Enlace Judío México.- A propósito de la crisis por la que pasa el partido Meretz, emblemático de la izquierda israelí, es necesario hacer algunos señalamientos sobre las causas de la actual crisis del Sionismo de izquierda.
IRVING GATELL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO
Porque –hay que decirlo– esa forma de Sionismo prácticamente ha fracasado. En los últimos 40 años, la batuta la ha tomado el Sionismo de derecha.
Cuando Theodor Herzl pudo darle forma definida al movimiento sionista a través del primer congreso que organizó (1897), el Sionismo era todavía una utopía. Apenas empezaba el proceso de adquirir tierras en el entonces Mandato Británico de Palestina, pero se estaba muy lejos de enfrentar los problemas que, a partir de 1929, marcaron las rutas divergentes del Sionismo.
En ese año, apenas cuatro antes de que el Nazismo tomara el poder en Alemania, ocurrió la primera masacre de judíos perpetrada por radicales nacionalistas árabes, en la población de Jevrón (Hebrón). Los diferentes asentamientos judíos tuvieron que organizarse para defenderse de las agresiones árabes, y pronto se consolidaron dos grandes tendencias: el Irgún y la Haganá. La primera más radical que la segunda, tanto en sus perspectivas como en sus estrategias.
No era una diferencia arbitraria. En esencia, proyectaba los disensos ideológicos sobre el Sionismo, protagonizados por David ben Gurión y Zeev Jabotinsky.
Más allá del análisis que se pueda hacer sobre la postura de cada uno, la molesta realidad es que las diferencias entre el Sionismo tradicional de Ben Gurión y el Sionismo revisionista de Jabotinsky, es que este último fue ominosamente lúcido y se dio cuenta, mejor que nadie, de la catástrofe que se cernía sobre todo el mundo judío. Si por una parte fue el único líder importante que previó el genocidio que estaba por comenzar en Europa, por otra parte también se dio cuenta de que los árabes nacionalistas simplemente no iban a negociar, y optarían por la guerra en una lucha del todo por el todo. Por eso su postura –aparentemente tan radical– no era más que realista: prepararse para combatir y nada más combatir.
Eventualmente, el proyecto Sionista que se impuso en el liderazgo de Israel fue el de Ben Gurión, y hasta cierto punto eso se debió a que era el más razonable para ese momento en particular. Con ello me refiero a que el resto del mundo no habría aceptado un gobierno israelí “radicalizado” por la ideología de Jabotinsky.
Además, en teoría, la postura de Ben Gurión también era la más sensata: una abierta y permanente disposición a llegar a una mesa de negociación con los árabes, para que se pudiera firmar un acuerdo de paz.
Ben Gurión supuso que tras la contundente derrota de los árabes en la guerra de 1948-1949, y la consecuente captura de amplias áreas originalmente no asignadas a Israel en el Plan de Partición de la ONU (1947), por lo menos los egipcios, los sirios y los jordanos (los más afectados por las conquistas israelíes) estarían dispuestos a negociar.
Pero se equivocó. Las naciones árabes exigieron la rendición de Israel, la devolución del territorio capturado, y sin siquiera comprometerse a negociar un posible acuerdo de paz.
Como diría Abba Eban años después: las guerras árabes-israelíes tenían la singularidad de ser las únicas donde el ejército vencedor solicitaba negociaciones de paz, y los ejércitos derrotados exigían la rendición incondicional de los vencedores.
Ben Gurión se rehusó a semejante sin sentido, por supuesto. Tenía sus ideales, creía en la negociación, pero la realidad era contundente y no había más remedio que –paradójicamente– aplicar las ideas de Jabotinsky: combatir.
El liderazgo de Ben Gurión finalmente devino en la fundación del Partido Laborista (continuidad del Mapai), que se mantuvo ininterrumpidamente en el poder hasta 1977, cuando Menajem Beguin –fiel partidario del Sionismo revisionista de Jabotinsky, y antiguo líder del Irgún– ganó la elección y, por primera vez, puso al Sionismo “de derecha” en el poder.
Desde entonces, la derecha israelí –lidereada por el partido Likud– ha dirigido al gobierno entre 1977-1984, 1983-1984, 1986-1992, 1996-1999, y 2009 a la fecha. Es decir, veinticinco de un total de cuarenta años. A ello hay que agregar que entre 2001 y 2009 el gobierno estuvo a cargo de Kadima. Es decir: desde 2001 que los Laboristas, herederos de Ben Gurión, no han logrado recuperar el poder.
