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sábado 02 de noviembre de 2024

Desaparece una eminencia de la medicina y un gran judío mexicano, el Dr Horacio Jinich, Z”L

Enlace Judío México- Nacido en la Ciudad de México en 1923, Horacio Jinich Z”L obtuvo su título como médico en la Universidad Nacional Autónoma de México en 1947. Realizó sus estudios de especialidad en Medicina Interna en el Instituto Nacional de Nutrición y de Gastroenterología en la Universidad de Cornell.

El Dr. Jinich ha sido reconocido con los más altos honores por diversas sociedades y organizaciones médicas incluyendo el American College of Physicians el American College of Gastroenterology y la Sociedad Mexicana de Historia y Filosofía de la Medicina, entre otras.

Distinguido también como un excelente y prolífico educador, ha escrito 17 libros de medicina y colaborado en más de 100 capítulos. Su dedicación y devoción a la enseñanza le fueron reconocidas con el premio Cedars Sinai Distinguished Teaching.

En el 2014, a escritora y periodista Silvia Cherem escribió sobre Jinich:

“El papá de Horacio, Elías Jaim Jinich, nació en Starobin, hoy Bielorrusia, ciudad cuyo nombre significa “cien rabinos”. El mayor de nueve hermanos, estudió para rabino, pero, a punto de titularse, influido por la Haskalá, se dio cuenta que no contaba con suficiente pasión para ser rabino y se volcó al estudio del hebreo, del Talmud y de la historia secular del pueblo judío, dedicando su vida a la docencia. En 1913 se casó con Zelda, la madre de Horacio, ella se embarazó de su primogénito, pero la dicha de la pareja no duró. Elías fue obligado a reclutarse para participar en la Primera Guerra Mundial y, sin noticias, ella pasó cuatro años criando a su niño en soledad. Cuando él regresó a casa, en 1919, deprimido y traumatizado por la guerra, Rusia había vivido su propia revolución, los bolcheviques estaban en el poder, se padecían hambrunas, pogroms y las epidemias de tifo brotaban por doquier.

Elías, el padre de Horacio, se dispuso a migrar en 1922. Recibió dos invitaciones. Por ser un notable conocedor de la lengua hebrea, la Universidad Hebrea de Jerusalem lo invitó como profesor para coadyuvar a la modernización de la lengua. La otra, que fue la que aceptó, fue de su hermano Abraham, dentista graduado en Columbia University, quien en México había hecho una fortuna importando productos y maquinaria dental desde Estados Unidos, misma que le permitió traer a la capital mexicana a toda su familia en la década de 1920. Los salvó a todos. Nueve hermanos con sus respectivos hijos.

Horacio, quien se distinguió desde niño en los estudios por su puntual memoria y su capacidad de razonar, nació en México en 1923. Fue nueve años menor que su hermano Jacobo, nacido en Bielorrusia, y cuatro años mayor que el tercer hijo, Moisés, quien sería futbolista de primera división y otorrinolaringólogo.

Elías Jinich, el padre, fue un pésimo comerciante y la familia vivió penurias económicas que, afortunadamente, no hicieron mella en la crianza de los hijos. Horacio, cuyos trajes eran remiendos de los de su tío, pasaba sus días en las bibliotecas públicas, ávido de conocimiento. Gran lector fue siempre el primero de la clase: en la primaria Miravalles, ubicada en las calles de Durango; en la Secundaria #3, donde compartió ser el mejor alumno con Luis Echeverría; y ya luego en la facultad de Medicina.

La medicina le permitió rondar las cumbres del éxito. Aunque no fue la motivación, le dio prestigio, fama y posibilidades económicas. Investido del poder sagrado de sanar, Horacio nunca perdió el piso. La calidez en su trato era oculto elixir, paliativo para curar. No en balde, llegaría a ser el médico y el amigo íntimo de personalidades de la política y los espectáculos, como la diva María Félix, y de gran parte de la comunidad judía.

Su éxito obedeció a su ojo clínico, pero, sobre todo, a la intuición que heredó de su madre —de quien fue cercanísimo—, a su visión holística de cuerpo y alma estrechamente entretejidos, y a su calidad humana. Para él, la enfermedad no es la reducción a un aparato descompuesto que implica sustituir una parte por otra. Lejos de ello. Sus pacientes y aquí hoy lo comprobamos, aluden a la amorosa cercanía con la que los escuchaba y aconsejaba como un terapeuta que sanaba no sólo con medicamentos, sino con consejos y fe. Amigo de psicoanalistas, entendía que el ser humano es un todo: no sólo apelaba a curar a la enfermedad, sino al enfermo, brindándole herramientas para sanar. Brindaba amistad, esperanza y futuro.

Con la medicina a cuestas, Horacio ha podido ser un judío errante, un prestigiado judío capaz de ganarse la vida, en México, en sus idas y vueltas a Estados Unidos, y especialmente en San Diego, donde desde 1986 y hasta hace un par de años, antes de retirarse porque la falta de memoria a veces lo doblega, fue profesor universitario y médico practicante con un récord intachable.

Miembro de la Academia Nacional de Medicina, se le reconoce por haber sido uno de los médicos que más han luchado en nuestro país por dar a conocer el humanismo en la medicina. Ha sido de quienes sostienen que la ciencia y el humanismo no son enemigos, sino que al contrario se necesitan porque su meta es la misma. Le preocupa que la especialización médica, que el avance de técnicas y tecnologías fragmentadas para curar la enfermedad, pierda de vista su primordial objetivo: el hombre. Porque para él, la enfermedad es una lección que permite profundizar en nuestra comprensión, siempre incompleta, de la vida misma.

