zapallo, castañas asadas, etc., etc.

“En este torbellino urbano cada oficio callejero agregaba su cuota de variedad y así se cruzaban el zapatero remendón, con su caja de herramientas apoyada en la espalda, con el fabricante de yogur casero que hacía firuletes con su bandejón, apurando el reparto a su selecta clientela de los inquilinatos; al mismo tiempo los carros de verduleros, meloneros o cesteros pregonaban su mercancía arrimándose al cordón.”

Características del Café Izmir

Allí se erguía el Izmir, en el medio de Gurruchaga, en el corazón mismo de esa sugestiva y pintoresca cuadra porteña que emulaba una calleja de la Esmirna del siglo XIX. Oriente parecía haberse trasladado a Buenos Aires. La simple planta rectangular del local, alargada hacia el fondo y los dos amplios ventanales, separados por una doble puerta vaivén, no evidenciaban para un transeúnte ocasional lo que en verdad era y significaba el interior de ese “Café y Bar”, tal como lo definía la inscripción de la delicada chapa enlozada azul y blanca, que se exhibía a la derecha de la entrada.

Un largo mostrador, originariamente ubicado en el fondo, ocupaba todo el ancho del salón, luego pasaría a estar casi a la entrada, a la derecha. Mesas rectangulares de madera y sillas estilo vienés conformaban parte de su mobiliario. Afiches de propaganda con dibujos de candorosas figuras femeninas con talle de avispa – según la moda “divito” impuesta en los años cuarenta – promocionaban gaseosas, bebidas alcohólicas o un famoso analgésico. Un cuadro, pintado al óleo, representaba un pequeño grupo de hombres sentados en semicírculo, sobre una alfombra persa, compartiendo una gran pipa.

Aquellas paredes, con pequeños espejos romboidales, fueron pintadas, según pasaron los años, de “blanco, verde azulado o rojo ladrillo” y decoradas, además, con arabescos y dibujos con palmeras que simulaban un oasis en el desierto. Imágenes de siluetas danzantes ocres y doradas recordaban “Las mil y una noches”, agregando al ambiente, sin duda, cierto grado de exotismo.

Personalidad del dueño

Verdadera torre de Babel, rica en relaciones multicolores, requería una personalidad especial que mantuviera el equilibrio y la armonía del lugar. Rafael Alejandro Alboger fue entonces el caballero que pudo recibir cordialmente a ese aluvión oriental que deseaba encontrar un ámbito mágico que le hiciera soñar y recordar su terruño.

“…Alboger dominaba todo… era una suerte de ‘caudillo’… o ‘sacerdote laico’… un hombre que inspiraba respeto… simpático, muy simpático. Demostraba haber vivido mucho; tenía lo que llamamos ‘estaño’, que era el lugar donde en el café uno se apoya y se entera de todas las cosas, las buenas y las malas; donde se daban consejos y se adquiría experiencia. El había vivido”, afirma el propietario del solar, Dr. Alvarez Estrada y coincidiendo con estas sugerentes palabras Alejandro B. ratifica con cierta influencia hollywoodense: “… tenía un tipo de presencia, no sé cómo decirte, viste las películas americanas que el dueño del bar o del ‘cabarute’ es un tipo ‘bien plantado’, así lo veía yo a este señor Alejandro Alboger… Era un tipo que no se le iba a ir de las manos si había algún despelote dentro de ese café.”

Los testimonios concuerdan en que el dueño del Izmir tenía, además de carácter, un trato agradable y paternal. Anfitrión predispuesto a la ayuda, cooperaba con varias entidades benéficas existentes en el barrio, incluido el “Pro – Hogar Policial de la Sección 27”. La buena relación con la comisaría, le permitía cada tanto hacer alguna gestión para que las autoridades agilizaran la libertad de algún demorado por la policía, en tiempos en que los inmigrantes carecían de documentación totalmente en regla o cuando eran penados por un hecho menor. Cabe destacar que, incluso, algunos oficiales gustaban presenciar, en sus días francos, el show de música y danza que se representaba en el local los fines de semana, atraídos por un espectáculo artístico cuya estética era poco común en Buenos Aires.

