Enlace Judío México.- Les presentamos aquí algunas historias de quienes encararon el desafío de adaptarse a costumbres religiosas distintas y aprender un idioma complejo persiguiendo un proyecto de vida.
MARCELO RAIMON
La argentina Laura Zabala y la española Marta González enfilan por la avenida Allenby hacia el centro de Tel Aviv, alejándose de la playa y rumbo al autobús. Empiezan a compartir historias de conocidas y conocidos a los que no les fue tan bien en su expedición israelí. Por ejemplo, la sueca que se separó de su marido, se volvió a Estocolmo, borró su perfil de Facebook y prácticamente desapareció del mundo que había habitado hasta hacía muy poco. O la colombiana que no terminó de soportar las diferencias culturales y los choques con su suegra, y siguió el mismo camino hacia el aeropuerto Ben Gurión, sin boleto de regreso.
– No es fácil vivir aquí-, concluyen Laura y Marta, dos entre tantísimos extranjeras y extranjeros que vinieron a Israel sin ser judíos, sin sionismo o ideología detrás, solamente para estar con sus parejas israelíes, por puro amor.
Mudarse, cruzar el planeta por amor en la era de los vuelos masivos y de internet no parece ser un gran problema más allá de los sentimientos. Pero Israel es un país con varias características muy especiales, empezando por el idioma hebreo -uno de los dos oficiales, junto al árabe-, de muy difícil aprendizaje, con sus letras y sonidos exóticos.
Además, la “razón de ser” de Israel fue, en su nacimiento pocos años después del Holocausto, y sigue siendo, la de existir como hogar para todos los judíos del mundo que quieran llegar hasta aquí. Por ello, los inmigrantes judíos cuentan con muchísimos beneficios concretos para facilitar su inserción, y que no se extienden del mismo modo a los no judíos.
En el corazón del Medio Oriente, Israel no puede ser menos y la religión tiene un peso enorme en la vida cotidiana de sus ciudadanos, que deben recurrir a los rabinos ortodoxos para darle marco legal a sus nacimientos, casamientos y muertes, y no cuentan con autobuses o negocios abiertos durante el shabat.
Y también están, por supuesto, la militarización, la amenaza de la violencia terrorista y la siempre latente posibilidad de una nueva guerra.
A pesar de todo esto, según indicó a Infobae un vocero del ministerio del Interior, el gobierno cuenta en estos momentos unas 16.000 aplicaciones de visado para cónyuges extranjeros de ciudadanos israelíes, en su enorme mayoría inmigrantes no judíos. No es poco en un país de unos 8,7 millones de habitantes.
“Cuando me vine pensé que era la única loca de amor, pero acá me encontré con muchísimas chicas que se vinieron por la misma razón”, cuenta la argentina Laura, que tiene un grado universitario en Hotelería. Ella llegó a Israel hace un año, lucha por entender un poco más de hebreo cada día y, mientras tanto, dejó de lado sus ambiciones profesionales y trabaja en la coqueta peluquería que su novio, Adi, tiene en Tel Aviv.
Ambos se conocieron en el 2015 en Playa del Carmen, en México, adonde Laura estaba trabajando y Adi viviendo desde hacía dos años. Tras el flechazo y el romance caribeño, y a insistencia de su novio israelí, decidió venirse a vivir al Medio Oriente.
Laura, de 32 años, dice que “a veces” extraña su profesión. “Pero también pienso que si alguna vez domino el idioma podría volver a hacer algo relacionado” con la hotelería en Israel.
En cambio, “lo que sí extraño es lo afectivo -confiesa-. Si bien me llevo super bien con Adi y lo amo, a veces me cuesta hacer cosas para mí, a veces siento que me dejo de lado, que trabajamos muchas horas juntos y no tengo tiempo de hacer cosas que me gustaban, y que ahora no las hago, a veces por tiempo y a veces por no tener con quién compartirlas”.
Muchas de las novias y esposas no judías que llegaron a Israel por amor se encuentran virtualmente online y comparten sus problemas. En Facebook, por ejemplo, es fácil encontrarlas en grupos que llevan nombres como Tel Aviv Latino o Israel Hispano. Allí comentan y se aconsejan sobre asuntos que van desde visados a comidas, y asuntos de sus países de origen, de Argentina a Colombia, y de Perú a España, pasando por América Central, Brasil, Chile o Uruguay.
La inserción aquí tiene varias capas de obstáculos. Entre las principales se encuentra la burocrática, ya que las novias, novios o cónyuges tienen que afrontar con mucha paciencia el camino de los visados. En un primer momento podrán contar con una A1 de residente temporal, luego pasar a la B1 que permite trabajar legalmente, y apuntar a la A5 que se concede a aquellos que ya están en proceso avanzado de conseguir la residencia permanente.