El paciente, para él, no es un caso, sino un hombre o una mujer, un anciano o un niño que padecen. Una biografía que es única. Por ello insiste que la medicina clínica que identifica la individualidad y no las generalizaciones, es un arte. Un arte que debe leer y descifrar tanto los síntomas psicológicos —lo que Jinich llama “el tercer oído”: los mensajes no verbales que se expresan a través del lenguaje corporal—, como los propios de la patología de la enfermedad.

Desde su perspectiva, el médico debe ser un ser ético que hereda las funciones del hechicero, del sacerdote o del curandero de la antigüedad. Un “brujo” que se preocupa por sanar no a las enfermedades, sino a los enfermos. Toda una vocación con un sentido moral. Curar si se puede. Aliviar el sufrimiento. Y si no hay posibilidades de sanar, mantenerse en la cabecera del enfermo, sin abandonar jamás al que padece. Una forma sublime en la que él ha encontrado un por qué y un para qué de su efímera existencia.

Siguiendo los pasos de su maestro el ilustre Ignacio Chávez, un médico sin cultura humanista puede ser un buen técnico, pero no deja de ser un bárbaro. El médico cabal, el médico sabio, es quien comprende al hombre en sus aspiraciones y miserias, quien guía sus pasos con normas de belleza, bondad, cultura y justicia. Quien conoce a la persona que tiene a la enfermedad y no a la enfermedad que padece la persona.

Justamente con esa máxima, Horacio Jinich, un hombre comprometido con sus principios, con la bondad y la belleza, ha guiado sus pasos. Por eso insisto, el homenaje hoy es para él. Con una visión spinozista de Dios, siempre se ha comportado como si Dios existiera, obedeciendo cabalmente sus diez mandamientos. Ha sido un hombre que, como le aconsejó su padre, tiene cabeza, pero también corazón. Un hombre compasivo con ciencia. Un hombre con conocimientos, pero modesto y misericordioso.

La palabra doctor proviene del latín, docere: enseñar. Horacio Jinich es un doctor cabal. Un hombre que enseña. Nos enseña con la gratitud que aborda a su maestro. Nos enseña con sus actos. Con su vocación de ser un perpetuo estudiante. Nos enseña con su vida ejemplar.

Samuel Lieberman, su maestro, le decía que para tener éxito en la vida se requiere de tres cualidades: buena cabeza, buen esfuerzo y buena suerte. Pero agregaba: “si tienes buena suerte ya no necesitas de las otras dos”. La “buena suerte” de Horacio Jinich es que sí tuvo buena estirpe, buena cabeza, buen ejemplo y se volcó a una vida de esfuerzo en aras de ayudar al prójimo. Su buena suerte lo condujo a ser un hombre agradecido que recuerda a quienes lo formaron. Un hombre cabal que usa sus cualidades para hacer el bien a los demás”.

Y para entender el gran ser humano que fue Horacio Jinich Z”L, ésta es una de sus frases: “El buen clínico, como todo buen médico, no es un médico erudito, sino un médico sabio. No es la enciclopedia ambulante capaz de repetir de memoria los capítulos de los textos y conocedor del artículo más reciente sobre cualquier tema. Este hombre deslumbra a los demás y a sí mismo. Brilla en las sesiones académicas, pero a menudo fracasa a la cabecera del enfermo…”

Y es de la autoría de Jinich esta emotiva carta:

“Quiero ser tu ayudante”

“Debí tener menos de cinco años cuando ocurrió un suceso que hoy me vino a la memoria como un tibio recuerdo de mi infancia. En ese tiempo vivíamos en una vecindad en las calles de San Ildefonso, casi frente a la Escuela Nacional Preparatoria y bajo el cielo azul de la otrora “región más transparente del aire”: la ciudad de México, en los años veinte.

Recuerdo que entonces uno de mis pasatiempos favoritos consistía en subirme a la azotea para mirar el cielo. A esa edad tenía la certeza de que las nubes blancas estaban allí con un propósito, que eran un rebaño de ovejas que viajaban lentamente con el único fin de ocultar la presencia de Dios. Y fue esa incuestionable certeza, esa mística revelación, la que esa tarde me hizo gritar con toda la fuerza de mis pulmones: “¡Dios, quiero ser tu ayudante!”

Y ocurrió una mañana, medio siglo más tarde que, paseando por la calle con Samuel, el menor de mis hijos, entonces de siete años, cuando se me ocurrió contarle esta historia.

‒Sabes ‒le dije‒, creo que Dios aceptó mi propuesta porque me permitió ser médico y, ser médico, de alguna manera, lo convierte a uno en ayudante de Dios. Los que practicamos con amor este divino oficio, queremos hacer el bien, deseamos sinceramente poder curar a los enfermos, darles las medicinas que alivien sus dolores y, sobre todo, tratamos de encontrar las palabras necesarias para que nuestro paciente sienta menos miedo cuando tenga que afrontar enfermedades graves.

Ese día Samuel se quedó callado, pero a la mañana siguiente, me interpeló:

‒Oye papá, y la mamá que cuida a sus niños, el jardinero que riega las flores para que no se mueran de sed, el policía que nos defiende de los ladrones y de los robachicos, ¿no son también ayudantes de Dios?

‒Sí, tienes razón, todos son sus ayudantes, y tú, cada vez que haces una buena obra lo eres también.

Un tiempo después participé en un Congreso de Ética Médica. No recuerdo cual fue el título de mi plática, pero nunca olvidaré el momento en el que un miembro del auditorio me lanzó la pregunta:

‒Doctor Jinich, ¿cree usted en Dios?

Sorprendido ante la intempestiva pregunta en el momento de mi vida en el que me había incorporado al pensamiento secular, dominado por el escepticismo, intenté dar una respuesta honesta y contesté:

‒Doctor, sinceramente ignoro si Dios existe o no, pero he decidido vivir como si de hecho existiera”.

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