No se necesitan dos dedos de frente para darse cuenta de que el Sionismo heredero de Ben Gurión pasa por una terrible crisis, y que la población israelí ha preferido darle el voto de confianza al Sionismo heredero de Jabotinsky. Las cifras son contundentes: en las últimas elecciones, Likud obtuvo 30 escaños en la Knesset (parlamento), y la llamada Unión Sionista (coalición de los partidos Laborista y Hatnuá) consiguió 24, pero de ellos sólo 19 corresponden al laborismo. Es decir: Likud los superó por más de una tercera parte. Algo que Ben Gurión nunca se habría imaginado, ni en sus peores pesadillas.
La razón no es un misterio: el partido Laborista, junto con toda la izquierda israelí, han dejado de ofrecer alternativas realistas para los conflictos que enfrenta Israel, sobre todo en el panorama internacional.
Por supuesto, el laborismo es la versión moderada de un espectro que tiene su versión más radical en Meretz. Pero la idea esencial es la misma: respecto al conflicto con los palestinos (punta del icebereg que es todo el conflicto regional que pone en riesgo la existencia misma de Israel), se debe poner como prioridad las negociaciones para llegar a un acuerdo de paz, en el marco de la llamada “solución de dos Estados”.
Suena bien. Parece razonable, pero no toma en cuenta dos hechos que están fuera de toda discusión: los palestinos no están dispuestos a negociar ningún tipo de acuerdo de paz, y la solución de dos Estados simple y sencillamente no es viable en este momento.
Acaso el momento más patético del laborismo y de la izquierda israelí se vio durante la gestión presidencial de Barack Obama. Es un hecho que este presidente desarrolló –sobre todo en su segundo período– una agenda anti-israelí. Lo que resulta difícil decidir es si esto fue motivado por una abierta postura antisemita, o si fue consecuencia de una nula comprensión de la problemática en Medio Oriente y, por lo tanto, de una total incapacidad para proponer soluciones viables. Personalmente, me inclino por lo segundo.
Obama desarrolló una estrategia regional básicamente enfocada a promover una bizarra noción de “equilibrio de poderes” que implicaba frenar a Israel y empoderar a Irán. Eso, aplicado al conflicto con los palestinos, significaba darle un cheque en blanco a la Autoridad Palestina para que hicieran literalmente lo que quisieran, y exigir siempre a Israel “contención” y “moderación”. Las agresiones palestinas siempre fueron tibiamente criticadas; las respuestas defensivas de Israel, en cambio, siempre fueron vistas con recelo y seguidas de llamamientos a “no caer en acciones que incrementaran la violencia” (como si los ataques palestinos no fueran, justamente, eso).
El colmo fue la participación de John Kerry en su papel de Secretario de Estado. Probablemente no hayamos visto un político estadounidense tan ignorante y desubicado haciendo y diciendo tontería tras tontería. Se ganó a pulso que, poco a poco, tanto el gobierno israelí como el de Egipto y el de Arabia Saudita lo relegaran a un papel meramente testimonial en todas las negociaciones del conflicto.
El momento en el que llegó a evidenciar su ineptitud, su incapacidad para entender la realidad, y su descarado sesgo anti-israelí (en su caso sí era muy evidente), fue durante los combates de 2014, cuando se apersonó en Israel para exponer ante el gobierno de Netanyahu una serie de “exigencias” de la administración Obama, que no eran sino una copia íntegra de las exigencias de Hamás. Dicho en otras palabras: Estados Unidos le estaba exigiendo a Israel que se rindiera ante Hamás. Netanyahu, por supuesto, puso a Kerry y sus proyectos en donde tenían que estar: en el bote de la basura. Un año más tarde, el disfuncional Secretario de Estado norteamericano se declararía molesto y ofendido cuando el Primer Ministro israelí simplemente dijo “dejen que hable; total, ya se va en un año”.
Lo terrible de estos episodios fue que los líderes del laborismo –Tzipi Livni e Isaac Herzog– en particular, y de la izquierda israelí en general, se dedicaron a hacer coro a Obama y Kerry todo el tiempo. Compraron sin recato y sin reparo alguno todo el discurso norteamericano, según el cual “Israel estaba quedando completamente aislado en el panorama internacional por culpa de la intransigencia de Netanyahu y su gobierno de derecha”.
El objetivo era tan claro como mezquino: tumbar al gobierno por medio de una crisis política, toda vez que eran incapaces de derrotarlo en una elección normal.
Hoy se sabe que Obama invirtió no sólo esfuerzos, sino también dinero, en el proyecto de eliminar a Netanyahu del panorama político en el marco de las elecciones anticipadas que se celebraron a inicios de 2015. Para ello, encontró un cómplice perfecto en la izquierda israelí.
