“El mero hecho de que alguien desee morir por una causa no significa que esa causa sea justa”.
Oscar Wilde
Enlace Judío México.- Aún en la prensa israelí, que raras veces cubre los eventos de Latinoamérica, se publicó esta semana lo sucedido hace unos días en Venezuela con la muerte de Óscar Pérez, el policía sublevado contra el gobierno de Maduro cuando pedía que dejaran de disparar y decía que se rendía, así como de los otros seis “terroristas” que perdieron la vida cuando la edificación en que se encontraban fue sitiada el lunes durante varias horas por las fuerzas de seguridad venezolanas. Oscar Pérez llevaba huyendo casi siete meses.
SHULAMIT BEIGEL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO
¿Pero, quién era Oscar Pérez?
El 27 de junio pasado un hombre llamado Óscar Pérez, inspector venezolano del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC), experto en vuelo, paracaidista y buzo de combate, tomó un helicóptero, voló a la sede del Ministerio del Interior y realizó 15 disparos sobre una fiesta con unos 80 invitados. Luego se dirigió al Tribunal Supremo de Justicia, donde además de disparar mientras sesionaba la Sala Constitucional, lanzó unas granadas. No hubo heridos ni muertos y los daños materiales fueron escasos. Antes del ataque, Pérez y un grupo de policías publicaron en las redes sociales su “proclama golpista”. El video, protagonizado por el mismo Pérez, era un llamado a militares, policías y civiles a una insurrección contra el gobierno de Nicolás Maduro.
Mucho antes de su sublevación, Pérez, un hombre muy mediático, ganó algo de reconocimiento en Venezuela por otra faceta de su vida: una incursión en el cine. En 2015 fue actor en la película venezolana “Muerte suspendida”, que muestra el secuestro de un empresario y su posterior liberación lograda por policías.
Los videos de la captura son muy dramáticos, especialmente porque Pérez se rindió y sin embargo fue acribillado al mejor estilo de un thriller hollywoodense. Todo este drama me hizo pensar en otros mártires y en el tema mismo.
No creo en los mártires, que muchas veces son suicidas disfrazados o personas enfermas que necesitan aparecer y tener sus quince minutos de fama por algo que suele ser muy engañoso. El que en nuestro siglo siga habiendo mártires por doquier y sobre todo en Europa y Medio Oriente, pienso que es una prueba de que los seres humanos tenemos una disponibilidad para lo insensato, lo irracional, o que somos borregos manejados fácilmente por otros.
Que se haga por razones políticas o por razones religiosas, no es una justificación. Nada puede justificar una conducta violenta e irracional.
Se suelen citar muchos motivos para los ataques suicidas islamistas, por ejemplo, desde la santidad religiosa hasta la venganza contra la política occidental o el odio a Israel, pero una cosa los une a todos: ser héroes por un día. Todo lo demás son excusas circunstanciales.
Desde matar enemigos infieles mediante atentados suicidas, o morir matando como fue el caso de los kamikazes durante la Segunda Guerra, de todo esto surge un patrón de conducta. Así como los asesinatos de honor por el amor de una mujer o cosas por el estilo, son una perversión de los más básicos conceptos de racionalidad, el concepto del amor por el martirio lleva a algunas personas a una relación directa con lo más oscuro de la naturaleza humana.
Desde los 80, matarse deliberadamente se ha convertido en el método más popular de atacar y liquidar al enemigo en países como Iraq o Afganistán, en territorios como Chechenia o la mal llamada “ribera occidental” y la Franja de Gaza, e incluso en países occidentales. Fue un fanático chií, un chico de 13 años llamado Hossein Fahmideh, quien en 1981 murió con una granada en las manos, lanzándose bajo un tanque durante la guerra Irán-Iraq. Fue seguido por miles de jóvenes iraníes portando “llaves para el paraíso”, quienes se metían en campos de minas, destrozando sus cuerpos inmolándose a dios y a las promesas del régimen islámico, como encontrarse con 72 vírgenes en el paraíso del más allá. Dos años después, el primer ataque suicida contra un objetivo occidental fue cuando un terrorista condujo un vehículo cargado con explosivos hasta la entrada de la embajada estadounidense en Beirut. El papel de Irán en muchos ataques suicidas es crucial, por la existencia de una élite religiosa que heredó una cultura chií del martirio, cuyas tradiciones de flagelación, palizas públicas, sermones de martirio y biografías de santos mártires, fue incrementada tras la revolución de 1979.
Pero quien exalta a los mártires debería también glorificar los sacrificios aztecas o venerar el grito de “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!” de José Millán-Astray, aquel general español mutilado al que se enfrentó Unamuno en 1936. O el “Patria o Muerte” del General Juan Domingo Perón. “Venceréis, pero no convenceréis”, es la famosa cita pronunciada por Miguel de Unamuno, escritor y filósofo español como respuesta a todos ellos.
Creer en un dios o creer en una causa puede llegar a ser lo mismo.
Me cuesta creer que los mártires van al sacrificio (porque saben que van a morir), pensando en su ideología o en una creencia sublime. Más bien creo que lo hacen con el corazón lleno de odio. Y no critico el odio, el enojo, la rabia. Ya sabemos que el odio mueve más que el dinero o que cualquier otro sentimiento. Por odio los seres humanos somos capaces de autodestruirnos.
Parece una contradicción pero no lo es. Lo podríamos llamar la consagración del poder del odio. Es una fuerza. Hace unos días terminé de ver “Narcos”, sobre la vida y muerte de Pablo Escobar Gaviria, y también allí está presente el odio visceral, un sentimiento que va más allá de la codicia o el amor al dinero. Bertrand Russell, (1872 – 1970) filósofo, matemático, y escritor británico ganador del Premio Nobel de Literatura, decía que los seres humanos, muchos, no todos pero sí la mayoría, son incapaces de vivir sin odiar algo, a otras personas o a ciertas personas, a otros países, otras ideas que no sean las suyas. No quiero nombrar a dirigentes políticos actuales, pero podríamos mencionar a Hitler por ejemplo, que, como muchos políticos, fue un ingeniero y constructor de odios, canalizando y dirigiéndolos, utilizando esa fuerza del odio más primario, que se encuentra encerrada en los seres humanos.
¿Pero qué gran virtud tienen los mártires aparte de esa fuerza? Ninguna. Más que el deseo y la osadía de morir. Y por lo tanto, son utilizados por otros, políticos o líderes religiosos, para quienes son simplemente instrumentos baratos o gratuitos para la destrucción. Los que los manejan siempre están a salvo. Seguramente piensan, si estás decidido a matarte pues qué bien, llévate a otros en el camino entonces. Bomba humana portátil los ha llamado alguien. ¿Qué se puede hacer cuando no hay nada tan contagioso como la estupidez humana? Si nos ponemos a mirar, nos daremos cuenta que la mayoría de los mártires son jóvenes, seguramente porque la juventud es irreflexiva, arrojada y románticamente tonta. O porque los mayores los utilizan cínicamente para sus impuros fines.
Esto del martirio es como el matrimonio: o te casas joven o no lo haces nunca, porque si creces y piensas, ni te casas ni te conviertes en un mártir. ¿Cuándo se han visto dirigentes políticos maduros por no decir viejos, que se hayan inmolado? Ni Jomeini, ni Asad padre, ni los viejos jeques árabes lo han hecho. Más bien, estimulan a los pobres e ingenuos jóvenes para que se conviertan en héroes.
Así estamos.
Por lo tanto ahí les va un consejo: Ni te cases ni te embarques en ninguna desaventura suicida.
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