“Debes dejar que los judíos tengan Jerusalén; fueron ellos quienes la hicieron famosa”.
Winston Churchill a la diplomática británica Evelyn Shuckburgh (1955).
Enlace Judío México.- Desde que el pasado 6 de diciembre Donald Trump reconociera públicamente a Jerusalén como capital de Israel y ordenara el traslado de su Embajada, hasta ahora ubicada en Tel Aviv, ha vuelto la encarnizada lucha de narrativas -que es otro de los frentes, quizás el más activo- del conflicto entre israelíes y palestinos. No en vano, David Brooks señala el empeño de las partes en imponer su narrativa a la otra como una de las razones de la longevidad del conflicto.
ELÍAS COHEN
La declaración de Trump ha sido tachada de irresponsable, de incendiar Oriente Medio y de enterrar nuevamente del proceso de paz; sin embargo, puede que reconocer a Jerusalén como capital de Israel no sea tan malo, ni tan injusto. Al fin y al cabo, es una de las reivindicaciones principales de los israelíes -en 2015 un 92% la consideraba su capital, y el mes pasado un 72% consideraba que Israel debía ostentar la soberanía sobre la Ciudad Vieja- y un anhelo milenario de la gran mayoría de los judíos.
Dejando de lado lo que pensemos sobre Trump -su nombre obliga a emitir una opinión sobre él, pero nos abstendremos-, obviando que ha sido un movimiento coherente para su presidencia (reconocer Jerusalén como capital de Israel y trasladar allí la Embajada estadounidense fue aprobado por el Congreso en una ley de 1995, ha sido también una promesa electoral de Trump y una reivindicación política del electorado evangélico representado por el vicepresidente Mike Pence) y suponiendo que esta decisión histórica, probablemente, marque un punto de inflexión -aún no sabemos si positivo o negativo- en el devenir de la región, quizás no haya sido el ‘momentum’ para hacerlo.
No obstante, para la mayoría de los israelíes y para la mayoría de los judíos de todo el mundo, sean religiosos o seculares, ha sido el reconocimiento de una realidad y un acto de justicia histórica.
Jerusalén, más que una ciudad.
Jerusalén tiene un lazo milenario con la conciencia colectiva judía. El impacto del destierro sigue todavía latente en el imaginario judío independientemente de la práctica religiosa o de la afinidad con el Estado de Israel. Por ejemplo, el recuerdo de la destrucción del Templo de Jerusalén es hoy, después de 2000 años, un día de luto marcado con un ayuno.
Los judíos hicieron de su religión la tierra que habían perdido y por ello los textos sagrados y la identidad se fusionan en un solo concepto, y Jerusalén es el mejor ejemplo de ello. A este respecto, Jerusalén es mencionada 656 veces en el Antiguo Testamento y 3.212 veces en el Talmud, dos libros centrales en la formación y desarrollo de los judíos como pueblo -sobre todo el segundo, testimonio legal, filosófico y científico del largo vagar en el exilio-. Los judíos piadosos piden tres veces al día la reconstrucción del Templo de Jerusalén. Todas las primeras noches de Pésaj, judíos de todos los rincones del planeta siguen pidiendo el retorno a Jerusalén, y en todos los casamientos, una celebración que debe estar colmada de alegría y felicidad, el novio rompe un vaso y clama que nunca olvidará a Jerusalén. El sionismo debe su nombre al Monte Sion, donde estaba ubicado el Templo de Salomón.
Jerusalén es, en palabras del historiador Martin Gilbert, “no sólo una mera capital para los judíos, sino el centro espiritual y físico en la historia de los judíos como pueblo”, y como tal, nunca han renunciado a ella. El legendario alcalde de Jerusalén, Teddy Kollek (desde 1965 hasta 1993) fue más rotundo: “Si quiere que una simple palabra simbolice toda la historia judía, esa palabra sería ‘Jerusalén’”.
Para los judíos, en suma, Jerusalén sobrepasa la religión y la fe: es una cuestión definitoria, nacional. Por tanto, serán pocas las voces que rechacen la capitalidad de Jerusalén.
Uno de los asuntos más enrevesados.
Como ya recordamos, Jerusalén estuvo durante 400 años bajo dominio del Imperio Otomano, y posteriormente pasó a estar administrada bajo el Mandato Británico para Palestina. El plan de partición que aprobó la ONU en noviembre de 1947, debido a la delicadeza y complejidad de los lugares sagrados de las religiones monoteístas, contemplaba un estatus de ciudad internacional para Jerusalén.
En la primera guerra árabe israelí (1948-1949) los judíos pelearon hasta su último aliento por Jerusalén contra la legión jordana. A pesar de estar sitiada, el ejército israelí construyó una carretera improvisada en las colinas -llamada también Carretera Birmania- para abastecer a las tropas que allí resistían. David Ben Gurión, padre del Estado de Israel -y laico, como todos los padres fundadores del país- dijo entonces que “Ninguna ciudad en el mundo, ni siquiera Atenas o Roma, desempeñó un papel tan importante en la vida de una nación durante tanto tiempo, como lo ha hecho Jerusalén en la vida del pueblo judío”. Finalmente, la ciudad quedó dividida en dos, y Jerusalén Este (incluyendo la Ciudad Vieja) bajo ocupación jordana.
Durante esos años (1949-1967) los israelíes y los judíos de la Diáspora vieron con horror cómo su venerado Muro de los Lamentos quedó relegado a un pasadizo lleno de basura, y cómo se construyeron letrinas en el cementerio del Monte de los Olivos. En cambio, y más allá de todo lo que trajo después la Guerra de los Seis Días, los judíos de todo el mundo encogieron su corazón cuando la brigada de paracaidistas tomó la Ciudad Vieja de Jerusalén, el lugar hacia donde rezan tres veces al día desde el año 70 D.C.
Jerusalén, en cambio, no fue tratada como ciudad importante por el imperio Otomano, ni ha sido nunca capital de un país árabe, pese a albergar el Domo de la Roca y la Mezquita de Al-Aqsa. Pero ni el primer hecho -es una ciudad históricamente judía- ni el segundo –la reivindicación palestina sobre Jerusalén es reciente y ad hoc- justifican ninguna soberanía, ni israelí ni palestina, sobre la ciudad. Son, en cambio, los acuerdos internacionales, las realidades sobre el terreno y los actos soberanos, los que definen la capitalidad de Jerusalén. Y en este sentido, la decisión de Trump tampoco ha sido peregrina.
Israel hizo de Jerusalén -entonces la parte Occidental- su capital desde 1953. Trasladó allí el Parlamento, los ministerios, la Corte Suprema, y demás instituciones nacionales, y en 1980, mediante una Ley Básica, la declaró como su capital indivisible. Es un acto de soberanía nacional elegir la capital y los israelíes decidieron que sería Jerusalén. Por otra parte, nadie pone en duda que Jerusalén Occidental es Israel –los palestinos solo reivindican Jerusalén Este- y Trump no definió las fronteras de la ciudad en su declaración; al contrario, apeló a las negociaciones entre ambas partes para ello. Sus predecesores, Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama, se mostraron explícitamente a favor de la indivisibilidad de Jerusalén como capital de Israel.
Los israelíes consideran a Jerusalén como su capital, y para los judíos de todo el mundo es un símbolo nacional. Para todos ellos, el reconocimiento de Trump es una batalla ganada.
Fuente:cciu.org.uy
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