Al compás de las horas

Convivían en el café distintos tipos de personajes. Uno de ellos, que llegaba por la mañana, cumplía con una misión social, tal vez sin saberlo: leía con gran habilidad el diario al revés, mientras divertía con su don a los parroquianos, a algunos de ellos, que no sabían leer, los ponía al tanto de las últimas noticias. Pero también hay recuerdos que deslizan cierto desdén o envidia por algún paisano que hacía notar su prosperidad en el recinto: “… siempre caminaba con un clavel en el ojal para espamento, un tipo que se movía para todos lados y con el dedo siempre señalaba.” No obstante, era frecuente que alguien del pequeño grupo de mejor posición social, por solidaridad o alarde, invitara una vuelta de anís o café a las mesas.

Muchos de los asistentes eran hombres que vivían en los inquilinatos de los alrededores y los casados solían tener varios hijos. Una actividad laboral habitual era la compraventa de los más variados artículos, sobre todo enseres hogareños: camas, mesas, sillas, veladores y aun ropa, muchas veces usada. El negocio de saldos no le iba a la zaga. Salían muy temprano a “timbrear” por los barrios de la ciudad y pueblos de la provincia de Buenos Aires. Como no era oportuno molestar en horas de la tarde, en tiempos en que era costumbre dormir la siesta, regresaban al mediodía con el producto de su labor a los locales especializados del ramo. Nos ilustra el testimonio de una vecina: “… no había televisión… no se iban a quedar con su esposa y cinco hijos a mirarse las caras dentro de una habitación, se iban al café Izmir a encontrarse con sus amigos de toda la vida”.

Es sabido que los sefaradíes siguieron hablando fielmente por generaciones el “ladino” o “Dyudezmo”, aquel castellano antiguo que se llevaron de España, atesorado como la mayor de sus riquezas y que, como en sagrado ritual, para cada situación encontraban la sabiduría en sus “dichos y refranes”, muy importantes en su vida cotidiana, a tal punto que uno de ellos, afirma: “El turco (sefaradí) no tiene leyes, tiene refranes”. Muchos de éstos nos ayudan a entender el espíritu alegre y optimista que en las vicisitudes animó tanto a los sefaradíes del siglo XV como a los llegados a la Argentina en los primeros años del siglo XX, por ejemplo ¡ Ya cumimos, Ya vivimos y al Dió bindicimos!

Lugar casi exclusivo para hombres, los tiempos del Izmir estaban bien marcados. Las mañanas eran serenas. Las tardes dedicadas al pasatiempo a través de las charlas y el juego. Las mayores manifestaciones de euforia y regocijo ocurrían al caer el sol; las comidas típicas regadas de licores espirituosos subían el voltaje en tanto el ritmo de la música les evocaba sus distantes pueblos de mar.

Música y Manjares

Don Alboger tenía una importante colección de discos de pasta griegos y turcos. La música se abría paso hasta la calle, entre el humo espeso del tabaco y el de la cocción de los shishes (carne picada o trozos de cordero o hígado asados al carbón en unos pinches metálicos) servidos al plato o dentro de una pita – pan árabe – a modo de sandwich. Era tradicional una “picada” llamada “mecé“, compuesta por una variedad de platitos típicos: queso blanco de cabra, aceitunas, rabanitos, pepinos, huevo duro, etc., y el infaltable “raquí”, anís, que muchas veces era convertido en un líquido de aspecto lechoso debido al agregado de agua. El juego de naipes, especialmente “loba” o “pastra”, y el “table” (similar al backgamon), eran parte del entretenimiento del lugar.