Para las parejas casadas, la residencia temporal suele salir en seis meses y la ciudadanía en cuatro años, mientras que para los que todavía no contrajeron matrimonio los tiempos de espera pueden saltar a tres y seis años respectivamente.
Los requisitos para conceder visas son exigentes y pueden llamar la atención a quienes los conocen por primera vez. Además de toda la papelería habitual de certificados de buena conducta en el país de origen, las autoridades israelíes exigen “pruebas” de la relación, como fotografías de vacaciones compartidas, correos electrónicos y hasta transcripciones de chats o mensajes de whatsapp.
Todo se simplifica dramáticamente si la pareja decide convertirse a la religión judía. De esa manera puede hacer “aliá” como cualquier otro judío y obtener inmediatamente la ciudadanía y todos sus beneficios de acceso a la salud y la seguridad social. Dependiendo del tipo de visa, la conversión -un intenso y complejo proceso religioso de varios meses de duración- puede llevarse adelante en Israel o solamente en el país de origen.
En el medio de una novela de amor y aventura, la española Marta, de 26 años, resiste los embates de los choques culturales-religiosos con su futura suegra, incluyendo precisamente el asunto de la conversión.
“Hubo un punto en el que mi novio le dijo a su madre ‘Ella se convertirá si ella quiere’. Y a mi me dijo: ‘Para mi es importante que te conviertas, me gustaría que lo hicieras, pero no quiero que lo hagas si para ti es un problema'”, cuenta Marta.
Esta española de Cádiz trabajaba para una empresa de alimentación de su país y, como su representante, ya había pasado largos períodos en Turquía y en Jordania, entre otros países de la zona. De visita de negocios en Israel en el 2016, justo le tocó tomar un taxi conducido por Aviv, quien luego se convertiría en su novio.
Acostumbrada a los lances de los galanes mediorientales, Marta respondió con lejanía a la oferta de Aviv de mostrarle la ciudad como nadie más podría hacerlo. Lo esquivó todo lo que pudo, pero el destino estaba involucrado en ese recorrido en taxi y Marta terminó aceptando.
Ahora vive en Kfar Saba, en los alrededores de Tel Aviv, en la casa de tres pisos que su novio comparte con la madre y el hermano menor. La familia es de origen judeo marroquí, lo que aquí generalmente se traduce en una alta religiosidad.
Como si fuera poco, el bisabuelo de Aviv “era un rabino ortodoxo muy importante en Marruecos”, suspira Marta, quien debió adaptarse rápidamente a las reglas de la vida kosher y hasta hizo el ayuno completo en Iom Kipur. Eso no evita cruces cada tanto con su futura suegra, quien controla, por ejemplo, que en la casa nunca se coma carne con leche o entren alimentos no kosher.
“Las madres pueden ser un problema”, tercia Laura, quien dice llevarse bien con su suegra a pesar de los reproches que, cada tanto, suele recibir por no manejar bien los asuntos kosher cuando visita a la familia de su novio en Jerusalén para algún shabat.
Marta siente que, en el ambiente en el que ella se mueve, “la presión familiar y gubernamental para que te conviertas es muy fuerte”. En especial, remarca, es un problema que, aunque estén legalmente casadas y residiendo en el país con papeles, las madres no judías tendrán siempre hijos no judíos, porque la ley de este país está en gran parte anclada en la religión y la herencia es matrillineal.
“Si yo pudiera vivir acá sin convertirme, felizmente lo haría”, afirma Marta. Pero también, agrega, “hay muchas mujeres que hacen el proceso de conversión solamente por el marido, sin entender la religión, que es un caso que creo no debería verse mal, porque es una situación a la que nos vemos obligadas por las circunstancias”.
“Pues, al final lo haces por interés, si, pero es que no te queda otro remedio”, dice Marta.
Laura, por su lado, cuenta que su novio “sí quiere que me convierta, el quiere que yo lo haga cuando yo lo sienta, pero yo no creo que alguna vez lo sienta, lo haría solamente para poder tener una familia con él”.
Las cosas parecen algo más claras para Mariana, una mexicana treintañera que en el 2012 había terminado sus estudios y buscaba nuevos horizontes. Buscaba adonde realizar estudios de posgrado en Seguridad o Resolución de Conflictos, y las búsquedas online le mostraron opciones en Australia, Inglaterra y España. Aventurera, Mariana hasta consideró la posibilidad de estudiar en Kabul, pero lo desechó porque no quería vestir burka en clase.
“En medio de tantos emails y spam” producto de la búsqueda, “me llegó un correo electrónico de la Universidad de Tel Aviv con los programas de las carreras que me interesaban”, recuerda Mariana.
