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domingo 22 de diciembre de 2024

Irán se desmorona

Enlace Judío México.- Cinco días de disturbios y más de 15 muertos según las cifras oficiales (las extraoficiales hablan de muchos más). Así comienza 2018 para Irán, una nación con muchos problemas, que parece haber entrado en la fase que habrá de transformarlo definitivamente a mediano plazo.

IRVING GATELL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Son muchas las razones (y las he señalado desde hace varios años aquí en Enlace Judío) por las que era previsible el colapso del gigante chiíta.

La primera es muy lógica: desde hace casi 40 años Irán está gobernado por una teocracia fundamentalista y extremista, retrógrada y enemiga de las libertades humanas.

Semejante sistema de gobierno no puede ser eficaz. En primer lugar, porque la religión como base del gobierno, no funciona. Decidir lo que necesita un país y su gente a partir de dogmas religiosos sólo puede provocar una catástrofe, ya que conlleva el error de querer ajustar la realidad a una idea preconcebida (en este caso, religiosa), cuando debe ser al revés: las ideas sobre lo que debe hacerse en el país deben ajustarse a la realidad. En segundo lugar, porque la religión siempre incluye una diatriba contra “lo malo” o “el hereje”, y cuando esta visión tajante e intolerante determina las acciones de un gobierno, es cosa de muy poco tiempo para que la injusticia se imponga sobre la sociedad.

Los ayatolás que gobiernan Irán no entendieron que su propaganda no siempre iba a surtir el mismo efecto. En 1979, cuando se impuso la Revolución Islámica y el Sha Reza Palevi se exilió, los iraníes se sintieron liberados de un tirano. Pero desde entonces han sucedido dos cosas: la primera es que el régimen de los ayatolás ha resultado tan tiránico, o acaso peor, como el del Sha; la segunda es que todos los iraníes menores de 45 años de edad no tuvieron contacto con el gobierno del Sha. Decirles que “era un tirano” les resulta tan relevante como decirles que “Cristóbal Colón llegó a América”. Es un dato histórico, no una realidad existencial. Por lo tanto, es imposible que sientan aprecio por la Revolución Islámica nada más porque sí.

El error de los ayatolás fue no prever que el relevo generacional traería esta situación. Pero es que era imposible: si el criterio es fundamentalista religioso, es imposible que se acepte el hecho de que una nueva generación traería una nueva perspectiva. Para el fundamentalista, las cosas de D-os son las mismas ayer, hoy y siempre, y ninguna nueva generación tiene derecho a cuestionarlas.

El resultado es que los ayatolás están descubriendo en estos días que hay una juventud dispuesta a salir a la calle y gritar “muerte a Jameini”. Algo impensable hace 20 o 30 años.

La segunda razón es que Irán ha sido muy mal gobernada. Durante el período del presidente anterior –Mahmoud Ahmadinejad– la inflación llegó a colocarse por encima del 22%. Un nivel catastrófico para cualquier país. Rohain, el actual presidente, ha logrado reducirlo a un poco menos del 10%, pero sigue siendo una situación crítica.

El fracaso del gobierno islámico es evidente en las cifras. Basta hacer algunas comparaciones.

Por ejemplo, entre los años 2000 y 2014, Irán ha tenido una tasa de mortalidad infantil que raya en los 40 niños por cada 1000. En Israel, dicha tasa estaba en 8 en 2000, pero ha bajado a 4 en los últimos años.

Por cada 1000 habitantes, Israel tiene un poco más de 3 médicos; Irán, en promedio, no llega siquiera a uno.

La expectativa de vida a nacer se incrementó en Israel desde 2000 hasta 2014, de 78 a 81 años. En cambio, en Irán apenas si se incrementó de 69 a 70 en el mismo lapso.

En 2004, la tasa de alfabetización en Israel era del 97.1%; en Irán, en 2008 era de 85%.

En 2013, el Producto Interno Bruto per cápita en Israel era de 36,200, mientras que el de Irán era de 12,800.

En Israel, desde 2000 hasta 2013 la tasa de desempleo bajó de 9% a 5.8%; en cambio, en Irán subió de 15.7% a 16%.

Respecto a la tasa de inflación, es muy interesante comparar el comportamiento de ambos países entre 2010 y 2013. En Israel, dicha tasa cayó del 2.6% al 1.7%, mientras que en Irán se incrementó del 11.8% al 42.3%. Fue el clímax de la ineficiencia durante la gestión de Ahmadinejad.