Pero esos hombres deliraban cuando tocaba la orquesta oriental: mandolín, laúd, canún (instrumento de cuerda ejecutado con plectros), pandereta, dumblec (tambor pequeño), violín, etc. La llegada de los músicos y las bailarinas, en horas de la noche, habitualmente los viernes y fines de semana, era todo un acontecimiento barrial: “… cerraban las ventanas pero tenía las cortinas… y siempre un gauchito que las corría un poquito y se veía…” asegura Nicolás D.. Muchos vecinos y “purretes” (jóvenes) se agolpaban en la entrada para escuchar la música o “pispear” (observar) y adentro, rememora Sergio S., “… no había lugar, era tipo cancha de Atlanta… lleno hasta el fondo, era una cosa impresionante… Me impactaba ver llegar al Izmir a los músicos que tenían un pequeño ‘tabladito’ en el medio… Y la mina (bailarina) estaba vestida… con todo dorado con perlas, todas agarradas hasta acá, el corpiño… se le veía el ‘pupi’ (señala el ombligo) y con una bombacha de gasa y bailando descalza.”

Así como preservaron el castellano antiguo hablado en la España medieval, el agrado por la música turca y por los “velos endemoniados de las odaliscas” fueron comunes en los sefaradíes. Estas, entre otras costumbres, provenían del antiguo Imperio Otomano, en el que habían vivido sus ancestros por más de cinco siglos, luego de las expulsiones de la Península Ibérica a fines del siglo XV. La tolerancia otomana permitió un trato respetuoso y la esperanza en el futuro fue posible, lo que no era poco. Parte de esa cultura se incorporó a sus tradiciones a través de muchas generaciones y, por lógica, se vio acrecentada por la lejanía de sus países de origen.

La “música turca” era ciertamente popular y el baile coronaba un sutil efecto de seducción. Perviven en el recuerdo famosas bailarinas: Madame Jeannette, Flora, Madame Flash, Milí, las Livías y renombrados bailarines como Abraham Sadrinas que, al son de la danza, hacía equilibrio con una botella en su cabeza, mientras golpeaba dos cucharas a modo de castañuelas. Elías Bajar, aplaudido también por el excelso e intuitivo arte de sus movimientos. No es de extrañar, entonces, la gran expectativa con que eran aguardadas las memorables “nochadas” del Izmir.
Trascendencia del Izmir

A este lugar pintoresco llegaba gente de otros barrios: Flores, el Centro, La Boca, Palermo e inclusive del interior y aún de la ciudad de Montevideo. Aunque con una mayoritaria presencia sefaradí, no faltaban griegos, armenios y de otras colectividades. “No había odios… en paz”, afirman los testimonios. Si unos pocos vecinos observaban con algún reparo la presencia de “músicos y odaliscas”, es sugestivo y ampliamente revelador que los hijos de aquellos primeros habitués coincidan en que para sus padres “el Izmir fue su segundo hogar por más de treinta años.” o “Mi papá iba siempre a ese café, estaban él… sus amigos… todos los que vivían en esa cuadra y sus alrededores, todos paraban ahí a la tardecita a tomar un café a charlar de algunas cosas que sucedían en su época…”. Existe un sincero sentimiento de “orgullo” por ese café al que se lo consideraba, además, una verdadera “institución… y secretaría informal de la comunidad”. Muchos de sus concurrentes completaban el número necesario para iniciar los rezos en el Gran Templo Sefaradí, ubicado a la vuelta, sobre la calle Camargo 870.

Es evidente el fuerte sentido de pertenencia que experimentaban los que se agrupaban en el café, tal como lo sintetiza el siguiente testimonio: “El Izmir era el más poderoso… el primero, el más frecuentado y el más conocido… todos los turcos iban… Días de semana y fines de semana también… Alboger tenía el café siempre lleno… En vez de ir al cine se decía… me voy de Alboger, me siento ahí dos horas y veo bailar… era el lugar para encontrarse y hablar de todo”

Emblemas porteños

Buenos Aires, ciudad añeja e inmortal, es también fruto de la diversidad que le otorga coherencia aun a sus contradicciones. Urbe obstinada en su perpetua recreación, alberga, sin embargo, espacios mitológicos, lugares fuera del tiempo, como puentes tendidos entre lo pretérito y el porvenir. Los cafés se ubican allí, en sitios que son endiosados y venerados, objetos de culto que guardan un singular halo de misterio.