Sin embargo, y para su total disgusto, el intento fracasó. Las elecciones de 2015 no sólo no derrotaron a Netanyahu, sino que incluso el Likud se vio recompensado con más escaños en la Knesset.
¿Qué es lo que ha fallado con la izquierda israelí? Y, en el caso particular del laborismo y de Meretz, con lo que suele definirse como el Sionismo de izquierda.
Hay dos tipos de liderazgos en esta vida: los que ponen sus planteamientos teóricos como lo más importante y luego quieren ajustar la realidad a como dé lugar, y los que ponen la realidad como lo más importante y en función de ello toman sus decisiones, sin que los planteamientos teóricos sean una barrera infranqueable.
Sobra decir que el primer caso mencionado (la teoría por encima de la realidad) es garantía de fracaso, a mediano o a largo plazo. Fue la situación de la Iglesia Católica medieval, y en tiempos modernos lo hemos visto con las revoluciones socialistas en todo el mundo (ah… la izquierda). Desde la ex Unión Soviética hasta Cuba, “la revolución” terminó por ser más importante que la gente, y era la gente la que tenía que someterse (incluso sacrificarse) a las “necesidades” de la revolución (simpático eufemismo para no decir abiertamente que sólo eran los caprichos de la cúpula del poder).
Por sorprendente que parezca, a mucha gente le sigue fascinando esta alternativa. Se disfraza de idealismo, y en sus casos más extremos, de lucha por los ideales: transformar al mundo para lograr acercarnos un poco más a la utopía.
Sin embargo, la Historia demuestra que eso simple y llanamente no sucede. Las “luchas por cambiar al mundo” generalmente se limitan a cambiar al grupo en el poder. Los mejores ejemplos de “revoluciones” –la rusa, la mexicana, la cubana, incluso la francesa– son también excelentes ejemplos de rotundos fracasos en sus objetivos de transformar y mejorar a la sociedad.
Paradójicamente, lo que realmente sólo fue un intento por cambiar un grupo en el poder –la guerra de independencia de los Estados Unidos– terminó por traer más transformaciones sociales concretas y, con ello, mejoras en las condiciones de vida de un alto porcentaje de la población local.
Quienes siguen enamorados de esta visión que subordina al ser humano y la sociedad a meros instrumentos de la ideología, suelen quejarse del otro punto de vista y acusarlo de “demasiado pragmático y carente de ideales”, toda vez que permite que un “principio ideológico” no necesariamente sea “sagrado”. Todo se puede negociar, o incluso dejar de lado, ante una situación muy concreta en momentos muy determinados.
Y es cierto. Tan cierto como que la realidad no nos pide nuestra opinión, ni se interesa por nuestros postulados ideológicos. Simplemente, se nos viene encima tal cual es y si no tenemos modos efectivos de abordarla, nos pasa por encima todo lo que se le antoja.
El error de la izquierda israelí ha sido llevar al extremo los errores originales de Ben Gurión. Y sí: hay que llamarlos “errores”, porque eso fueron. Ciertamente, a Ben Gurió no le explotaron de frente porque le tocó estar al mando en Israel en los momentos en que las cosas apenas empezaban a tomar su lugar correspondiente. Pero su idea de que se podía lograr una negociación con los árabes era, simplemente, ilusa y fallida.
Ben Gurión y su gente –Levi Eshkol, Golda Meir, Itzjak Rabín, Moshé Dayan, etc.– no tuvieron más remedio que ser pragmáticos y propinarle severas derrotas a los árabes cada vez que fue necesario. Pero en el fondo siempre mantuvieron la esperanza de que la paz se podría negociar de manera civilizada.
Se equivocaron. La intransigencia árabe llegó a niveles delirantes, y pese a las contundentes derrotas de 1967 y 1973, hasta la fecha sólo dos países árabes han negociado la paz con Israel: Egipto y Jordania (por cierto: el tratado de paz con Egipto lo firmó, irónicamente, Menajem Beguin, el rival de Ben Gurión y seguidor de Jabotinsky). Si otros países árabes como Arabia Saudita han tenido recientemente (es decir, cuarenta años después) un acercamiento a Israel, no ha sido porque quieran negociar de manera civilizada, sino porque Irán es un problema demasiado grave para ellos.
Con los palestinos el asunto llegó al exceso. Guste o no –y aunque sea políticamente incorrecto decirlo– la realidad es que no son socios para el proceso de paz.