“Los abrí e inmediatamente supe que era lo que estaba buscando y, además, ¡Israel suena super cool! Está en Medio Oriente, no es tan agresivo como Irak o Afganistán”, recuerda Mariana durante la charla con Infobae.
Las cosas empezaron bien porque consiguió una beca completa con fondos de los gobiernos de México y de Israel para empezar a estudiar en el 2013. “Me vine sola, sin conocer el país… y a los tres meses conocí a quien sería mi esposo”, continúa.
La historia del primer encuentro es tan romántica que Mariana y su esposo, Daniel, la recrearon en un video que prepararon para la fiesta de su boda, que se llevó a cabo en México.
La mexicana estaba sentada en un banco del popular boulevard Rotschild, en Tel Aviv, charlando con un compatriota en medio de los árboles y los quioscos de comidas cuando pasó su futuro esposo israelí paseando al que ahora es también su perro.
Mirada va, mirada viene, los tres terminaron conversando y, mejor todavía, como Daniel es hijo de una argentina habla muy bien el español. Fueron a tomar algo los tres, luego llegaron más invitaciones, floreció el romance, se casaron. Y ahora Mariana está embarazada esperando el primer hijo de ambos.
Las fichas siguieron cayendo en el lugar indicado: Mariana completó sus estudios y consiguió empleo en una empresa israelí de Seguridad -adonde es la única que no habla hebreo-, obtuvo rápidamente su visa y ahora contempla convertirse.
“Lo haría por el niño”, admite Mariana, quien -de todas maneras- cuenta que está “interesada en saber más de la historia del judaísmo”, para que no se trate de una conversión vacía.
Luego, cuenta entre sonrisas que su marido “no está tan interesado en que me convierta, tampoco sus padres”. Es que Daniel tiene un tío que se casó con una mujer no judía que luego se convirtió y terminó haciéndose ortodoxa.
Daniel, que viene de una familia laica, le advirtió risueño: “¡Te conozco, te vas a convertir, te vas a dejar convencer y me vas a obligar a hacer el shabat y a dejar de comer puerco y mariscos!”.
Si bien Mariana parece descender de alguna de las tribus perdidas de Israel y aquí encontró su lugar en el mundo (“me tocaba estar aquí”, dice), no todo es color de rosa para esta mexicana.
Por lo pronto, está cansada de que, después de vivir aquí cuatro años, incluso ahora con una visa A5 y casada con un israelí, cada vez que vuela desde el aeropuerto Ben Gurión tiene que soportar la extra seguridad que los agentes aplican a los no ciudadanos. “Toda vez que voy a México y vuelvo, ya estoy acostumbrada a que en el aeropuerto me hagan cinco mil preguntas, que tenga que mostrarle fotos de mi boda… Y eso que trabajo en una empresa de seguridad”, se queja.
Mariana tampoco termina de acostumbrarse a las reglas del shabat que obligan a que no haya transporte público desde el anochecer del viernes hasta que cae el sol el sábado. Y eso que vive en la zona de Tel Aviv, adonde -a diferencia del resto del país- muchos restaurantes abren sus puertas en sábado.
“Hasta que llegué a Israel, nunca me había enfrentado al tema de la religión -dice Mariana-. Aquí la gente siempre encuentra alguna forma amable de preguntarte si eres judía, mientras que en México a nadie se le ocurriría preguntarte si eres o no católico”.
“Aquí -completa Mariana- entendí la importancia de separar la Iglesia del estado”.
“El choque cultural es fuerte, me costó adaptarme al shabat, a que esté todo cerrado, que el país casi que se muera”, relata por su parte Carlos Rodríguez Palleres, un chileno de 30 años que llegó a Israel en diciembre del 2016 para vivir con su novio israelí-estadounidense, Dror.
Carlos reconoce que le costó “al principio entender la lógica” del impacto del shabat en la vida cotidiana de Israel, pero ahora lo sobrelleva lo mejor que puede, aunque las cosas se complican porque viven en los suburbios de Tel Aviv “y no tenemos auto”.
Después de conseguir el visado para poder trabajar, Carlos encontró además un puesto de trabajo como arquitecto, que es la carrera que estudió en Santiago. También fue en Chile adonde conoció a su novio, quien había viajado al país sudamericano como parte del equipo israelí de voley para unas Macabeadas, una especie de “olimpíadas judías” itinerantes.
La idea es ahora casarse por civil en Estados Unidos, pasar algún tiempo en Chile, luego establecerse por otro periodo en Israel y adoptar un niño. Carlos cuenta con todo el apoyo de la familia de Dror, y de hecho la pareja vive con ellos para poder ahorrar para los muy costosos gastos del matrimonio y la adopción, que según el arquitecto llega a varias decenas de miles de dólares.
