Paradoja ética extrema: una bazofia criminal, ¿debe ser editada en homenaje a su firma?
GABRIEL ALBIAC
En el París ocupado, Ernst Jünger anota la escena. Héroe de la primera guerra mundial, autor, sobre todo, de una de las más altas obras de la literatura alemana del siglo veinte, Jünger no ve con buenos ojos a los populistas nazis. Él viene de una tradición militar y aristocrática que le hace despreciar a esos plebeyos tabernarios. En París, el gobernador militar alemán ha hecho de él su hombre de confianza para las relaciones con los intelectuales “colaboradores”. Las recepciones del gobernador juegan a escenificar una liturgia mundana, de la cual el horror de la guerra quede ausente. En una de ellas se produce la escena que conmociona al autor de las Tempestades de acero.
Alguien atraviesa la sala, se va directo al gobernador. Su aspecto es deplorable: el traje que viste parece haber oficiado de pijama media hora antes, necesita un afeitado y, tal vez sin más, lavarse un poco. Los jóvenes escritores hacen un mohín de asco. Alguien advierte al anfitrión: no haga ni caso, es Céline, ya se sabe… Jünger anotará luego: “Céline ha manifestado su extrañeza, su asombro, por el hecho de que nosotros, los soldados alemanes, no exterminemos a los judíos; por el hecho de que alguien que tiene a su disposición una bayoneta no haga un uso ilimitado de ella”. Y no oculta su repugnancia hacia esa mirada maníaca “que parece brillar desde el fondo de las cavernas”.
Céline es la prueba material de que escritura y fuste moral son cosas ajenas. Él ha escrito la más renovadora de las novelas francesas del siglo veinte: el Viaje al confín de la noche. Ha escrito también esas cartas que denunciaban ante la Gestapo a vecinos y conocidos a los que él consideraba judíos; unos lo eran, otros no; pero eso le daba igual. Ha escrito también la feroz trilogía antisemita; ningún otro panfleto antijudío llegó tan lejos; su interés literario es cero.
Gran escritor, mente asesina, Céline era también bastante pusilánime. Cuando los nazis se retiraron de París, él huyó a Dinamarca cargado de oro: la cobardía política no es una exclusiva de Puigdemont. Eso salvó a Céline del fusilamiento, que otros menos culpables –Brasillach, por ejemplo– afrontaron dignamente. Al cabo de los años, gimoteaba por la gran injusticia de que no le hubieran dado el Premio Nobel.
¿Qué hacer con esa obscenidad homicida que es su trilogía? Es un dilema para la edición francesa. Plantea una paradoja ética extrema: una bazofia criminal, ¿debe ser editada en homenaje a su firma? Gallimard pensaba hacerlo –como hizo con el resto de su obra– en esa colección de la Pléiade que es el sancta sanctorum de la literatura francesa. El escándalo ha forzado a suspender el proyecto. Es lo más prudente. Los estudiosos pueden manejar tales sordideces en la penumbra de las bibliotecas. Los bibliófilos, rastrearlas en las mismas librerías de viejo en las que yo he buceado… Pero, ¿editar esa mugre asesina para consumo público es sensato? No sé dar una respuesta a esta pregunta. Pero sé que es la pregunta decisiva.
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