La Gran Aldea del siglo XIX, devenida en Gran Metrópoli, que tal vez, como toda gran ciudad, abunda en indiferencia o frialdad, paradójicamente anida ciertos ámbitos destinados al culto de la amistad y de la nostalgia. Entre ellos se encuentran el Tortoni y el Izmir, parte del patrimonio cultural de esta ciudad e incluidos entre los veintiún cafés enumerados como “Emblemas Porteños”.

Es en esta inmensa y poética ciudad en la que el “curso y recurso” de los acontecimientos tanto nos complace con la vigencia indiscutible del Tortoni, Las Violetas, el Querandí o el Café de García, por mencionar sólo algunos o con el sabor amargo por la desaparición de otros grandes como El Café de los Angelitos, El Molino o el Izmir que bajaron sus persianas por diferentes avatares.

La historia a la que suele definírsela como “el acontecer del hombre en el tiempo” y que parece ser impredecible, por suerte, nos deja algunas certezas. De lo que estamos seguros es que los nombres de Rafael Alejandro Alboger y Yaco Alboher, esos dos hermanos que alguna vez partieron con sus sueños de Izmir, han quedado sellados en la memoria de dos cafés históricos. Rafael Alejandro que pasó por el Tortoni y fue dueño del Izmir, hasta su fallecimiento, en 1965, logrando que su comercio fuera un reconocido referente oriental y Yaco, mozo y luego accionista del Tortoni; después de su muerte en 1998, el apellido permanece ligado al café a través de sus hijos, Víctor y Luis, que heredaron la relación contractual con la sociedad.

Cierre del Izmir e ingreso a la Historia

El señor tiempo, inexorable, cumple su labor. El café Izmir, mantuvo las características mencionadas hasta fines de los años 60. Don Alboger falleció inesperadamente el 29 de abril de 1965, haciéndose cargo del local, transitoriamente, sus dos yernos, “Nusi” y Alberto, hasta 1969, cuando la familia Rodríguez, asturiana, compró el fondo de comercio. Por entonces habían quedado unos pocos “turcos” y el espíritu oriental casi no existía. En los años siguientes sus habitués fueron, en su mayoría, los albañiles y empleados de las oficinas de la zona.

Si hoy nos detuviéramos frente al Café Izmir nos podría pasar como una medianoche a Adán Buenosayres, que creyéndolo cerrado, se demoró unos instantes ante sus persianas y pudo percibir el “… olor del anís dulce y del tabaco” y ” una canción asiática… salmodiada por cierta voz… sobre un fondo musical de laúd o de cítara”. Acaso filosofemos como él unos instantes sobre la vida y la muerte.

Adán “… se saca el chambergo, del que caen dos o tres hojitas resecas y enjuga con su mano las gotas de la lluvia que le corren por la cara. Luego reanuda su andar, calle arriba.” Mientras, nosotros imaginamos a Rafael Alejandro Alboger esbozando su sonrisa nostálgica cuando evocamos al Izmir, el que con absoluta justicia ha sido considerado “Café Notable” y “… parte de la esencia porteña”

Cerró sus puertas el 9 de octubre de 2000, cuando ya no era ni la sombra de lo que había sido. Detrás de sus cortinas metálicas, hoy enmohecidas, ese Olimpo rectangular, en ruinas, con sus paredes descascaradas y sin vida, enmarcan un interior silencioso y oscuro que atesora, sin embargo, historias de un tiempo pletórico de vida y energía. Aún parecen resonar la música y las palmas que acompañan el ritmo y la danza de las bellas odaliscas, las voces, los murmullos y las risas abriéndose paso a través del espeso humo y los sueños y las utopías de aquellos días tan distintos y lejanos. Nosotros nos convertimos hoy en custodios de la memoria, en tanto duendes de otros tiempos merodean la calle Gurruchaga, echan un vistazo dolorido al gastado mármol del umbral y, como esperando un milagro, sacuden las persianas bajas del famoso y eterno “Café Izmir”.

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