Además del shabat, le cuenta Carlos a Infobae, en Israel le costó un tiempo asimilar la imponente presencia del ejército en un país adonde con solo salir a la calle o tomar un autobús en una estación central cualquiera se topa con cientos de conscriptos en uniforme.
“En Chile, después de la dictadura, los militares tienen mala fama, una imagen muy negativa, pero acá todo el mundo los ama, ellos son parte de la realidad de cualquier israelí”, que deben hacer un servicio obligatorio de tres años en el caso de los varones y de dos años para las mujeres.
“Al comienzo fue chocante, ahora lo asumo incluso como algo socialmente interesante -explica Carlos-. Me costaba entender la pasión con la que mi novio me hablaba de su servicio militar, porque para él su servicio era todo lo contrario a lo que yo me imaginaba que era el ejército”.
El de Dror, cuenta Carlos, “fue un servicio militar de compañerismo, aprendió mucho, salió del closet en el ejército, y sus comandantes y los suboficiales lo apoyaron mucho”. Se trata de “todo lo contrario a lo que uno se imagina en Sudamérica que es el ejército”, afirma.
Como todos los demás entrevistados, Carlos reconoció que el hebreo es uno de los obstáculos principales a la hora de insertarse en el país. “Hago menos de lo que podría estar haciendo en Chile porque todavía no hablo bien el hebreo, pero también estoy haciendo mucho más de lo que uno esperaría con mi nivel de idioma todavía bajo”, describe Carlos, quien completó hasta ahora el primer nivel del ulpán, el curso de lenguaje para inmigrantes.
Mariana también hizo el ulpán. “Hice todo, pero la verdad que no me entra el idioma”, reconoce la mexicana, quien vivió un tiempo en China y tuvo allí menos problemas que aquí con la lengua. “Comprendo ya las conversaciones, puedo saber de qué están hablando, pero me cuesta un poco hablar porque no termino de entender la gramática todavía”, dice Marta.
“El idioma sí que ha sido una barrera para encontrar trabajo”, completa Mariana, remarcando un problema que también señalaron Laura y Marta. Todas ellas sueñan con poder retomar sus profesiones o poder avanzar con más chances en el mercado laboral.
Encima de todo esto -burocracia, idioma, el peso de la religión-, “todavía nos cuesta con el tema de la comida”, dice Mariana. Antes, Marta había tocado la misma tecla: “¡Cómo extraño los mariscos!”, se lamentó la gaditana.
También están las historias truncas o que no salieron como se esperaba. Algunas las cuentan en voz baja, como la joven centroamericana que se mudó para estar con el israelí que había conocido en su país, mientras él pasaba unas vacaciones, para encontrarse aquí con un hombre diferente que ya no la trataba bien y la engañaba con otras mujeres. O la colombiana que también se vino por amor, aquí se convirtió y, luego de tres meses de un matrimonio difícil, se separó de su esposo israelí. Pero su compromiso con la religión era ahora tan fuerte que decidió quedarse, ya como judía y ciudadana.
“Y bueno, sólo HaShem sabe cómo hace sus cosas”, le dice esta colombiana a Infobae, usando una de las formas hebreas de nombrar a Dios, y con una mezcla de resignación y alegría.
A ninguno y ninguna de quienes llegaron aquí le prometieron un país ideal. Y, al parecer, lo que no los vence, los hace más fuertes.
“En mi caso mi pensamiento es quedarme”, dice por ejemplo Marta. Ella tiene un empleo y espera a que su novio se reciba de abogado para poder finalmente casarse y mudarse a una casa propia. “Como país me gusta y el mayor obstáculo para quedarme sería no encontrar un trabajo con el que me sienta identificada y que me guste: si tuviera eso, sería completamente feliz”, completa.
“Sí, me quedaría”, responde Laura a la misma pregunta. “Creo que lo voy a seguir haciendo -sigue-, todavía sé que voy a tener que hacer la conversión y siento que este país, a pesar de todo, tiene un buen futuro como para tener familia, me encanta ver las plazas llenas de nenes”. Laura reconoce “miles de altibajos” en su experiencia israelí.
“Hay días que me levanto pensando qué hago acá y me quiero ir -comparte la argentina-. Y otros días me levanto feliz, vengo a la playa y me olvido de todo”. “Vale la pena -dice por su lado Marta-. Es duro a veces, pero lo piensas y vale la pena”.
Al fin y al cabo, detrás de todo el esfuerzo “está tu pareja -cierra la española-. Al fin de cuentas, por mucho que pases… el amor compensa, ¿no?”.
Fuente:infobae.com
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