Enlace Judío México.- Se puede estar enamorado de Jerusalén? Se puede amar a una mujer tan vieja, de mirada cargada de tantos párpados, de cabeza pesada de cascos, coronas, boinas innumerables? Se puede amar un cuerpo que no es más que cicatrices a punto de abrirse o de ofrecerse bajo la sal de la violencia y de la pasión?
JEAN-YVES LELOUP
El amor no vuelve ciego – los enamorados no ignoran que aquí hay guerra, pero los enamorados de Jerusalén saben que la guerra sólo es soportable para ellos, porque piensan “en otra cosa” y no en la guerra… Esto no los hace indiferentes, pero los sitúa a cierta altura o en cierta dulzura, desde donde las tragedias parecen menos necesarias, esto los hace más libres y capaces de saborear lo que quizá, en algunas horas, no será más que ruinas…
Estar enamorado en Jerusalén, es “besarse otra vez” en el autobús del que todo el mundo se baja… Sólo el amor puede enfrentar así a la muerte, no para burlarse, sino para retirarle su suficiencia: ella no tendrá la última palabra.
Los creyentes tienen “motivos” para amar Jerusalén, motivos que son memorias felices e infelices que los mantienen apegados a sus piedras tanto como a “memoriales”.
Los enamorados no tienen otras razones de amar Jerusalén que su amor. “No deseamos algo porque es bello, es bello porque lo deseamos”, decía el filósofo Spinoza. Es, sin duda, porque todavía hay hombres y mujeres que aman Jerusalén que Jerusalén sigue siendo bella…David, Salomón, Helena, Solimán y otros enamorados de Jerusalén, también la han amado. Quisieron incluso hacerla “objetivamente” bella, enriqueciéndola de muros, cúpulas y campanarios… Su error ¿no fue quizás querer “objetivar” su amor? Algunos enamorados se extasían ante las joyas que han ofrecido y olvidan el cuerpo de la amada – nos extasiamos ante el muro, la cúpula o el campanario. Olvidamos la tierra desnuda, su luz, sus encantos…Permanecer enamorado en Jerusalén es, en cierto modo, permanecer ajeno a sus adornos, para contemplar mejor su desnudez o su esencia.
Por otra parte, Jerusalén no estuvo siempre tapizada de oro o de terciopelo… El enamorado debe de ser libre también frente a sus monumentos al horror y lúcido ante el estado de sus crímenes.
Entonces, como Baudelaire, hay que ser capaz de amar una “carroña”, guardar vivo en uno el deseo de su “esencia”. Pues Jerusalén ofrece a menudo el espectáculo asqueroso de una carcasa soberbia. “Las piernas por alto, como una mujer lúbrica, ardiente y sudando venenos abre de una manera indolente y cínica su vientre lleno de exhalaciones”.
El enamorado lúcido de “la tres veces santa” será capaz de decirle:
“O mi belleza! Decidle a la miseria que os comerá a besos, que he guardado la forma y la esencia divina de mis amores descompuestos”[1].
El enamorado, está siempre enamorado de una esencia más que de un cuerpo, y en Jerusalén, “la esencia es divina”, ni que decir tiene que escapa a todos los príncipes y a todas las opresiones políticas o religiosas.
Esta “esencia que escapa a toda descomposición” es, no sólo el alma de la ciudad, sino el amor de todo amor – el Amor es el único Dios que no es un ídolo – sólo lo poseemos dándolo. Sólo lo encontramos perdiéndolo.
Hay que darle mucho a Jerusalén si queremos recibir algo de ella y como en cualquier parte, hay que perderse en ella para encontrarse, encontrar los límites exactos (que no intactos) de lo humano hasta la fabricación de sus leyes y de sus dioses.
“Esto no es amor”, dice el mito de Tristán “que torna a la realidad”.
El enamorado no es el propietario, no posee el objeto de su amor. Habría que decir “no lo conoce”, “no todavía”, piensa.
Estar enamorado de Jerusalén no es poseerla, o pretender conocerla. Es acercarse a ella soñando, ebrio de un deseo más que de un placer.
Gozar de Jerusalén, poseerla, no sólo la alegría del enamorado “recibiría un duro un golpe” sino que provocaría los golpes”. El objeto es deseado por demasiados pretendientes… si todos permanecieran enamorados, la prometida permanecería siempre posible, tierra siempre “prometida”, todo el mundo disfrutaría de ella, pero si por desgracia uno de ellos la posee, es la desgracia para todos – la envidia y el crimen.
Cuando desde la colina de los olivos, contemplo “las puertas doradas”, las puertas cerradas, por las cuales, según las tres tradiciones, el Mesías debe venir o volver, entiendo que el Mesías es “aquel que abre las puertas”, que derriba los muros. No destruirá Jerusalén, hará de ella “una ciudad abierta”, la morada de lo Abierto. Una casa o un templo para albergar al viento y recibir a las plantas, las hormigas, los humanos y las demás estrellas. El Mesías devolverá a los hombres sus alas y su levedad perdidas, caminarán entonces “en la tierra como en al cielo”.
”El que enseñe a volar a los hombres del futuro, habrá superado todos los límites; para él, los límites se evaporarán en el aire. Bautizará de nuevo la tierra: la llamará “la ligera”, la tierra y la vida le parecen pesadas y es lo que quiere el espíritu de pesadumbre! El que quiera ser ligero como un pájaro debe amarse a sí mismo.[2]
“O Jerusalén” si supieras amarte a ti misma, amar todas las diferencias, todas las carroñas, todos los tesoros, todas las cenizas que habitan en tus muros; bajo el peso enorme de los siglos, descubrirías el peso de tu alma, infinitamente joven y fresca, infinitamente ligera. Como el Dios que te olvidas de celebrar pensando conocerlo y poseerlo.
O Jerusalén”, espera a un Mesías enamorado o a un niño. “El Juez de toda la tierra”; si te arranca las máscaras es para acariciar tu rostro, si rasga tus vestidos demasiado gruesos o demasiado religiosos es para beber del agua viva de tus senos, de “la fuente sellada”.[3]
Extraído y traducido de: “Dictionnaire amoureux de Jérusalem”, Jean-Yves Leloup, Ediciones Plon, 2010. Traducción :. M.L. González.
[1] Baudelaire, Las flores del mal
[2] Nietzsche , “Así habló Zaratrustra”
[3] Cantar de los cantares, IV, 12
Fuente:esp.jeanyvesleloup.eu
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