En el mismo período, la tasa de crecimiento de la producción en Israel fue de 5.7% en 2010, 2% en 2011, 4% en 2012, y 5.5% en 2013. En cambio, en Irán fue de 4% en 2010, 4.3% en 2011, -5.7% en 2012, y -5.2% en 2013.

Una de las razones por las cuales la economía iraní ha estado en crisis es la caída de los precios de petróleo. Y es que otro error de los líderes de la nación persa fue petrolizar la economía.

Y como si esto no fuera suficiente, Irán lleva mucho tiempo involucrado en un proyecto internacional que lo ha desangrado económicamente. Justamente, muchos de los reclamos de los jóvenes que están protestando en las calles tienen que ver con esa política irresponsable de los ayatolas. Al grito de “no nos interesa Gaza, no nos interesa Siria, nos interesa Irán”, están reclamando que los planes hegemónicos de la teocracia dirigente han hecho que la nación despilfarre el dinero que no tiene, en detrimento de la población.

Los ayatolás son los líderes religiosos del extremismo chiíta. Han resucitado un conflicto que, en general, el Sha y los reyes anteriores –también chiítas, pero de línea moderada– habían mantenido en el bajo o nulo perfil. Dicho conflicto es la abierta lucha contra el Sunismo saudita por el control del Islam. Es decir, por la tutela de los lugares santos de Medina y La Meca.

Es un conflicto que se remonta a prácticamente milenio y medio.

Desde la toma del poder de los ayatolas en 1979, Irán se ha dedicado a tejer una pinza con el objetivo de rodear a Arabia Saudita y, por supuesto, a Israel (otra obsesión en el fundamentalismo religioso del gobierno iraní). Por el norte, el objetivo ha sido imponer el control sobre Líbano (por medio de Hezbolá), Siria (controlando a Bashar el Assad como si fuera un títere), e Irak. Por el sur, imponiendo el control en Yemen. En condiciones ideales, dicho control debería extenderse en Áfrico por Erítrea y Sudán, por lo menos, para enlazarse con Gaza y de ese modo tener cercado a Israel.

El plan funcionó durante varios años en la zona norte. Líbano quedó sometido a Hezbolá con mucha facilidad, y la ineptitud del gobierno sirio (todavía más ineficiente que el iraní) permitió que los ayatolas compraran la lealtad de los Assad sin mucho problema. El único obstáculo que tenían para lograr un dominio uniforme de esa zona era Saddam Hussein. Irónicamente, los estadounidenses le hicieron un favor enorme a los iraníes al derrocarlo y eliminarlo. Fue cuestión de pocos años para que Irak quedara prácticamente a disposición de Teherán, debido a los altos porcentajes de musulmanes chiítas que hay en Irak.

En el sur el asunto no fue tan sencillo. Irán tuvo que esperar hasta una ocasión que considerar adecuada, y esta pareció darse con la llamada Primavera Árabe. En medio de todos los disturbios que hubo en varios países, los ayatolas comenzaron a financiar a la guerrilla Huthí en Yemen, con el objetivo de derrocar al gobierno e imponer un estado chiíta, satélite del iraní. Sin embargo, Arabia Saudita entró en razón de que esto era, a mediano plazo, una amenaza contra su propia seguridad, e integró una coalición de países árabes para detener a los huthíes. Durante los últimos dos años, los bombardeos de dicha coalición contra los rebeldes yemenitas han provocado el estancamiento del plan iraní de dominación regional.

Irán tuvo un problema muy severo con el que no contaba: la Primavera Árabe no sólo trajo disturbios en Yemen, sino también en Siria. Bashar el Assad vio muy comprometida su permanencia en el poder debido a la rebelión espontánea de su población –harta de otra tiranía ineficaz que los mantiene en la pobreza–, y Siria tuvo que intervenir. No podía darse el lujo de perder a Assad, porque eso habría significado dejar aislado a Hezbolá en Líbano, lo cual eventualmente se habría convertido en su derrota en cualquier futura guerra con Israel.

Por eso Irán tuvo que apostar todo su capital político, económico y humano a mantener a Assad en el poder. El resultado fue una guerra civil de seis años que dejó casi 400 mil muertos, pero que representó tres severos problemas para Irán.