El más penoso error del Sionismo de izquierda es insistir en que se debe hacer cualquier cosa para reactivar el proceso de paz, por la simple razón de que los líderes palestinos no quieren un acuerdo de paz. Quieren destruir a Israel o, por lo menos, dejar las cosas como están (porque la situación de conflicto de baja intensidad significa mucho dinero para ellos, así como el pretexto para perpetuarse en el poder).
La consigna sagrada para esta tendencia ideológica es la llamada “solución de dos estados”, algo completamente inviable en este momento, que sería más bien un peligro para toda la región, y la puerta al verdadero desastre para los palestinos. Pero no se dan cuenta. O no lo quieren admitir, porque siguen atorados en esa posición tan de izquierda, según la cual lo importante es el concepto teórico, y hay que forzar la realidad a como dé lugar para someterla a ese concepto teórico.
No es nada más ingenuidad. Hay algo perverso en todo ello. Por una parte, hay un tufo de soberbia que se puede traducir en algo así como “ellos no importan, no cuentan; las iniciativas las tomo yo, las decido yo, las impongo yo; ellos, inferiores como son, simplemente reaccionarán porque no tienen criterio propio”. Es una vomitiva herencia del eurocentrismo –otra vez, tan arraigado en la izquierda– según el cual el extremismo violento árabe no tiene una motivación propia (para estos sesudos teóricos a los que no les importa la realidad, la “motivación religiosa” es sólo un mito), sino que es una simple reacción contra “los crímenes cometidos por Europa” en el pasado o en el presente. En su mundo de caramelo, bastará con que Europa cambie para que esa gente, automáticamente, deje de molestar. Sobra decir que semejantes posturas han fracasado rotunda y grotescamente cuando han estado al frente del manejo de la crisis (pregúntenle a un ex-presidente tan inútil como lastimoso, estilo Francois Hollande).
Por otra parte, hay miedo. Mucho miedo, y eso sí me parece un fenómeno característico del Sionismo de izquierda, porque está íntimamente ligado a la carga histórica del pueblo judío. Pareciera que este tipo de gente nos dice “por favor, rindámonos; es peligroso o suicida luchar; los judíos aprendimos a sobrevivir en medio de la marginación, las persecuciones, los pogroms, las conversiones forzadas, los asesinatos colectivos, los genocidios; si ya sabemos sobrevivir en ese territorio, ¿para qué movernos, para qué defendernos? Mejor volvamos al ghetto, al exilio, a ese espacio donde no tenemos nada, y sigamos sobreviviendo como sólo nosotros sabemos hacerlo”.
Lamentablemente (para ellos, por supuesto) hay que decir que van más o menos setenta años retrasados. Siguen sin enterarse que la ecuación cambió radicalmente, y el pueblo judío aprendió a defenderse. O, usando términos más acordes a mi diatriba de esta ocasión, siguen sin entender que la razón siempre la tuvo Jabotinsky, y que lo único que ha pasado con la sociedad israelí –pragmática como ella sola– es que poco a poco se ha decantado por un liderazgo que afronte la realidad tal cual es, no tal cual quisiera que fuese.
Por eso el partido Laborista y Meretz entraron en crisis, porque sus discursos en general ya no convencen al gran electorado. El asunto es tan serio, que Gabay, el nuevo líder laborista, ya anunció cambios que en términos simples y llanos significan que se van a volver iguales al Likud en cuanto al enfoque del conflicto con los palestinos. Es decir: en materia de seguridad nacional, el partido Laborista está abandonando el espectro de centro-izquierda que había mantenido. Podríamos decir que se está pasando a la derecha. O, si preferimos ser más justos y precisos, bastará con decir que están admitiendo cuál es la realidad, y están dejando de soñar.
Meretz no. Parece ser un caso perdido. Están tan comprometidos con su ideología, por encima de la realidad a costa de lo que sea, que parece que prefieren sentirse honrados con su ostracismo. Prefieren perder votos dignamente antes que admitir que las cosas son como son y que hay que enfrentarlas así: como son. Le encuentran más sentido a seguir siendo una minoría literalmente inútil, que admitir que los palestinos no quieren la paz. Se sienten con la conciencia más tranquila soñando con que hay que darles un estado propio, sin importar que eso los llevaría a una sangrienta guerra civil que terminaría con la necesidad imperiosa de Israel de invadirlos e imponer el control que ellos no pueden siquiera intentar.
Por eso están en crisis. Por eso van a la deriva. Por supuesto, no lo van a admitir. Preferirán decirme fascista antes que atreverse a asomarse un poco a la realidad, a pesar de que es gratis.
Sólo hay que desafanarse de esa soberbia inútil y quitarse el miedo.
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