El primero fue que gastó mucho dinero, e incluso quedó endeudado con Rusia. Eso recrudeció la situación de crisis al interior del país (por eso la inflación había superado el 40% hacia 2013). Irán prácticamente ha perdido la autonomía económica. Se va a tardar mucho tiempo en salir del problema de dinero en el que se metió.

El segundo fue que tuvo que sacrificar el prestigio de Hezbolá. Desde su fundación en 1982, este grupo extremista chiíta había gozado de muy buena opinión aún en el mundo sunita, porque se había mantenido al margen de los conflictos sectarios. Se presentó como una milicia cuyo único objetivo era la destrucción de Israel, y por ello incluso los sunitas le tuvieron bastante aprecio. Pero en el contexto de la guerra civil en Siria, Irán tuvo que recurrir a Hezbolá para combatir a los sunitas que se habían levantado en armas contra Assad. Hezbolá hizo las cosas como sabe hacerlas: brutalmente. Poco a poco, en menos de dos años su prestigio en el mundo sunita había desaparecido por completo. Obligado a involucrarse en las aristas sectarias del conflicto, Hezbolá quedó políticamente aislado en el mundo árabe. Ahora sólo cuenta con el apoyo de Irán y de Siria. El resto de los árabes lo ven como un peligro y un enemigo a vencer.

El tercer problema fue que, dadas las circunstancias, para la monarquía saudita quedó en claro que el único enemigo real y peligroso para ellos es Irán.

Durante décadas, el discurso oficial árabe siempre señaló a Israel como el enemigo a destruir. Pero los propios líderes árabes no necesitaban dos dedos de frente ni demasiada reflexión para entender que eso era falso. Las dos guerras en las que Israel les propinó severas derrotas (la de los Seis Días en 1967, y la de Yom Kippur en 1973) fueron guerras completamente innecesarias, fruto de una cuestión ideológica árabe (ni siquiera israelí), y no de una necesidad ante un agresor. Se podían haber evitado. Además, desde entonces no hubo un solo episodio en el que ningún país árabe se pudiera quejar de una agresión directa israelí. Todo el conflicto quedó reducido a las zonas pobladas por palestinos, pero las naciones árabes circundantes no se vieron afectada por ello, salvo Líbano; primero debido a que se convirtió en la sede de operaciones de Yasser Arafat, y luego porque siempre fue la base de operaciones de Hezbolá.

En contraste, la amenaza iraní siempre estuvo latente contra Arabia Saudita, y en el momento en que empezó el apoyo a la guerrilla huthí para imponer el chiísmo en Yemen, el panorama geopolítico cambió por completo: Arabia Saudita entendió no sólo que Irán era el verdadero enemigo, sino que Israel era el aliado perfecto.

La situación ha desembocado en lo que apenas hace cuatro años no se le habría ocurrido a casi nadie: Irán ahora tiene como enemigos regionales a Israel y Arabia Saudita, que poco a poco van tejiendo más alianzas de todo tipo.

Ese es, sin duda, el máximo fracaso regional iraní: lejos de lograr imponer su control para resucitar al antiguo Imperio Persa, han logrado que sus enemigos se unan en una causa común que, en términos simples, no van a poder derrotar. Lo peor del caso fue corroborar que Rusia aceptó intervenir a su favor, pero sólo hasta cierto límite. Putin ya dejó bien en claro que no le interesa un conflicto con Israel o con Arabia Saudita. Es decir, que no va a ponerse del lado de Irán si esto significa entrar en fricciones con los otros dos países. E Irán entiende que la razón es sencilla: en primera, Rusia sólo buscaba dinero; era otra economía en crisis que necesitaba ingresos, y la obsesión persa por dominar Medio Oriente se convirtió en un excelente negocio. En segunda, a mediano y largo plazo son más prometedores los negocios con Israel y con Arabia Saudita, que con los ayatolas.

Lo más trágico del asunto fue que Irán intentó implementar todo este plan de dominio regional sin tener los recursos realmente necesarios para hacerlo. Se engolosinó cuando los precios del petróleo estaban en auge. Se creyó invencible. Se pensó el elegido de D-os. El resultado es desastroso por todos lados: dinero malgastado, enemigos por todos lados, y ahora, toda una población protestando en las calles y exigiendo que se ponga fin a esta locura que ha sido la Revolución Islámica.

Es difícil predecir cuánto tiempo va a pasar para que el régimen de los ayatolás colapse. Pero una cosa es definitiva: el fin ha comenzado. El gigante persa está herido.

Lo único que sigue es su caída.

 

 

 

Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.

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